El fast food fue un invento argentino durante algo más de 20 años. O al menos así era para los argentinos que caminaban los primeros y violentos años setenta. Antes de la llegada de McDonald’s y Burger King a la región, antes de que la inmensa mayoría supiera de la existencia de la comida rápida, el país fue testigo del nacimiento, auge y caída de Pumper Nic. Una idea disruptiva en el país del bife de chorizo: hamburguesas. ¡Y sin mozos! Llevada adelante por la familia de un carnicero que escapó de los nazis, llegó sin nada e hizo carrera en el rubro hasta convertirse en rey.
Una historia demasiado buena como para seguir esperando a que alguien la contara. Y así lo hizo la periodista Solange Levinton, que trabajó durante veinte años en la hoy cerrada agencia Télam. Ella se topó con esa historia un poco de casualidad, buceando en sus propios recuerdos, googleando al tuntún, durante ese tiempo en paréntesis de la pandemia. Y necesitó contarla.
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Entonces supo de un concurso de proyectos de no ficción del sello español Libros del Asteroide, y mandó el suyo. Pero estaba tan convencida de que era una historia demasiado argentina que se olvidó del asunto. Al punto que cuando, meses después, recibió una llamada con un prefijo raro, pensó que querían venderle algo y colgó. Eran los españoles para anunciarle el premio.

Un sueño made in Argentina. Auge y caída de Pumper Nic es una historia tan apasionante y asombrosa como nostálgica y emotiva para los que alguna vez, chicos o no tanto, pasaron por ahí. Un rescate de lo destinado al olvido, que tira del hilo de un recuerdo feliz (las tardes en “Pumper” con su abuela Rosita después del colegio) para encontrarse con los de muchos otros. Una memoria colectiva hecha de recuerdos felices que abarca a clientes y empleados. No debe haber muchas empresas que, décadas después de su desaparición, mantengan grupos de Facebook de extrabajadores para compartir algunos de esos recuerdos.
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“A medio siglo de la inauguración del primer local, este es un intento por revelar la historia desconocida detrás de esta marca que atravesó la vida de una generación que hoy ya es adulta y que sobrevivió al paso del tiempo para transformarse en una leyenda —escribe Levinton—. Pero, también, es un libro sobre una empresa argentina que, copiando descaradamente el fast food norteamericano, revolucionó la cultura alimentaria de un país y se convirtió en la cara visible y aspiracional del sueño americano en el sur de Latinoamérica”.

Además de la historia de una marca, de una empresa, y de la familia que está detrás, la de Pumper Nic es una saga que permite observar parte de la historia argentina reciente. El primer local, en la calle Suipacha, inauguró en octubre de 1974. Había muerto el expresidente Juan Domingo Perón y la violencia política mostraba una realidad de terror, mientras puertas adentro de ese enorme local se vivía un clima de ilusión y expectativas.
El dueño Alfredo Lowenstein tenía 29 años. Era el hijo menor de un inmigrante judío que había llegado sin nada desde Alemania, al escapar de los nazis. De oficio, carnicero. Primero en la colonia entrerriana de Basavillbaso, después en los alrededores de la capital, Ludwig, reconvertido en Luis, pasó de llegar con una mano adelante y otra atrás a construir un imperio basado en la carne.
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Sus tres hijos varones siguieron sus pasos. El mayor, Tito, fundaría Paty, hoy sinónimo de hamburguesas, y luego, Las Leñas, el centro de esquí. Roberto, el del medio, montó un exitoso frigorífico avícola, una distribuidora de cine, una financiera, entre otros negocios. Alfredo inventó Pumper Nic, un lugar que cambiaría la cultura alimentaria de los argentinos y que se mantuvo en pie durante casi 25 años, atravesando dictaduras y crisis económicas.

“Hay algo de tomar ideas, en la construcción de Pumper Nic, que tiene bastante de viveza criolla —dice Levinton a TN—. Por ejemplo, podría haber pagado a un diseñador para que le hiciera su propio logo, en lugar de copiar el de Burger King. Pero tener dinero no es condición para generar ideas brillantes y, si algo caracterizó a Alfredo en esa familia, fue que tenía una visión de negocio muy impactante. La gente le decía que un fast food en Argentina no iba a funcionar, que cerraría a los dos meses. Y él lo hizo contra viento y marea. Tomó una idea que había visto y funcionaba afuera, pero tuvo la insolencia de traerlo acá y hacerlo a su manera”.
Había un hipopótamo como mascota y logo, dibujado en los cestos de basura: alimente al hipopótamo. Había unos mantelitos particulares, una estética moderna y diferente que, después del shock inicial, convirtió al primer local de Pumper en uno de encuentro de jóvenes. El principio del éxito. Tan de moda se puso que Soda Stereo lo eligió para presentar su primer disco.

Lejos estaba la competencia de siquiera anunciarse en la región. Lejos también la mirada acusatoria hacia la comida rápida desde el punto de vista saludable. El menú de Pumper Nic era mucho más interesante que el de las grandes cadenas estadounidenses. Lo habían armado en torno al Pumper, el sándwich de hamburguesa grande con lechuga, tomate, pepino encurtido, aros de cebolla. También ofrecían el Mobur, sándwich de queso, jamón cocido, huevo a la plancha y pan chico; y el Chick Nic, sándwich de pollo rebozado frito. Las papas fritas eran Frenys.
“Nadie iba a comer ahí porque fuera saludable. Iban, sobre todo la juventud, porque era moderno, era revolucionario, era comer como en Estados Unidos —dice Levinton—. Podemos pensar que éramos más inocentes, pero es que era todo absolutamente nuevo. El foco de los consumidores, en principio todos jóvenes, no estaba puesto en la comida, en el hecho de comer. Era lo que esa nueva forma de comer representaba para la juventud”.
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Cuesta decidir qué resulta más fascinante, si la historia de los Lowenstein o la de Pumper Nic. La de un migrante judío que sin hablar el idioma salió tan adelante que montó un imperio económico (desde un frigorífico de exportación a una empresa de real estate en Miami) literalmente de la nada. O la de la marca que inventó su hijo menor, convocando a generaciones de argentinos. Que tuvo una explosión, con decenas de franquicias por todo el país, y un triste y solitario final.
Entre otras cosas, como el Paseo de la Infanta y el Paseo Alcorta, los Lowenstein crearon Paty, la primera hamburguesa comercial de la Argentina, con la que lograron lo que toda marca quiere: convertirse en un genérico. Crearon Las Leñas, uno de los centros de esquí más grandes de Sudamérica. Y crearon una marca que su mención es hoy puerta a la nostalgia.

Como ciertos templos del rock y la noche que hoy son estacionamientos o nada, como el Italpark, Pumper Nic merecía también un soporte, libro o película documental, que dejara registro. Al fin y al cabo, es el registro no ya de una cadena de comida, sino una memoria afectiva común, de una construcción social.
“Sí, Pumper Nic entra en ese mismo container de lugares que ya no existen y que significaron o fueron el escenario de un montón de cosas para una generación —dice Levinton—. Lugares que son refugio de un presente hostil y recuperan ese lugar en que fuimos felices y que ya no existe. Como una forma de volver un ratito. Cuando no estemos más los que fuimos a Pumper Nic, cuando desaparezcan esos mantelitos y fotos de cumpleañitos que andan dando vueltas, Pumper Nic no va a existir más. Nadie sabrá que eso existió. Eso sucede con las cosas analógicas, a menos que a alguien se le ocurra filmar un documental. Son formas de mantener viva la propia historia”.