El hombre que me dio de comer el otro día hasta saciarme se llama Abel Barbieri. Abel nació, vivió y creció en una aldea de colonos en Entre Ríos. Pudo haber sido boxeador, porque tenía buena pegada, payador, porque sabía pulsar la guitarra, y el mejor de los goleadores argentinos porque jugaba bien al futbol, según cuentan. Pero terminó gambeteando clientes como mozo de varios restaurantes porteños.
Hasta que se le cruzó Gambrinus en su vida, uno de los bodegones que pelea por el título de los pesados, entre los muchos bodegones de Buenos Aires. Y aquí estamos, comiendo y preguntándonos, de donde viene la larga fama del bodegón.
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Esta puede ser una leyenda más de la Chacarita. O no. Porque, aclaro, Gambrinus fue fundado en 1918 por el alemán José Pavlak. De allí viene esa tradición por la carta con exquisitos platos alemanes.
En Gambrinus, de entrada me sirvieron Leber con papas alemanas. El plato se fue en minutos, mientras hablaba con Dardo uno de los hijos de Abel. Porque allí todo queda en familia. Dardo hace, diríamos, las relaciones públicas de este bodegón. Porque la cosa es familiar. En el local trabajan los cuatro hermanos. Eso sí, Abel es el dueño de la cocina. Y puedo asegurar que tiene buena mano.
Después, salchichas con Chucrut, otro clásico imperdible. Y apareció en una gran fuente, una pata de cerdo ahumada. Pero hay mas: disfruté el goulash a la húngara, con los ñoquis un poco más grandes que los originales, más adaptados al gusto argentino.
Charla va, charla viene, me contaron la historia del mitológico Gambrinus, que es un señor obeso, montado sobre un barril de cerveza (el cuadro que lo representa está en la pared del restaurante) que hizo un pacto con el demonio. Al parecer, le otorgaron el don de hacer platos exquisitos y el éxito de la cerveza, su bebida favorita, a cambio de su alma. Como la antigua historia de Fausto.
Abel no hizo ningún pacto, pero no puede dejar de trabajar un solo día en ese local de la Chacarita, que es como su casa. Abel Barbieri pudo ser poeta, payador, boxeador o estrella de fútbol pero 50 años más tarde de que esta historia comenzara, el hombre, a los 71 años, es un lírico de la cocina, los mejores acordes de su guitarra son sus platos alemanes y los aplausos que recibe todos los días son, en realidad, el guiño cómplice de sus comensales.