Había una vez, como en los cuentos, en los faldeos de la cordillera chubutense, un campo repleto de colores: son tres hectáreas donde florecen los tulipanes sembrados en hileras.
La comarca conserva todavía las cumbres blancas después de las nevadas del invierno y en el amplio valle verde circundante las ovejas todavía con la gruesa piel que las protege del frio, ya saltan, corren y pastan como si fueran realmente felices.
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Este mundo mágico está en los alrededores de Trevelin, un pueblito que celebra los ancestros galeses en su banderas, verde y blanca, con un gran dragón colorado en el centro. Pues bien, por idea de las fuerzas vivas del pueblo, han puesto un dragón colgado de la oficina de informes.
Es obra de un escultor local, está hecho con deshechos de hierro y por cierto, es una obra muy lograda, porque le han dado vida. Dos veces por día, a las veinte y a las 22 horas el dragón vomita fuego por la boca, para sorpresa y alegría de los turistas que preparan cámaras y filmadoras para registrar ese impactante momento.
Hay un bosque con cascadas de cuento que no está lejos de todo esto, que he visto con mis ojos. Y si bien es cierto que no vi duendes escondidos entre los árboles, el estallido de colores de los tulipanes es como un talismán que opera cambios instantáneos en el ánimo de la gente, de los turistas y forasteros, que olvidan pesares y dolores y sucumben ante el embeleso de las flores.
El autor de este prodigio se llama Juan Carlos Ledesma y ha visto crecer, después de mucha lucha a sus criaturas de colores desde hace siete años. Con ancestros galeses, el camino de Ledesma se parece al de un pionero: fue largo y difícil, pero tuvo su premio, con toda esa gente que entre el 6 de octubre y el 6 de noviembre llegan hasta su campo para ver esta fiesta de colores.
Trevelin es el último pueblo al que llegaron los galeses, que desembarcaron del barco Mimosa en 1865 en las playas de lo que es hoy Puerto Madryn y después se fueron afincando en pequeñas aldeas a lo largo del valle del río Chubut hasta llegar a la cordillera de los Andes.
Trevelin se ha subido al sitio de los pueblos encantados de la Argentina. ¿Gracias a qué? A las leyendas célticas, bien aprovechadas, a los saltos de agua, a los mitológicos dragones que vomitan fuego, al viejo molino harinero de Mervin Evans (que lo hizo con sus propias manos de la nada, siguiendo los consejos de los abuelos de la comarca) y, por supuesto, al festival del campo de tulipanes.
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Ledesma trabaja para cuidarlos de sol a sol. El esplendor es efímero, pero los turistas llegan en forma aluvional, por eso acaba de inaugurar una casa de té con la típica repostería galesa, abundante en manteca, dulces regionales, la típica torta negra galesa y unos scons de película.
Durante la mañana, el hombre arranca flores de los canteros, porque algunas crecen en el cantero equivocado. Son las que Juan Carlos regala gentilmente a las mujeres que visitan su campo. Crecen allí flores de 30 colores distintos, lo cual fue una apuesta directamente vinculada al turismo.
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Con tres millones de bulbos que produce por año, el volumen no da para la exportación (que si la tuvo, durante unos años, y nada menos que a Holanda) de modo que aprovecha el impacto visual para los turistas.
Algunos bulbos que logran un buen desarrollo se venden, pero la experiencia de la exportación por ahora no está en sus planes: dice que es un problema cumplir con tantos requisitos y debería ampliar el campo, una expansión que no podría controlar, por lo que prefiere quedarse con la idea de incrementar los encantos de su campo de tulipanes para seguir atrayendo turistas.
El campo de tulipanes es fugaz, pero el recuerdo que nos queda después de verlo es largo, tal vez eternamente inolvidable…