Nuestro país es tan extenso como interesante. La Argentina se cuenta a sí misma a través de escenas cotidianas: en el gusto de una empanada, en los tambores del candombe, en la palabra que llega del guaraní o del quechua y se mezcla con el lunfardo. Hay múltiples escenarios posibles, y todos ellos se encuentran en cada una de las 23 provincias que la integran.
Pero la diversidad cultural no vive solo en los libros de historia: cada encuentro, cada costumbre heredada o adoptada, habla de un país que se construye en capas, donde el pasado y el presente se mezclan como ingredientes de una misma receta.
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Celebrar el 12 de octubre hoy es mirar esa trama invisible que une a las personas más allá de su origen; es reconocer que en la diferencia también hay identidad, y que cada cultura aporta un modo distinto de habitar el mundo, de mirar, de sentir y de compartir.
Diversidad en lo cotidiano
Más allá de las efemérides, la diversidad cultural argentina se sostiene en prácticas concretas: en cómo se transmite una receta familiar, en la forma de hablar que combina lenguas y acentos, en la manera en que los barrios celebran sus fiestas. Es una herencia viva que cambia con el tiempo y que hoy encuentra nuevas formas de expresión.
“En una misma ciudad pueden convivir tradiciones muy diferentes: desde una feria artesanal con raíces indígenas hasta un festival de colectividades europeas o latinoamericanas. Eso hace de la vida diaria una experiencia multicultural constante”, explica Matías Valcarce, Licenciado en Historia (UBA).

Por su parte, Diego Muruaga, docente de Historia, destaca el rol de las nuevas generaciones: “Hoy la diversidad se expresa a través de la valentía de los jóvenes, que revalorizan la historia del otro y buscan construir una sociedad más inclusiva, donde las minorías dejen de serlo”.
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Lejos de ser un fenómeno reciente, la diversidad cultural es fruto de siglos de mestizaje y de la convivencia entre pueblos originarios, afrodescendientes y migrantes. “Los pueblos originarios aportaron saberes sobre el trabajo comunitario y la relación con el territorio; los afrodescendientes dejaron huellas profundas en la música y la cultura urbana; y las migraciones trajeron lenguas, costumbres y sabores que enriquecieron nuestra identidad”, agrega Valcarce.
A su vez, Muruaga coincide y señala que estos grupos “son los guardianes de mitos, leyendas y creencias que ayudan a construir un individuo del siglo XXI con un bagaje cultural propio, pero abierto al diálogo con los demás”.
Memoria, identidad y nuevos desafíos
Fue el mismo Peteco Carabajal, en su canción Los indios de ahora, quien recuerda la presencia constante de la herencia indígena: “Renace constantemente la vida sobre la tierra, el espíritu del indio regresa a nuestras conciencias”. Su obra celebra la memoria de los pueblos originarios y la importancia de mantener viva esa conexión con la tierra y la historia.
En la misma línea, Charly García reflexionó en una entrevista al respecto, y expresó que “la cultura es el grado de felicidad del pueblo”, entendiendo a la cultura no solo como un valor simbólico, sino como un componente esencial del bienestar y la convivencia. Ahí está presente nuestro espíritu cultural.
Tanto Valcarce como Muruaga coinciden en que la memoria colectiva es clave para sostener la identidad. “Sin memoria, la identidad se debilita”, afirma Valcarce, mientras que Muruaga advierte que “la memoria histórica es indestructible y debe ser cuidada desde las instituciones formales y también desde las artes, la música o la danza”.
Sin embargo, ambos remarcan que, aunque hoy existe mayor apertura hacia lo diverso, todavía persisten prejuicios y formas de invisibilización cultural. “A veces cuesta ver la diversidad como una riqueza porque el miedo o el desconocimiento nos hacen resaltar las diferencias antes que los puntos de encuentro”, reflexiona Muruaga.
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Además, en un nuevo hoy, no hay que olvidar que la memoria se transmite también por nuevos caminos: las redes sociales, los podcasts, los canales de YouTube o las producciones audiovisuales hechas por jóvenes que cuentan las historias de sus comunidades. Allí, la tradición dialoga con lo digital: una receta familiar se comparte en TikTok, una copla ancestral se reinterpreta en clave urbana, una lengua originaria encuentra espacio en un video viral. La tecnología, antes vista como amenaza para lo cultural, se convierte así en una aliada para mantener vivas las raíces y difundirlas más allá de los territorios.

De la teoría a la práctica: reinventar nuestras raíces
Comprender y valorar las diferencias implica un ejercicio constante de empatía y de escucha activa, que va más allá del reconocimiento formal de derechos y se refleja en la práctica cotidiana. Algo que hoy sigue latente en muchos y se ausentó en otros.
Para ambos docentes, promover una mirada inclusiva requiere más que conmemoraciones: implica educar en la empatía y en el conocimiento del otro. “La educación tiene que ser un puente”, afirma Muruaga. Y continúa: “Si en las aulas hablamos de las culturas originarias, afrodescendientes o migrantes como algo vivo y no solo histórico, ayudamos a derribar prejuicios.”
Valcarce coincide y subraya el rol de los medios de comunicación al respecto: “La forma en que se cuentan las historias importa. Mostrar una comunidad indígena o una colectividad migrante desde la riqueza de su aporte y no desde la carencia cambia la percepción social”.

Nuevas generaciones, viejas raíces
En las nuevas generaciones, la diversidad ya no es una consigna, sino una forma de estar en el mundo. “Hay una búsqueda genuina, una curiosidad por lo ancestral que antes estaba dormida. No es nostalgia, es reconocimiento: entender que el futuro también se construye con raíces”, detalla Muruaga.
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Valcarce lo complementa con una mirada histórica: “Durante mucho tiempo se pensó la identidad nacional desde la homogeneidad, como si todos debiéramos parecernos. Hoy los jóvenes entienden que ser argentino también es ser diverso: hablar con distintos acentos, comer comidas distintas, celebrar de modos distintos. Esa conciencia cultural es una conquista reciente”.
La diversidad cultural, coinciden, no es un desafío que resolver sino una riqueza que abrazar. Está en los colores del carnaval, en las palabras que heredamos, en los sonidos que se cruzan en una playlist. “Aceptar y comprender nuestras diferencias enriquece la vida cotidiana”, resume Valcarce.