Eduardo Alonso tiene 83 años y es millonario: guarda dos millones y medio de botones en su local del barrio porteño de Flores. Heredó el comercio de su papá español y junto con su hermano gemelo llegaron a tener tres botonerías donde daban rienda suelta al trabajo duro y a la creatividad.
Empezó a trabajar en el oficio a los 14 años, provisto de una sierra con la cual cortaba planchas de plástico para hacer botones cuadrados. Todavía tiene algunos.
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Como buen inmigrante, su padre tuvo su primer local en la entrada de un garaje. Pero a diferencia de él, que comercializaba botones, los hermanos empezaron a fabricarlos, a darles forma, a pulirlos. Hasta que, con el tiempo, comenzaron a viajar a Europa para “pispear” modelos. No compraban máquinas: iban a mirar y adaptaban los modelos a los elementos que tenían en el taller. Eduardo dice que en aquellos viejos tiempos, los botones eran una distinción en el vestir.
Modistas y sastres fueron y siguen siendo sus clientes, aunque el día que lo fui a visitar vi entrar a dos jóvenes vestidos como Rambos con trajes militares de fajina, tipo comando que venían en busca de tachas y botones de metal como para adornar adecuadamente ese vestuario camuflado y meter miedo al que se ponga adelante.
Su hermano Horacio murió tempranamente, a los 38, en un accidente de tránsito, de manera que Eduardo se fue a trabajar en un único local, que está sobre la calle Rivadavia y que lleva el nombre clavado: ”El rey de los botones”.
Sabedor como nadie de las costumbres, Eduardo dice todavía que aparecen personas que cuando compran un traje le cambian todos los botones por otros más elegantes.
De qué están hechos los botones
Los botones son de polyester, plástico, cuero, madera, cristal (conserva unos checoslovacos que son una belleza), nácar y naturalmente, algunos más fuertes, como los que se usan—dorados— para los blazers. Abajo del local tiene un sótano, donde se apilan cajas y cajas de botones con mil formas distintas.
A pedido, con su torno, si el cliente tiene paciencia, puede tallarlos en el momento. Todo eso forma parte de su orgullo. Como que su hija Marisol fue bailarina del Colón e integrante nada menos que del ballet Argentino de Julio Bocca.
“Lo primero que miro de la vestimenta en lugar del zapato o el pantalón, son los botones”, dice Eduardo revelando los gajes del oficio.
No está demás decir que los estantes de su botonería están repletos de cajas con sus productos, lo cual lo convierte en un cuadro enteramente fotogénico.
Su primer botón cuadrado, verde, de unos cinco centímetros, todavía lo conserva entre sus miles de cajitas. Recuerda muy bien como lo fue moldeando, hace unos... setenta años…Eduardo —lo vi en esos menesteres— mantiene el pulso intacto cuando trabaja, inclinado sobre su torno.
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Él sabe que el oficio se está yendo ganado por la modernidad, integra “las cosas que se piantan” de los hábitos porteños, pero el rey de los botones resiste y sigue dando pelea con una gran sonrisa que dibuja en sus labios.
Entre pequeñas piezas de madera, cuero, nácar, cristal y polyester, sigue peleando. Y te explica, de paso, por qué los soldados napoleónicos solían usar una hilera de botones dorados sobre las mangas de sus uniformes. Tenían como unos pinches, un remate agudo.
Le pregunté por qué Napoleón encargó que los hicieran, seguramente para destacar la clásica distinción francesa, por elegancia o coquetería. “Para nada… —me dijo — ¡Era para que los soldados no se limpiaran la nariz con la manga ensuciando el uniforme!”, sostuvo.