Osvaldo Gómez recuerda con claridad la noche del 30 de diciembre de 2004. Tenía 24 años y un hijo de 4 años llamado Tomás. Aunque su vida giraba en torno al trabajo, el fútbol y la música, no sabía que ese día se vería involucrado en una tragedia que marcaría la historia de la Argentina.
“Era un pibe común, trabajando porque tenía que mantener a mi hijo. Ese 30 de diciembre había trabajado hasta tarde y llegué un poco después a Cromañón. Mis hermanos iban a ir ese día, pero como me quedó el tiempo justo, les dije ‘bueno, vamos todos juntos’”, explica Osvaldo, oriundo de Villa Celina, que aquella noche ingresó tarde al boliche, apenas cuando faltaban pocos minutos para que Callejeros saliera a tocar.
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Cuando todo comenzó, si bien sintieron que la desesperación se había apoderado del lugar, Osvaldo y sus amigos, atrapados en medio del caos, lograron salir, pero no sin miedo y angustia. “Yo creía que era una más de esas que pasan en un show, donde se apagan las luces y enseguida se prende de nuevo. Pero no fue así. A medida que las puertas se abrieron y la gente salió como un embudo, yo fui uno de los afortunados que pudo escapar”, recuerda sobre aquel momento crítico.
“Nos salvó haber llegado tarde, sinceramente. Estábamos con otros chicos del barrio y entramos justo después de la banda soporte. Con la gente empujando para salir, salí solo, la propia presión nos llevó afuera”, asegura Osvaldo.
El tiempo que siguió al 30 de diciembre fue de luto y sufrimiento, no solo para las víctimas, sino también para los sobrevivientes como Osvaldo, quien cargó el peso de haber vivido una tragedia que se llevó la vida de 194 personas. “Me junté con un montón de gente que pasó por lo mismo. No fue algo planeado, pero nos encontramos, compartimos el dolor y buscamos la manera de hacer algo por las víctimas”, cuenta acerca del compromiso que asumió para pedir justicia por quienes ya no están.
Pero la vida de Osvaldo no solo estuvo marcada por Cromañón. En enero de 2007, dos años después de la tragedia, su vida daría otro giro inesperado tras ser detenido por error. “Venía caminando, tranquilo, cuando me pararon para una averiguación de antecedentes. Nunca había estado preso, nunca había tenido problemas con la Justicia”, explica.
Lo que parecía ser una simple verificación de antecedentes terminó en un proceso judicial erróneo que marcó su vida. “Me dijeron que no tenía antecedentes, pero luego me esposaron. Yo estaba tranquilo, no entendía qué pasaba. Después, me acusaron de un caso de violación, pero no tenía nada que ver. Mi ropa, mi aspecto, no coincidían con la denuncia. Sin embargo me llevaron a la comisaría 40 y me mantuvieron allí todo un domingo, sin saber qué pasaba”, relata Osvaldo.
La acusación surgió de una denuncia que señalaba a un hombre con una remera roja y ciertos rasguños. Osvaldo, que vestía una mochila negra y no tenía ninguna marca en su cuerpo, fue vinculado a otros casos de violaciones en la zona sin pruebas claras. “A mí me relacionaron con todos los casos de abusos sexuales de la zona que había cometido esta persona. Al final, era una mera coincidencia, pero ya me habían atrapado”, rememora.
El calvario de la detención
Durante las horas en la comisaría, Osvaldo no solo vivió el terror de ser acusado injustamente sino también la desinformación de su familia. “Mi hermano y mi expareja no sabían dónde estaba. Me buscaban en hospitales, comisarías, pero yo ya estaba ahí, encerrado. Fue el día más largo de mi vida”, cuenta. Finalmente, su familia logró enterarse de su paradero, pero el proceso judicial siguió siendo una pesadilla: “Me trasladaron a tribunales, me empaparon de denuncias que no tenían nada que ver conmigo, y por todo eso estuve detenido más de un día. Fue todo tan sucio, tan irregular”.
Durante los meses que siguieron, su vida cambió radicalmente, no solo a nivel físico y emocional, sino también con respecto a cómo veía el sistema judicial y el poder del Estado. La experiencia vivida dentro de la cárcel le permitió adaptarse a una situación extrema, que al principio parecía incomprensible y aterradora, pero con el tiempo empezó a entender los códigos internos y las dinámicas del lugar.
El proceso judicial fue un golpe tras otro. A pesar de que las pruebas demostraban que no estaba involucrado en el crimen que le atribuían, el sistema no parecía interesado en escuchar. Los abogados pedían la excarcelación, pero las respuestas siempre eran negativas. Cada vez que llegaba una nueva resolución o que sus abogados le daban esperanza, la justicia le daba un portazo en la cara. Todo parecía estar diseñado para mantenerlo dentro, sin importar la verdad.
Finalmente, cuando la verdad salió a la luz y fue liberado, lo que más le dolió fue la falta de una verdadera reparación. El Estado nunca se hizo responsable de los daños causados, ni de los meses de sufrimiento que había vivido. No solo perdió el tiempo, sino que fue tratado como un criminal, incluso cuando todo lo que había sucedido era un error. La excusa oficial fue que actuaron “en el marco de lo que decía el código”, pero eso no le devolvía lo perdido. En agosto de 2007, tras una prueba que permitió dar con el verdadero culpable de las violaciones, Osvaldo fue liberado.
Sin embargo el daño estaba hecho. Su nombre había sido manchado, su vida interrumpida y sus relaciones, familiares y laborales, profundamente afectadas. El hecho de que el sistema judicial nunca se responsabilizara por las equivocaciones, que no le ofrecieran ni siquiera un reconocimiento de su sufrimiento, lo llenaba de una indignación que aún no se apaga. Al final, el proceso no solo fue una experiencia de supervivencia, sino una lección brutal sobre cómo el sistema puede destruir vidas sin consecuencias para quienes lo administran.
El aprendizaje que le dejó la experiencia en la cárcel
“En el penal, la rutina era la misma todos los días. Te levantabas, te daban la comida, y todo lo que hacías era estar a la espera de algo que no sabías cuándo llegaría: el final de esa etapa. Mientras tanto, tu mente se volvía un campo de batalla, entre la desesperación y el recuerdo de lo que habías perdido. Recuerdo, claramente, cómo me sentía en ese primer pabellón de ingreso, caminando por ese pasillo largo y frío, sin saber qué me esperaba. Mi cabeza solo pensaba en cómo sobrevivir, cómo no dejarme vencer por el miedo”, recuerda Osvaldo.
Luego agregó: “El tiempo en prisión también me enseñó algo: la resiliencia. Al principio, todo me parecía un mundo ajeno, pero con el tiempo comprendí que si no me adaptaba, iba a perderme por completo. El sistema, con sus reglas y castigos, trataba de quebrarme, pero algo dentro de mí seguía luchando, y ese algo era la idea de que algún día, todo esto iba a terminar. La paciencia se convirtió en mi mayor virtud. Vivir el día a día, sin pensar demasiado en el futuro, sin dejar que el peso de los recuerdos me aplastara”.
El primer año fuera de la prisión fue el más difícil. Osvaldo sentía que todo le era ajeno: el sonido del colectivo, el color de los billetes, hasta la comida le sabía diferente. “Me encerré en mi casa, evitando la mirada de los demás, temeroso de que me reconocieran y me señalaran. Nadie me dijo ‘te entendemos’, o ‘acá tenés un trabajo, acá tenés una oportunidad’. No hubo ayuda, solo el eco de una sociedad que te excluye. Pero mi familia, mi hijo, mi hija, mi pareja, fueron los que me dieron la fuerza para seguir. Fue a través de ellos que comencé a reconstruir mi vida, paso a paso, como si cada día fuera una pequeña victoria”, sostuvo.
Pero el verdadero reto vino después. “¿Cómo te reinsertás en la sociedad cuando todo lo que conocías desapareció? Cuando salís de la cárcel no hay nadie esperándote con los brazos abiertos, no hay un plan de acción, ni un camino claro para volver a encontrar tu lugar. La sociedad te ve como un número, una estadística más, sin entender lo que has pasado, lo que has tenido que hacer para sobrevivir. Y así, salí al mundo, con las manos vacías, con el corazón lleno de miedo y dudas”, reflexionó.
Osvaldo completó: “Hoy, a mis 43 años, trabajo con bandas y artistas. Es un laburo que me apasiona, que me da una razón para seguir adelante. Pero aún hay momentos, como en diciembre, cuando todo se vuelve más pesado, cuando el recuerdo de lo que viví me asfixia. Cromañón, la cárcel, todo se mezcla en mi cabeza, y aunque trato de vivir con ello, sé que siempre formará parte de mí. Mi hijo es lo más importante para mí, y por él no me puedo caer”.