Dos adolescentes de provincias alejadas entre sí, de pueblos no demasiado grandes, sufren y analizan el racismo, el prejuicio y la discriminación en el corazón de la Argentina. Los ensayos de Juan y Valentina, que fueron seleccionados por el INADI para participar en el Parlamento Federal Juvenil, encienden una alarma en una sociedad que se jactaba de ser un "crisol de razas". Según la visión de estos chicos, algunos argentinos consideramos que hay "razas" mejores que otras. ¿Nos sentimos amenazados por lo distinto?
Negro y basta
Juan Goya es correntino y vive en Mocoretá, al sur de la provincia, en el límite con Entre Ríos. Es expansivo y, a sus 16 años, ya se le nota el espíritu de líder. Tiene una enorme facilidad de palabra y se ve que sabe de lo que habla. Sus lecturas sobre sociología e historia se revelan en su texto, pero también en lo fundamentado de su exposición.
Mocoretá crece a paso acelerado pero es todavía un pueblo. Tuvo su origen con la llegada de inmigrantes: italianos del norte, alemanes y suizos franceses se afincaron en lotes de 40 a 50 hectáreas y probaron distintos cultivos. Maní, tártago y maíz fueron reemplazados por los citrus. Y con la citricultura cambió la composición social del lugar que hasta ese momento tenía un predominio absoluto de europeos de primera y segunda generación, el "gringaje". Con su cultura del trabajo, el sacrificio y sus tradiciones, todavía hoy se escucha a algunos discutir en italiano y suenan los acordeones traídos del Piamonte.
El desprecio se expresa en el lenguaje. 'Hacer cosa de negros' significa que se está haciendo algo mal. Cualquier cosa mala que se ve, la frase que surge es 'Negro y basta'".
"Son ambiciosos, perseverantes. Vieron que las mandarinas, las naranjas y los limones podían crecer en esa tierra excelente y que había mercado, incluso para exportar", dice Juan refiriéndose a sus vecinos.
La actividad necesitaba mano de obra, porque la cosecha y el embalaje se hacen a mano. Entonces, llegaron trabajadores del norte de la provincia, donde se practica la ganadería en grandes estancias y el empleo escasea. Primero, los hombres; después, las mujeres y los hijos. No solamente se acercaban desde el norte correntino: también de Chaco, Formosa, Paraguay y hasta de Brasil.
El paisaje humano de Mocoretá cambió: por un lado estaban los gringos -católicos, orgullosos, cerrados- y por otro, los morochos, con su cultura guaraní, con sus propias tradiciones. "Y empiezan a chocar. Los gringos concentran los recursos económicos y no quieren saber nada de la integración", señala Juan. El índice de delincuencia subió como en todo pueblo que crece, sin embargo la reacción apinta a un grupo: "Culpan a los morochos. Depositan en ellos todo lo malo. Dicen que son vagos, peligrosos, borrachos. El desprecio se expresa en el lenguaje. 'Hacer cosa de negros' significa que se está haciendo algo mal. Cualquier cosa mala que se ve, la frase que surge es 'Negro y basta'", apunta. "Por eso, elegí esas palabras para titular mi ensayo", explica.
La discriminación se manifiesta también en la escuela."Como el hijo del gringo tiene más respaldo y mejores condiciones para estudiar, avanza más rápido. Parece que es más inteligente, pero no es así. Y como a los hijos de los morochos les tienen que explicar varias veces las cosas, tienen más dificultades, los colocan en una división separada", relata.
En el deporte, también hay divisiones: los recién llegados fundaron su propio club, Deportivo Unidos Mocoretá, porque no se sentían representados por el Club Atlético Mocoretá, tradicional de los habitantes de la colonia. Cuando el DUM venció al Mocoretá inesperadamente en un 2 a 1, desde sus camionetas "los gringos" humillaban a los hinchas del equipo vencedor. "Les gritaban: 'Negro, no festejes mucho, que el lunes te espero para que vayas a cosechar'", recuerda Juan.
La discriminación y falta de integración se grafican territorialmente: la parte baja del pueblo es habitada por morochos, la alta, por los gringos. Y en los supermercados, aunque son del mismo dueño se ve claramente que los productos de menor calidad se venden en el barrio de los negros.
Con el crecimiento de Mocoretá, llegaron los funcionarios."Morochos, pero más educados. El policía, el empleado de banco, el funcionario municipal... Y se enamoraron de las rubias de ojos celestes hijas de los gringos y se casaron. Para un gringo, no hay mayor desgracia ni mayor vergüenza que esa porque entonces tienen nietos "negros". Hay familias rotas, que no se hablan, que se ven solamente en Navidad, y por obligación", revela Juan.
La grieta está creciendo. "Nosotros los jóvenes de mi generación somos los responsables de sentarnos a analizar qué es lo que está pasando y encontrar una solución", convoca.
Juan usó una escala de Allport (un sociólogo estadounidense de los años 50) para medir el nivel de racismo en una sociedad. Según los resultados, su pueblo está en el medio de la escala."Lo precupante es que una enfermedad que no se reconoce, no se puede curar. Si no reconocemos que la problemática es nuestra, que somos racistas y xenófobos, no vamos a poder resolverlo", alega Juan con crudeza.
Esvásticas en La Pampa
Para Valentina Martocci, el racismo no fue un objeto de estudio elegido. "De hecho, fue una profesora la que me dijo que escribiera el ensayo y yo ni siquiera le había puesto título", dice. Lo de ella es una experiencia en carne propia. Pertenece a una de las únicas dos familias judías que viven en General Campos, a 200 km. de Santa Rosa, la capital de La Pampa.
Su madre se casó con su papá, un católico no practicante. Cuando llegó a ese pueblo de 1000 habitantes con algunos descendientes de alemanes, su hija cuenta que le gritaban cosas por la calle y la señalaban. Eso la marcó y determinó seguramente sus conductas.
En el pueblo, no hay una presencia visible de judíos. Ni siquiera hay una sinagoga. De hecho, cuando es necesario recurrir a un rabino, hay que trasladarse a una localidad vecina. Es decir, es muy poco probable que los sentimientos antisemitas detectados surjan de alguna confrontación o conflicto real.
Cuando habla de las agresiones que sufrió, Valentina se resiste a pensar que "todos sean así". Pero un compañero con el que se había llevado bien durante toda la primaria comenzó a cambiar cuando creció.
"Empezó a cerrarse, me tiraba indirectas, se dibujaba con birome cruces esvásticas en la mano. Tuvo algunas actitudes en mi contra que yo comenté con mi mamá, pero ella no quería hacer lío ni reclamar. Todo explotó el año pasado, en la votación para ser delegado del curso. Yo era candidata y cuando a él le tocó votar, votó por mi adversario diciendo Heil, Joaquín. E hizo el saludo nazi con el brazo en alto", relata.
En su cuaderno, hay textos nazis, dibujos. Escribió que le gustaría vivir en aquella época, para ver lo que hacía Hitler. Yo no puedo creer que un adolescente piense de eso modo. No se si influirá la familia...", se pregunta Valentina.
Ella es consciente de que es víctima de algo injusto, pero se declara impotente. No sabe exactamente qué se podría hacer para evitar que vuelva a ocurrir. Esto pasó el año pasado."Yo no sé qué puede hacer un profesor si el chico no quiere cambiar. Yo estoy en el colegio y no hablo con él..., pero no alcanza", lamenta.
Los problemas están lejos de haber terminado. Durante una discusión con los chicos de quinto año -Valentina tiene ahora 18 años y está en sexto-, otro estudiante le mandó un audio.
Votó por mi adversario diciendo "Heil, Joaquín" e hizo el saludo nazi con el brazo en alto.
"Decía que yo era una judía rata de mierda y que había que ponerme al horno y gritar "Heil, Hitler" en todo el colegio. Yo publiqué el audio en las redes y me llamó un montón de gente para darme su apoyo, incluso, alguien del gobierno de la provincia", recuerda.
Valentina explotó en un primer momento y reconoce que "estuvo mal" su reacción."Yo reconozco que me enojé y le contesté mal, lo insulté. Después, le pedí disculpas, le dije que me arrepentía. Pero todo el mundo me dice que no corresponden mis disculpas porque lo que él me dijo es infinitamente peor. Y encima, aunque él también me pidió perdón, mi otro compañero, el de mi división, lo justificó", se soprende.
Lo preocupante es que Valentina repite que no sabe qué camino tomar desde las instituciones y está desorientada, aunque nunca pensó que alguien pueda dañarla físicamente. "Yo creo que tenemos una tendencia a ser racistas. Por un lado, no le doy importancia a lo que me pasó, pero por otro me choca. No se puede hablar así y menos un chico que no conoce lo que le pudo haber pasado a tu familia durante el nazismo, ¿no? No creo estar en peligro: la gente me dice que haga algo, pero no sé lo que querrá hacer mi mamá. Yo lo publiqué en Instagram", explica.
El INADI, a través de su delegada, está desde hace meses trabajando sobre el brote antisemita detectado en General Campos entre los jóvenes. Inició un trabajo de sensibilización de la población, en general, y de los docentes y los alumnos, en particular. Fue ahí que Valentina fue alentada a escribir el ensayo. Los esfuerzos en esta localidad pampeana continuarán en los próximos meses.