Graciela Borges es la estrella más exquisita, talentosa y bella de la historia de nuestro cine. Por supuesto hubo otras grandes figuras, pero a ninguna de ellas Jorge Luis Borges le regaló su apellido cuando su padre le prohibió usar el propio. Se ha dicho de ella, con toda justicia, que su piel parece iluminada por dentro, que su cara ha sido terminada a mano.
Es una belleza impar, con una voz estremecedora y una gran actriz. Una dama en Crónica de una señora, una humilde empleada en El dependiente, una jornalera en Zafra, una diosa en Circe y un sueño dorado en Piel de verano. Hizo decenas de películas que sería imposible reseñar; trabajó con los directores más grandes: Leopoldo Torre Nilsson, Leonardo Favio, Raúl de la Torre, Fernando Ayala, Manuel Antín y tantos más. Es, según la definió la revista Vogue de Francia, “la gran actriz del cine argentino”.
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Pero lo que resulta especialmente destacable en una actriz de esa magnitud es que ya en la cima de su fama y con reconocimiento internacional, Graciela Borges apoyó con su presencia y su talento a figuras jóvenes que se iniciaban en el cine, que no tenían prestigio previo, que se lanzaban a ese mundo abismal.
Trabajó en la primera película de Lucrecia Martel (La ciénaga) mucho antes de que se convirtiera en la reconocida directora que es hoy; trabajó con Jorge Polaco (Kindergarten), un director harto polémico; participó en los comienzos de Luis Ortega (Monobloc); apoyó a un prácticamente desconocido Maximiliano Gutiérrez (Tokio); se sumó al debutante Martín Sastre (Miss Tacuarembó) y participó en muchas otras aventuras iniciáticas.
Más allá de su calidad de actriz, del encanto que despliega en su programa de Radio Nacional desde hace años, más allá de sus premios y galardones, de la devoción de su público y de su belleza que no conoce el paso del tiempo, lo que ofrece Graciela Borges al mundo es una forma de generosidad artística que es muy difícil encontrar en las figuras consagradas. Ella pone su nombre y su prestigio al servicio del cine, se arriesga y actúa según el lema que no se cansa de repetir, sobre la importancia del amor. Es el amor: su edad no tiene la menor importancia.