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    Cómo me salvé en mi época de rolinga

    Por Eddie Fitte | El techo nos rozaba la cabeza y jugábamos apretados con fuego en una caja de concreto. No es una metáfora aunque se lea como tal.

    Eddie Fitte
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    Eddie Fitte

    17 de febrero 2017, 17:04hs
    Cómo me salvé en mi época de rolinga

    Hoy tenía que escribir sobre otra cosa.

    No se me ocurría nada que me diera ganas de escribir, de contar para aportar algo nuevo. Y me metí en Twitter, a boludear. De pedo veo una foto de unas zapatillas de lona colgando de un cable acompañada de un texto, que no leo y anoto como pendiente, y me acordé de que fui rolinga. Qué pelotudez, dirán. No hablo de mi elección musical, que les puede resultar cuestionable, además. Me refiero a que cualquiera se preguntaría a qué carajo viene, además, esta salida del clóset musical. “Hola, mundo, fui rolinga, tómenme o déjenme”.

    Me acordé de la escena de la que participé desde un costado, pero con mucho esmero. De hecho, todos mis conocidos de la adolescencia que me cruzan me preguntan si me acuerdo de que era rolinga.

    Yo era de Pilar y siempre me nació buscar la forma de diferenciarme de mi entorno, por una cuestión de falta de coincidencias con respecto a todo en general. Fui glam de KISS, emo de Manson, skater de MXPX, biker de Rancid, alternativo de EOY (mi historia pasa muy poco por acá, y ahora también me impresiona), punkie de Flema y rolinga de La 25. Quizá haya un par de idas y vueltas entre géneros y tribus urbanas, pero más o menos la cronología estética fue así.

    Me gustaba ir a la cancha, tomarme el 57 para venir “al centro” y después el 95 a Avellaneda.

    Me costaba disfrutar de todo esto también, siempre me sentía un alienígena en todos lados. Pero trataba de estar más en la vereda de menor autocuestionamiento existencialista.

    Algunos de mis amigos me bancaban en esa movida. Hasta me pagaban las entradas. Mi viejo estaba con poco laburo desde que su clínica había cerrado en la época de Duhalde. Me acuerdo que una de las últimas veces que bajó la persiana metálica tuvo el primer preinfarto después de su primer ataque al miocardio –que había sido con Menem-. Así, el segundo infarto le vino incluido con el anuncio de la devaluación.

    El techo nos rozaba la cabeza y jugábamos apretados con fuego en una caja de concreto.

    Pero en el medio yo seguía con lo mío. Me tomaba el 57 los domingos y me iba a Parque Centenario a ver a La Mocosa, que tocaba al lado de un arenero. Compraba cerveza del viejo con la heladerita, a veces cervezas de más para conversar con los que también estaban ahí. La Pulposa, La Colosa, Ojos Locos, Vagantes Nocturnos, Los Gardelitos, Jóvenes Pordioseros… creo que veía y después dibujaba su logo con liquid en los escritorios de mi colegio a casi todas las bandas que en su momento hacían algo que todos llamaban rock chabón, rolinga, de barrio, etc. Así como los rastafarianos entendieron que en algún lugar de la Biblia dice que la marihuana es una planta sagrada, todas esas bandas que interpretaron como más se les antojó la música de los Stones. Si había una banda que llevaba más a lo básico la obra de los Ratones Paranoicos y Viejas Locas, yo la iba a ver. Lo mismo con las de Los Redondos. Como Callejeros.

    Me acuerdo que un domingo tocaba La 25 ahí en un lugar que se llamaba República Cromañón. Era como una especie de faceta careta y más sofisticada de Cemento. Ahí llegaban los que prometían los River de Los Piojos o La Renga.

    Eso se notaba por “la fiesta”. Las bengalas, los tres tiros, los petardos que se arrojaban como buscapiés durante “la previa”. Cuando las bandas pasaban temas de Muddy Waters o Chuck Berry para mostrar que, mínimamente, se habían estudiado un toque la herencia musical de a quienes en teoría homenajeaban, el chiste era tirar petardos para que exploten en los pies de los desprevenidos. Se los dice un verde de toda la vida al que le explotaron un par muy cerca de sus zapatillas de lona dibujadas con bic como las del Junior.

    Cómo me salvé en mi época de rolinga

    Pero los músicos de estas bandas se divertían. “¿La están pasando bien?”, te preguntaban al final del segundo tema. Y, qué se yo, en el riff de la primera canción el de adelante me pidió fuego y una brasa de la ignición me saltó en la boca y me quemó todo el paladar, qué querés que te diga. Pero el aguante era así: lo habíamos aprendido en la cancha. La banda que más resaltaba era la que más “fiesta” hacía: explosiones, humo, luces y banderas. Qué mierda importa el partido, si los 90 minutos estamos de espaldas haciendo el aguante porque amamos a nuestro cuadro. El espectáculo somos nosotros. Nuestra pasión.

    En Cemento era así. Entrábamos con las bengalas adentro del jean gastado y medio suelto. El techo nos rozaba la cabeza y jugábamos apretados con fuego en una caja de concreto. No es una metáfora aunque se lea como tal.

    En Cromañón, más. Si queríamos llegar a Excursionistas había que hacer el aguante. Los músicos celebraban a la gente, nosotros ni prestábamos atención a la canción que tocaban. El mejor público del mundo. El que te sigue en las buenas y en las malas. Los demás son todos putos.

    Y eso que yo alguna vez había gritado QEPD de 2 minutos:

    Che vos Rolling Stones, te ganaste tu cajón

    Che vos Rolling Stones, te ganaste tu cajón

    Tu cuerpo se está pudriendo

    las larvas te están comiendo

    gritá, gritá, gritá

    Y ahora estaba con los pañuelos y las lenguas del cuello. Qué vendido. Si me viera el Indio ahora escuchando Soda. Qué traicionado se sentiría. Puf.

    La cuestión es que un domingo tocaba La 25 en Cromañon. Un 25 de diciembre de 2004. Era una parada jodida porque ahí había llenado Jóvenes Pordioseros después de haber pegado un hitazo en la radio, creo que era Descontrolado, que incluso ya estaban versionando las barras del ascenso en sus tribunas. De todas formas, estaba lleno.

    Ese día me di cuenta por qué los restos calientes no caían muchas veces sobre la gente de abajo: se quedaban enganchados en una media sombra que colgaba del techo.

    Estaban los de siempre, los del ambiente. No es que formara parte, pero al menos lo intentaba. Yo había ido con el Gordo, un amigo de Pilar.

    Durante la previa, recuerdo que un borracho medio bardero se puso a agitarlo al Gordo para que cante “yo nací en una villa, sin zapatillas, ni pantalón, yo al Junior lo quiero, lo llevo adentro del corazón” y el lo coreaba de puro cagazo.

    Creo que fue a raíz de eso que nos fuimos para arriba después, porque el chabón se puso medio pesado con la chomba roja y el jogging del CAI que llevaba puesto mi mejor amigo. El show arrancó y el público parecía esas nubes de tormenta que parpadean en chispidos hermosos y truenos furiosos. Era un quilombo.

    De repente, unos boludos empezaron con los tres tiros. Me acuerdo de eso porque era una paja: te ibas arriba más o menos para que no te jodieran con nada y, cuando estos tipos más inadaptados que aparentemente traspasaban los límites implícitos de la ilegalidad, arrancaban con sus explosiones en el aire; los que las pagábamos éramos los de arriba. Si no rebotaba en el techo y volvía a caer ardiendo en pedazos.

    Ese día me di cuenta por qué los restos calientes no caían muchas veces sobre la gente de abajo: se quedaban enganchados en una media sombra que colgaba del techo. Me di cuenta porque ese día se prendió fuego de a poco. Yo estaba cerca, del lado derecho mirando al escenario de frente (tirando al centro cuando se expandió). La apagamos con birra, tirándola desde el vaso de medio litro, y después el tipo de la barra nos dio, por lo menos a mí y a los que hicieron lo mismo, otra gratis por el servicio prestado. El show siguió y no recuerdo qué me pareció, pero sí que volvimos con Cuco, el abuelo del Gordo que nos esperó sobre Rivadavia en el Taunus marrón para llevarnos de vuelta a Pilar.

    Cuco nos preguntó cómo fue y le dijimos que todo bien. Creo que para un chico de 17 de esa época, como era yo, lo que había sucedido era normal: se prendió fuego algo porque nosotros estábamos jugando con fuego. Y nadie nos lo impedía, y desde arriba se celebraba. Cuando llegáramos a (es decir, cuando la banda fuera contratada para tocar en) River, íbamos a hacer la fiesta más grande del mundo. Esas pavadas eran cuestiones lógicas o accidentales: algo salió mal, punto.

    Para el jueves 30 ya teníamos las entradas para Callejeros en el mismo lugar. Se esperaba una fiesta mucho más grande, “explotada”. En el ambiente incluso muchos ya decían que Callejeros ya se había “vendido”, que después de Presión toda la gilada sabía Una Nueva Noche Fría En El Barrio e ir a verlos era un acto de traición a la supuesta tribu que “los seguía desde Cemento”.

    Nunca una estupidez salvó de algo tan grave a un grupo de personas.

    Cómo me salvé en mi época de rolinga

    Yo, por mi cuenta, recuerdo que tenía tres entradas. Una para mí, otra para Maki –un amigo de otro barrio en Pilar- y la tercera para Dani, la hermana del Gordo, mi amigo. Ese martes Dani y yo fuimos a Caballito, barrio en que los bares eran un caldo de cultivo de la movida, y revendimos nuestras entradas.

    No era que no quisiéramos ir, pero Cuco –su abuelo-no nos podía buscar a la salida ya no recuerdo por qué. Al no estar disponible el Taunus para volver de noche, nuestros viejos no eran muy fanáticos de que volviéramos de allá solos después de un show.

    Llegó el día y cada uno hizo la suya, pero nunca nos enteramos qué había hecho con la entrada Maki. Prendimos la tele y vimos que se prendía fuego una bailanta en Once. Después vimos que no era una bailanta. Vimos que era Cromañón. Ese lugar que con cadenas en sus vías de salida supuestamente era un lujo.

    Una enorme gota de lluvia contaminada que derramó la llanta podrida del baldío peligroso en el que nos habíamos metido entre aplausos y alientos de los que después se echaban la culpa entre ellos.

    Veíamos chicos en la tele. Chicos y chicas que conocíamos, sacando chicos y chicas muertos que también conocíamos.

    Maki no contestaba el teléfono. Pasaban las horas y ya había más de 70 muertos y no sé cuántos heridos de distinto tipo. Un pibe gritaba al micrófono que adentro había pilas de chicos y de las puertas sólo salía un humo negro y enfermo que se mezclaba con el vapor de la ciudad y la neblina fúnebre de la calle Bartolomé Mitre.

    Llamábamos a la casa y nada. Como a las 2 horas más largas que había vivido devolvió el llamado. La familia se lo había llevado a Brasil para unas vacaciones exprés que el padre había decidido tomarse. Nos preguntó qué pasaba y les contaba a los que estaban ahí con él. Nadie entendía nada.

    “¿Y cómo pasó eso?”, me preguntaba. Yo no entendía ni sabía cómo explicarlo porque todavía no lo decían en las noticias. Pero tampoco era muy difícil. Era lo mismo que el domingo anterior. Una enorme gota de lluvia contaminada que derramó la llanta podrida del baldío peligroso en el que nos habíamos metido entre aplausos y alientos de los que después se echaban la culpa entre ellos. Músicos, políticos, policías, empleados municipales, empresarios y nosotros alienados por el agite. Un festival de chispas sobre un charco de petróleo crudo.

    Debe ser de las cosas sobre las que más pienso, pero que jamás había vuelto a contar. No por nada en especial, sencillamente no salía. Y quizá hoy, que tenía que escribir sobre otra cosa, finalmente sea una buena oportunidad para justificar una nota sobre mi época rolinga.

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