Cuando los chicos del Barrio 22 de Enero de La Matanza miran desde afuera la nueva escuela no pueden creer lo grande que es. Pero cuando entran a los baños se sorprenden: “Estos baños son re chetos”, comentan entre ellos. A primera lectura los chicos exageran, pero, si lo pensamos un poco más podremos entender qué es lo que ellos ven. Los baños del nuevo colegio son simples y prolijos, nada del otro mundo, pero tienen inodoros, un artefacto que no está en todas las casas del barrio.
El cura Anaclet Mbuguje, que sabe del dolor y de carencias, tiene que ver mucho con el proyecto. También están involucrados el sacerdote Daniel Echeverría de la Capilla de los Mártires Riojanos y un montón de vecinos, padres, fundaciones y dependencias estatales como la Secretaría de Integración Socio Urbana del Ministerio de Desarrollo Social de la Nación.
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El Padre Anaclet es un misionero ruandés en La Matanza que sobresale por su hiperactividad. Está en los detalles de la construcción de la escuela, da misa en la Capilla y asiste en el Centro de Rehabilitación de personas con adicciones o en la escuela para adultos. Anda de acá para allá en una camioneta blanca y todos en el barrio saben que pueden contar con él.
Anaclet empatiza con todo y con todos. Es impresionante que una persona que sufrió tanto tenga tanto amor para dar. Él nació en 1979 en Ruanda, uno de los países más pobres del mundo. Tiene 7 hermanos y en la zona donde ellos vivían en la ciudad de Butare, al sur de Ruanda, no había energía eléctrica, ni agua corriente, ni medios de transporte.
Pero no solo sufrió privaciones materiales, también lo asaltó el horror. Cuando Anaclet era adolescente en su país se produjo uno de los más feroces genocidios de la historia. En poco más de 3 meses (entre el 7 de abril y el 15 de julio de 1994) la etnia hutu exterminó al 70% de la etnia rival, los tutsi. La violencia sexual fue generalizada, durante el exterminio violaron a medio millón de mujeres y se calcula que 1.000.000 de personas fueron aniquiladas.
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En el genocidio asesinaron a su papá y a varios de sus familiares. Anaclet salvó su vida, pero las imágenes de la barbarie quedarán para siempre en su memoria. Sin embargo, nada de eso, que todavía está presente en su cabeza, le impide empatizar con los otros. Y más aún, dedicarles su propia vida.
Cuando hablé con él de la pobreza me sentí un tanto desubicado: qué podía contarle yo a él que lo había visto todo. Pero cuando hablamos del “odio” que hay en la sociedad y la política él me tomó más en serio. Me dijo, casi como una advertencia, que hay que tratar por todos los medios de no caer en eso. Porque uno puede ver dónde comienza, pero nunca dónde termina.