El 20 de septiembre de 1870, las tropas italianas, al mando del General Cadorna, luego de abrir una brecha en las murallas de Roma, ocuparon la ciudad, defendida por un minúsculo ejército al mando del General Kanzler. Sólo defendía el enclave pontificio una pequeña tropa desde la retirada de la guarnición francesa en agosto de 1870. Ocupada Roma, se ponía fin a la epopeya de la unidad italiana y al proceso político y bélico de la unificación de la península, en torno al Reino de Piamonte y de la Casa de Saboya, y terminaba, en los hechos, la existencia de los Estados Pontificios.
Pero hubo un hombre especial, Leonardo Da Vinci, que había nacido casi exactamente 40 años antes del descubrimiento de América, en 1452, en la Toscana italiana. Fue hijo de un escribano y de una moza de taberna, a la que aquel abandonó dejándole a su hijo. Leonardo, tenía ya 13 años, cuando recién conoció a su progenitor, en cuya aristocrática residencia, cada vez que iba de visita, era observado con cierto desprecio, incluso por su propio padre.
El chico, precozmente inteligente, captó rápidamente su triste situación. Era uno de esos niños huérfanos, cuyos padres vivían. Fue un muchacho retraído, muy afectivo, como todo ser sensible.
Pero también, era un gran observador de la naturaleza. Y, caso curioso en un niño, fue muy amigo de la soledad y de la contemplación. Y como en la soledad no se siente soledad, nunca estaba solo. Lo acompañaba su espíritu inteligente. Tempranamente, murió su madre. Leonardo la lloró 8 días seguidos. Es que hay dolores para los que las lágrimas no alcanzan. Transcurrió el tiempo.
Ya tenía 17 años, cuando su familia -su padre se había casado nuevamente- junto a su madrastra, se mudaron a Florencia llevándolo con ellos. Leonardo tenía particular predisposición para el dibujo. Y se acercó también –paso ineludible- a la pintura y a la escultura. Frecuentó varias academias. Los profesores se asombraban de su facilidad para aprender. Lo que a sus compañeros les llevaba 2 ó 3 meses aprender, a Leonardo le bastaba con unas pocas clases.
A los 30 años, se instaló en Milán. Vivió en total 66 años, pero su obra es inabarcable, ya que fue grande como pintor, como escultor, como científico y como músico. Sus pinturas y esculturas, asombran aún hoy, ¡500 años después!.
Recordemos su pintura de “La Última Cena”, los frescos del techo de la capilla Sixtina del Vaticano, “La Gioconda” o “Mona Lisa”, aquella de rostro imperturbable. Hubiera quedado en la gran Historia del Arte, solamente con lo que acabo de mencionar. Pero además… fue arquitecto, ingeniero, biólogo, botánico y sobre todo, inventor.
¿Qué inventó?. Pues nada menos que una especie de proyecto de máquinas voladoras, precursoras del avión. También, rudimentarias escaleras mecánicas, un barco con rueda de paletas e incluso concibió obras hidráulicas. Además estudió, ya como botánico, la vida de las plantas. Como ingeniero, dirigió la construcción de casi todos los canales de Lombardía y concibió y bocetó una especie de paracaídas. Inventó la cámara oscura. En fin, no hay calificativo que abarque su talento. Porque fue realmente, un elegido.
Como verdadero artista que era, quería ser comprendido, no admirado. Pero fue un ser humano, diría, normal. Porque la gran obra del artista, suele superar al artista.
Tuvo, y no podía ser de otra manera, adversarios. Porque quien expone, se expone. Y los que vuelan, rozan con sus alas a los que no pueden volar. Pero sólo sentía pena por ellos. El rey de Francia, Francisco I, le ofreció el cargo de pintor oficial de la Corte. Aceptó. Fueron años felices, de paz y de creación. Se lo veía radiante.
Y una anécdota final. Abril de 1519. A pocos kilómetros del castillo dónde residía, había un escribano del cual se había hecho amigo.
Le dijo al profesional:
- “Vengo a redactar mi testamento”.
- “Tengo mucho trabajo”, contestó el escribano. “Vuelva por favor en 15 días”.
- “No viviré tanto”, le contestó Leonardo.
- “¿Se siente usted mal?”.
- “No. Pero sé que tengo pocos días de vida. Lo presiento. Le ruego copie ya mi testamento”.
El notario no pudo negarse. Diez días después, un 2 de mayo de 1519, a los 66 años, moría un grande del talento. Y un aforismo final para este ser humano que voló muy alto y que por ello, dejó huellas muy… profundas.
“Hay metas que parecen inalcanzables. Pero hay hombres nacidos… para alcanzarlas”