Aca en el basural se festeja como en cualquier otro lugar del mundo. Las montañas de basura sirven para subirse a ellas y captar mejor la señal de celular. En un montículo no muy alto que está al fondo es donde mejor se reciben los mensajes de felicitaciones por WhatsApp. De hecho, esa fue la primera indicación que recibí de Mónica cuando le conté que ese 2 de junio era el día de mi cumpleaños.
Así que cuatro o cinco veces fui al lugar donde me habían indicado a agradecer mensajes. Me di cuenta que la mejor recepción de la señal no estaba (por suerte), arriba de la montaña de basura, sino que a medio camino. Esto era claramente un punto a favor, porque las motoniveladoras que, en las madrugadas, amontonan la basura que ya fue revisada por los recicladores levantan montañas tan altas que no cualquiera es capaz de escalar.
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Pero -más arriba o más abajo-, ese es el mejor lugar para recibir mensajes. Y durante el día de mi cumpleaños compartí ese espacio con otros recicladores que necesitaban señal para hacer un trámite o principalmente comunicarse con un familiar que desde la casa podía hacer mandados, compras o lo que sea. Es común que toda la familia (padres, hijos, tíos, abuelos) estén durante el día juntos en el basural y que uno o dos jóvenes se queden en la casa.
Son familias numerosas y siempre hay algún hijo o tío que se queda en casa. Puede ser porque tiene que prepararse para el colegio, para limpiar o porque están enfermos. Lo más común son afecciones de la piel o respiratorias. Pero la hepatitis, las infecciones y la tuberculosis también golpean.
También están los que por no tener la salud de hierro (que es condición necesaria para trabajar en el basural) o directamente porque no toleran el trabajo, de común acuerdo con la familia, no va al basural. En la familia Murua, uno de sus hijos optó por este camino y se queda en la casa a cargo de otras tareas. Le dicen “oveja negra”.
En lo personal no soy muy afecto a los festejos organizados, a los sándwiches de miga o a tener que supeditarme a la alegría ajena. Como podrán deducir con estas pistas, no soy muy fan de los cumpleaños. No los niego, pero trato que pasen lo más desapercibido posible. En el basural de Concordia no pude.
Es así como aproximadamente a las 9 apareció en una bolsa (no se bien quien la encontró) la decoración hecha en mazapán de una torta de cumpleaños. Todos dejaron lo que estaban haciendo. Alguno inició algunas estrofas de la canción del Feliz Cumpleaños que no prosperó. Es que el resto se abocó a otra tarea: encontrar una velita.
Por suerte no la hallaron y ahí se frenó el festejo. El arreglo de la torta tenía dos corazones, uno amarillo y otro celeste pastel, sostenidos por alambres. Estaba bastante entero y me lo entregaron para que me lo lleve. Por cortesía lo acepté, aunque después lo tiré a la basura. Suena descortés, pero en realidad, lo único que hice fue dejarlo ahí al costado. En un lugar donde todo es basura.
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El instinto de supervivencia es obstinado. Hace que la vida humana sea posible incluso ahí en dónde es racionalmente inviable. Estas familias de recicladores fueron excluídos, discriminados y trabajan en condiciones paupérrimas. No tienen nada; pero tuvieron la empatía suficiente para compartir con un extraño el día de su cumpleaños.
Fue un detalle que muestra que la esencia que nos hace humanos no se pierde por más sufrimiento, abandono o intentos de invisibilización a los que seamos sometidos. Que la naturaleza del ser humano es irrenunciable e irreductible. Y en un mundo de malas noticias, pésimos pronósticos y bajas expectativas es -quizás- lo único que nos da esperanza.