Los Esteros del Iberá son una maravilla de la naturaleza relativamente nueva para los argentinos. No por historia, porque siempre han estado allí en Corrientes. Pero sí para nuestro mapa mental de turistas locales. Hace apenas 30 años solo unos pocos iluminados los incluían en su oferta del litoral.
El entorno es embriagadoramente salvaje. Y ahí está con sus siglos de historia, con yacarés, carpinchos y jaguaretés, aunque parezca mentira recuperándose de años ininterrumpidos de agresiones humanas.
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Y hay leyendas, claro, tan antiguas como estas tierras. Leyendas que cruzan al linaje de los criollos con los orígenes guaraníes de la cultura local.
Se dice que en los tiempos de las guerras de la independencia por estos Esteros pasó un éxodo. Pueblos enteros que escapaban de más arriba, del acoso de las tropas portuguesas que venían bajando. Esos pueblos huían con todas sus pertenencias, incluidos los tesoros de sus iglesias. Oro y plata, para ser más simples. Mucho.
Y se cuenta que en ese escape, al cruzar parte de los Esteros, dos carretas repletas de oro empantanaron y se hundieron para siempre en el lodazal. Y que ese oro quedó guardado bajo las aguas del Iberá.
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Los lugareños sonríen cuando se les menciona el tema, pero nadie desconoce la historia. El oro bajo el agua no es nuevo para nadie. Muchos aseguran haberlo visto. Al menos haber visto los resplandores y los fuegos fatuos que marcan los tesoros.
Pero hay algo mucho más misterioso aún: nadie va a buscar el oro. Es más, los lugareños tienen una curiosa mezcla de temor y respeto por las aguas del Iberá. No se adentran sin motivo. Y la codicia no es motivo suficiente para quienes respetan a las poras, los espíritus que castigan a quien meta mano donde no le corresponde. Porque el oro no es para cualquiera, señor. Así me advirtieron. Y así fue. Esta es la historia.