El 27 de mayo de 1978, Juana Pabla Benítez entró en trabajo de parto consciente de que unas horas después, su alumbramiento ingresaría en los libros de historia: daría a luz a la primera niña nacida en la Antártida. El frío polar era intenso, sin embargo una moto de nieve se convirtió en una improvisada ambulancia y con dificultad bajó los 80 metros de distancia que existían entre la casa familiar que habitaba desde hacía menos de tres meses y la base Esperanza, el centro de operaciones en esa porción inhóspita del territorio nacional.
Allí, con más ímpetu que herramientas, un médico sin experiencia en obstetricia se ocupó de atender el primer parto de su vida: el de Marisa DelasNieves Delgado. En esa comunión, en el punto más austral del mapa, nació a las 7.05 de la tarde y por parto natural, con un peso de 3750 kilos, la beba de hielo, como la llamarían todos los medios de la época.
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Pero la historia de Marisa se escribió mucho antes del día que vio la luz y está ligada a los planes de reivindicación de soberanía nacional sobre ese sector del continente. El proyecto de poblar la Antártida con familias argentinas se había gestado en la década del 40 y comenzó a materializarse en los 50, pero quedó trunco con el golpe de Estado a Juan Domingo Perón. Fue en 1977 cuando se retomó la idea y se convocaron a distintas familias para formar parte de esta misión.
En ese contexto, a comienzos de 1978, los Delgado llegaron a la Base Esperanza junto a otras siete familias para pasar el primer invierno en el continente. Convencerlos fue fácil: Néstor Arturo Delgado, suboficial del Ejército Argentino, conocido como “Coco”, ya había viajado a la zona en dos misiones en los años 1974 y 1976, y era un apasionado del desierto blanco. Solo restaba tentar a su esposa y a sus dos hijos para arrojarse a la aventura.
La tarea fue sencilla. “Mi mamá cuenta que cuando mi papá le dijo que podían ir todos en familia, no lo dudó. Ella también tenía la ilusión de ir a conocer, pero pensaba que era un imposible, porque solo iban los hombres. Además ella no era ni militar ni científica, así que menos posibilidades todavía”, explica Marisa en diálogo con TN y cuenta cuál fue el requisito excluyente que le pusieron a su madre: durante un año no podría regresar a su casa. “Las misiones son así, de un año calendario completo, de verano a verano para evitar problemas climáticos como el congelamiento del mar por el que se desplaza el barco”, aclara.
Fue entonces que la mujer y sus dos hijos, Norma Rosa y Néstor (que en ese entonces tenían 14 y 6 años, respectivamente), prepararon absolutamente todo lo necesario para pasar 12 meses en territorio helado y dejaron su vida tal cómo la conocían atrás. Literal. “Tenían esa cultura de la familia unida en las buenas y en las malas, debajo de un puente o en un palacio. Lo que mi mamá más añoraba en ese entonces era ver el lugar que a su marido lo había enamorado tanto y acompañarlo en la soledad de esa experiencia. Por eso siempre digo que mi historia está basada en el amor y los valores de la familia”, asegura la joven, que ya tiene 46 años, se recibió de abogada y vive en Nueva York.

Los días en el frío polar
La vida en la Antártida no era sencilla, sin embargo se asentaron allí un total de 8 familias. Las dificultades, infinitas. No tenían cloacas ni agua corriente, por lo que debían ir a buscar hielo a 300 metros, picarlo y procesarlo para obtener agua. La alimentación se basaba en productos deshidratados, y los lujos eran escasos. “Mi hermana siempre esperaba las encomiendas de mi tía porque le mandaba una manzana o una pera. Era un lujo tener una fruta fresca”, recuerda Marisa.
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Entre las anécdotas culinarias que los Delgado se trajeron de la península, estás las peripecias de su padre para hacer las tortas de cumpleaños de todos los niños: “No sé cuántas veces tuvo que hacer la crema chantilly, porque el huevo era en polvo y no le daba la temperatura ambiente. Tiró uno tras otro hasta que logró encontrar el punto”.
La calefacción era el punto crucial, ya que dependían de combustibles limitados y la electricidad se apagaba a las 11 de la noche para racionar energía. “Mi hermana se intoxicó por la calefacción, al menos tres o cuatro veces durante el año, porque no teníamos ventanas. A la noche apagaban todo, la temperatura descendía a 10 o 14 grados bajo cero. Tampoco podían escuchar radio de noche, así que era bastante desolador”, explica.
La organización en la Antártida era colaborativa, como una comunidad vieja escuela. Alejadas de la base militar que funcionaba como centro de operaciones se construyeron cinco viviendas. “Mi casa era la número tres, ahí pasé mis primeros seis o siete meses de vida. La Antártida fue mi primer hogar”, añora a la distancia, física y temporal.

Cada uno de los adultos cumplía un rol crucial. El padre de Marisa era el cocinero oficial y cada mañana se trasladaba al edificio principal y preparaba los desayunos, almuerzos, meriendas y cenas para todas las familias y para el personal que vivía en la base. Las mujeres retiraban las viandas que le correspondían para su familia y las raciones de alimentos eran equitativas según la cantidad de integrantes. “Tuvo que aprender a cocinar de cero porque por ejemplo, la cebolla era en polvo, el ajo también, las frutas y verduras disecadas”, aclara sobre la labor paterna. Todos se movían en las largas distancias en motos o trineos tirados por perros polares.
Si querían lavar ropa, también tenían que ir a la base militar, ya que solo había tres lavarropas para todos. Algunas mujeres se desempeñaban como docentes de nivel inicial y de primario para educar a los chicos con la modalidad a distancia. Otras, se ocupaban de la administración de la radio. Con todo tan planificado, la comunidad lograba recrear un ambiente de normalidad.
Sin embargo, muchas veces se hacía cuesta arriba y vivir sin todo lo conocido y alejado de los afectos complicaba el plan. “Antes de viajar mis padres tenían que prever absolutamente todo por un año: desde la ropa hasta los regalos de cumpleaños”, explica Marisa. “Si me iba a salir un diente, si a mi hermano le crecía el pie, si se iban a acabar los útiles, los regalos de cumpleaños, si planeaban un casamiento o ampliar la familia, todo tenía que estar planificado porque una vez allí no se podía volver ni comprar nada”, cuenta.
“Me bauticé en la Antártida, hubo un casamiento unos meses antes de que naciera y esa pareja son mis padrinos de bautismo. El señor que se casó ya había pasado un año con mi papa anteriormente y tenían relación. Mi hermana cumplió los 15 allá y le hicieron una fiestita”, asegura sobre los eventos en tierra lejana. Pero como todo, a su madre le comenzó a pesar la distancia y ya sentía la carga del aislamiento. Quedarse más tiempo del previsto ya no era una opción.

Visibilizar la experiencia
En total se dieron 11 nacimientos, ocho de ellos correspondientes a familias argentinas y otros tres de padres chilenos. A fines de los años 70, Argentina quiso propiciar que algún niño de esa nacionalidad naciese en la Antártida, como apoyo para su reivindicación de soberanía sobre un sector del continente helado. El plan se cumplió el 7 de enero de 1978, cuando Emilio Marcos Palma, hijo de un teniente coronel del Ejército, nació en la Base Esperanza. El segundo parto se dio con el nacimiento de Marisa, la primera mujer.
Con el paso del tiempo, Marisa creció y su familia regresó al continente. En la adultez, estudiar Derecho en la Universidad de Lomas de Zamora le permitió comprender la importancia de su historia: “Cuando era chica no se hablaba de la Antártida. Yo decía que había nacido ahí y a nadie le importaba. Ya cuando empecé la facultad fue distinto, hablé con un profesor de Derecho internacional y caí en lo que significaba. Yo siento lo mismo que cualquier persona siente por el lugar en el que nació, ese sentimiento de pertenencia, el orgullo de su pueblo natal. Pero no podía ir a visitarlo como hace el resto de la gente, por eso me conformaba viendo diapositivas”.
Entonces comenzó el operativo para, de algún modo, cerrar su historia. Años de trámites burocráticos hasta conseguir el permiso para volver al lugar donde nació. En el año 2000, con 21 años, pudo regresar a la Base Esperanza, donde durante 25 días revivió los relatos familiares y reconstruyó su identidad. La emoción de pisar nuevamente su tierra natal fue indescriptible, aunque también dolorosa: su casa ya no existía, y muchas estructuras habían sido demolidas o destruidas con el tiempo. “Recuerdo que cuando bajé del helicóptero me quedé tildada en la puerta mirando el piso. Me temblaban las piernas y me puse a llorar”, confiesa la joven, que años después trabajó en el servicio penitenciario hasta que conoció a su actual pareja y se mudó a Nueva York, donde formó su propia familia.
“Fue raro porque todos seguían con sus actividades entonces no tenía mucho para hacer. Un día me iba a la cocina, otro día a la radio, otro al taller mecánico, otro a la escuela, otro a la usina. El clima tampoco ayudaba, unos 15 grados bajo cero de día, unos 20 a la noche. Los días fueron soleados así que podías estar afuera a las cuatro o cinco de la tarde”, recuerda.

El reconocimiento oficial también fue una lucha porque la base militar donde se dieron los nacimientos y que albergaba toda la documentación de aquellos años, se incendió. “Hasta hace poco ni siquiera tenía mi partida de nacimiento”, revela Marisa, que el año pasado con 45 años tuvo que ir a gestionarla a Ushuaia. En 2003, el Congreso de la Nación entregó un reconocimiento a los nacidos en la Antártida, y en 2023 Marisa logró contactarse con los otros argentinos que comparten su particular historia. Algunos de ellos ni siquiera tenían su partida de nacimiento registrada. “Fue un alivio dar con ellos, sentir que existíamos. El hilo conductor que nos une es el mismo. Me di cuenta de que lo que sentía no era algo aislado, sino que compartíamos una identidad”, explica.
Ese encuentro fue esclarecedor para ella: “Nos juntamos, me hizo bien, sentí que existíamos. Confirmé que mi forma de pensar y mis sentimientos no eran una fabricación mía, no era que yo me sentía especial ni que quería aparentar algo como me solían decir todos. Me sentía sapo de otro pozo y ni recuerdos tenía de mi tierra. Cada uno de ellos fue formando su vida, con un desarrollo distinto, pero del 90 por ciento podés sacar un diagnóstico: cinco de ocho vivimos en el exterior”.
Esta experiencia la motivó a crear Native Antarticans Foundation, una organización que busca visibilizar la Antártida no solo como un laboratorio natural, sino también concientizar sobre la importancia de la conservación de su ecosistema desde una perspectiva humana.
“Somos personas como cualquier otro, tenemos sentimientos como todos los demás y queremos aportar nuestra visión”, explica Marisa, quien asegura que el lugar es un ejemplo de convivencia humana en condiciones extremas: “No me conforma que solo se considere a la Antártida como un territorio de investigación científica. Para mí, es mi pueblo, es mi tierra natal”.

Actualmente, Marisa y sus compatriotas brindan charlas y actividades en colegios y seminarios para difundir su historia y fomentar el reconocimiento de la Antártida como un lugar donde la humanidad ha demostrado que es posible vivir en armonía. “Estamos explorando la vida en Marte, pero tenemos la Antártida como ejemplo viviente de que el ser humano puede convivir en paz en condiciones extremas”, reflexiona.
“Se creó un tratado donde muchas naciones acordaron habitar este territorio en armonía. Eso debería inspirar a las generaciones futuras. Prefiero que sea vista de esa manera, poniendo la vida utópica que todos teníamos de ejemplo viviente. Sí se puede. El poder de desarrollar un sistema que podamos respetarnos y a la naturaleza, ya se hizo”, asegura la mujer, que desde su fundación organiza la Expedición Antártica para noviembre, un viaje de 11 días abierto al público que partirá desde Ushuaia y que se hará en compañía de expertos antárcticos y de un nativo.
Pese a que su proyecto inicial (y que aún no abandona) es que puedan volver todos juntos los nativos a su tierra, hasta el momento no pudieron y pese a que presentaron una carta pidiendo ese permiso, no les fue concedido.

Sin embargo, ella pudo volver en enero y el sentimiento fue indescriptible: “Hice un viaje en un crucero de navegación y sentí mucha ansiedad cuando llegamos. Respirar el aire, mirar el paisaje, me gustaría volver con mi familia. Mi papá falleció hace tres años, me encantaría compartir con mis hijos, mostrarles el lugar donde nació mamá, mis primeros recuerdos familiares. Mis hermanos, todos pueden ir al lugar donde nacieron, donde estudiaron, cada vez que quieren, pero yo no”. Para ella, la Antártida es mucho más que un desierto helado: es el testimonio vivo de un proyecto, un sueño y una identidad que merece ser contada.