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    Martín Seefeld y la historia de su gran amigo: el dolor de convivir con una bomba que nunca se fue

    El actor perdió en la AMIA a quien reconoce como "un hermano de la vida". Recuerdos de una situación dramática que decide contar cuando se cumplen 20 años del atentado.

    18 de julio 2014, 03:55hs
    Martín Seefeld y la historia de su gran amigo: el dolor de convivir con una bomba que nunca se fue

    Por Lucas Bertellotti

    No dormía. No le interesaba comer. Ni siquiera pretendía descansar. Cerraba los ojos. Quería que saliera el sol lo antes posible. Necesitaba la luz para volver a buscar a su amigo. Recorrió todos los lugares posibles. Caminaba por Once con la ilusión de encontrarlo mientras deambulaba por alguna calle, desorientado y en estado de shock. Cuando el cuerpo le pedía unas horas de sueño, se acostaba en el piso de un templo de la zona y se agarraba de las manos de quien estuviera al lado. Habían pasado siete días. Faltaba media hora para que la búsqueda se diera por terminada. Estaban preparados los tractores para remover los escombros, la basura, los pedazos de edificio. Hasta que apareció, tapado por fierros, ladrillos y piedras, un cuerpo cubierto de mugre, deformado. Primero le mostraron las pertenencias. Una bolsa con un celular de dos colores. Después vio su cuerpo. De un costado no era nada. No había piel, huesos ni sangre. Del otro, era él, su gran amigo. Le dio un beso en la única mejilla que conservaba. Sintió mucha impresión, pero también paz. Había abandonado, como él describe, la sensación del desaparecido. A su manera, pudo despedirse. Y lo dejó descansar.

    Pasaron veinte años del atentado a la AMIA pero para Martín Seefeld, como para el resto de los familiares, amigos y conocidos de las 85 víctimas, el tiempo no hizo más que estirar el dolor. La herida cicatrizó mal. Hay momentos en los que parece más o menos cerrada, pero después se vuelve a abrir. Cuando se cumple otro aniversario, el actor da a conocer su historia con Fabián Schalit, el gran amigo de su vida que murió cuando, a las 9.53 del lunes 18 de julio de 1994, una bomba inesperada y cruel hizo cambiar todo para siempre. 

    "Que por lo menos aparezcan los culpables y que eso traiga un poco de paz a los que quedaron vivos con la bomba adentro", dice Seefeld a TN.com.ar en un bar en la esquina de Tucumán y Uriburu, justo a la vuelta del edificio de la AMIA (Asociación Mutual Israelita Argentina). Está a unos minutos de ser uno de los oradores de un íntimo encuentro de jóvenes que conmemoran la fecha. Salvo por un video publicado hace unos años, es la primera vez que el actor, de 53 años, relata su pesadilla. Así explica la razón por la que siempre eligió mantener un perfil bajo con respecto a este tema: "Es algo muy sensible. La gente lo único que quiere es figurar, pertenecer y ser reconocida en función de un objetivo. Yo vengo a ayudar hace 15 años y casi nadie lo sabe. Es la ayuda, la colaboración y el tributo que le puedo dar a Fabián".

    Recuerdos del horror

    -Martín, soy Fernanda. Explotó una bomba en la AMIA, Martín.

    -¿Una bomba en la AMIA? No, qué horror...

    -Fabián estaba ahí con Pablo. No te lo quiso decir porque era tarde pero anoche murió su abuelo. Estaba haciendo los trámites...

    -¿Fabián estaba ahí? No...voy para allá...

    En 1994, Seefeld ya era una cara más o menos conocida. Había trabajado en Mi cuñado y Poliladron, entre otras novelas. Pero no le importó. Usó una especie de identificación policial y atravesó todo tipo de controles con el auto. Llegó hasta donde empezaban a verse las ruinas del edificio de Pasteur 633. Se metió entre la gente, se manchó de sangre, gritó, hizo silencio para intentar escuchar los gritos de los que quedaron enterrados.

    La noche anterior se había jugado la final del Mundial de Estados Unidos. Fabián le había pedido a Martín que vieran el partido solos. Así fue. Un rato antes habían jugado al tenis. Ahora estaban tirados en la cama. Los separaba una caja de pizza mientras miraban por televisión el aburrido 0 a 0 entre Brasil e Italia.

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    "En un momento del partido, de la nada, deja la pizza, me agarra la cara y me da un beso en la mejilla. Fue largo y muy incómodo. En mi lado más primitivo lo viví casi como un hecho gay, muy raro. Me shockeó. Fue un beso largo ante un enorme silencio. Cuando terminó, siguió comiendo la pizza como si nada. Yo me quedé petrificado", dice. Y agrega: "Después vinieron mi mujer (Valeria) y la suya y jugamos una guerra de almohadones, como si fuéramos chicos. Nos cagamos a almohadonazos. Nos fuimos a comer juntos. A la 1.30 nos despedimos. Lo entendí 20 días después de su muerte. Manejaba por avenida Libertador después de hacer terapia y en ese momento dije: 'Este hijo de puta se despidió'. Ahí tomé conciencia de lo que había pasado. Me agarró un ataque de llanto. Él estaba siempre antes en todo...".

    En la madrugada del 18 de julio, murió el abuelo de Fabián. A las 8, estaba en la AMIA junto a su hermano Pablo para arreglar los preparativos de la despedida. A su mujer, Fernanda, le pidió que no vaya con él, que no tenía sentido que lo acompañara.

    "Fabián era un ser extraordinario. Un hermano, un chico entrañable, con una enorme alegría de vivir. Estaba en plenitud, formando su familia", dice Seefeld. Habla siempre en un tono pausado. Las respuestas le salen espontáneas y naturales pero, en algún momento de su repaso, es como si los recuerdos lo golpearan demasiado. Es ahí cuando tiene que parar unos segundos para pensar mejor las cosas. No se le quiebra la voz pero su particular forma de expresarse, con precisión en los detalles, énfasis en las palabras que considera más importantes y realzamiento de los gestos que hacen todavía más emotivo y dramático el relato, desaparece. Fabián, que en el momento del atentado tenía 32 años y se dedicaba a la industria textil con un negocio familiar, era un amigo de toda la vida. Se veían prácticamente todos los días. Jugaban al tenis. Iban a la cancha a ver a River. Hablaban de fútbol. Pasaban las vacaciones juntos. Inseparables.

    "El tiempo no pasa. Son situaciones, momentos, olores. La cancha, el fútbol, los amigos. Las salidas. River", dice Seefeld, que como actor tuvo su pico de popularidad siendo protagonista de la serie Los Simuladores, en el 2002 y 2003, y actualmente tiene una productora en la que desarrolla diferentes proyectos. De la paz de haber encontrado el cuerpo al enojo. De ahí, a la indignación. Hoy, su sentimiento es de desilusión.

    "Pasaron 20 años y el tema no se esclareció. Pasaron gobiernos y no se hizo nada... esto que hago yo es venir a ayudar desde un pequeñísimo lugar para que alguien de verdad tome el toro por las astas", dice. Siente impotencia por la falta de justicia y resignación por entender que su causa "importa sólo para los que la vivimos y sufrimos. Después, es todo un gran chamuyo". Y agrega: "Hay, en tragedias como las de Once o Cromañón, algo visible contra lo que se puede luchar. Acá estamos contra alguien invisible. En Once, por ejemplo, hay un tren, un conductor, una máquina. Es una desgracia con otros factores que se podría haber previsto. Acá no hay esa posibilidad de darlo vuelta y decir 'vamos a pelear'".

    Se intuye en cada una de sus palabras. Seefeld todavía convive con la bomba. Es un explosivo que genera un efecto desgaste del que cuesta demasiado luchar. Lo vive en el día a día. En un cumpleaños o una fiesta, reconoce a su amigo en cada sonrisa de quien era su mujer, Fernanda. Lo invade la tristeza cuando entiende que, pese a que ella continuó como pudo con su vida, el daño de haber perdido a quien había elegido como su gran amor es irreparable.

    Admite que la posibilidad de que en algún momento se encuentre y sancione a los culpables del atentado le traería algo de alivio. Asume como consuelo dos momentos: cuando Fabián lo besó mientras miraban la final del Mundial y cuando él hizo lo mismo ante el cuerpo despedazado de su amigo. Parece percibir, en cada oración, cada mirada, cada gesto, que es probable que la bomba no se vaya nunca. A esta altura, ya parece imposible removerla. Sólo queda vivir acompañado al pasado. El dolor no desaparece, quedó para siempre.

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