Un gauchillo, bandido rural y desertor, apresado y pasado a degüello sin juicio previo por una partida militar, protagoniza casi un siglo y medio después de su sangriento final el fenómeno de devoción popular pagana más potente de la Argentina. Tanto se arraigó y se extendió, que la iglesia Católica decidió acompañar, sin autorizarlo, el culto a quien el pueblo concibe milagroso e intercesor ante Dios.
Es el Gauchito Gil. La figura, celeste en la camisa y roja en la vincha, el pañuelo al cuello y la faja, se multiplica recortada sobre una cruz marrón en los altares que la creencia popular le levanta profusamente, especialmente en los barrios humildes y a la vera de las rutas. Las banderas rojas desplegadas al viento tornan inocultables los sitios de veneración, donde los devotos encienden velas rojas y dejan toda clase de objetos para cumplir la promesa por los favores sobrenaturales recibidos.
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El fervor que despierta su imagen se expandió vorazmente en los últimos treinta años. Los especialistas lo atribuyen a dos fenómenos centrales. El primero, la difusión sobre ruedas de los camioneros de la ruta del Mercosur, que se rindieron a la devoción por el Gauchito Gil, y la concretaron en altares y ermitas a lo largo de las rutas argentinas. El otro, la crisis económica persistente que expulsó a los correntinos de su tierra y los empujó al Conurbano bonaerense, donde izaron en cada barrio las banderas rojas, emblemas de su pasión.
La sangre de un inocente
Es cada 8 de enero, en la localidad correntina de Mercedes -donde la tradición oral ubica en la década de 1870 al personaje y su leyenda-, que la exaltación del Gauchito cobra espectacularidad sin par, en una multitudinaria explosión de entusiasmo, música y fervor, que la convierten en la más colorida de las que generan las creencias populares.
Allí se levanta el “santuario” principal, y se erige la cruz de espinillo, que juega un papel principal en la historia de Antonio Mamerto Gil, el “gauchito” venerado.
Dice la leyenda que fue en un espinillar donde Gil, que había desertado para no participar en la lucha fratricida entre los celestes (unitarios) que lo reclutaron y los colorados (federales), fue sorprendido por la partida que lo perseguía. Agrega que Gil no se resistió, y que en vez de conducirlo a Goya para juzgarlo, lo colgaron de los pies de lo alto de un árbol, y el coronel que mandaba la tropa lo degolló.
Cuentan que sus últimas palabras dirigidas a su verdugo fueron “la sangre de un inocente salvará a otro inocente”. La frase cobró sentido cuando el militar llegó a su casa y halló a su hijo al borde de la muerte. Desesperado regresó adonde todavía estaba la sangre fresca del muerto, y untó con ella el rostro del pequeño, que se salvó. La póstuma declaración de la inocencia de Gil acentuaría su fama.
En agradecimiento, el militar erigió una cruz en el lugar del martirio, que comenzó a ser frecuentado cuando se corrió la voz del hecho milagroso. Pero la invasión de devotos alteró al dueño del campo, que derribo la cruz y desbarató las ofrendas. Según la creencia popular ese acto le provocó locura y muerte. La cruz volvió a levantarse, el lugar se convirtió en un santuario pagano, y desde entonces no para de crecer.
Al gauchito no le gustan los negocios
En vida y después de muerto, Gil concitó la adhesión de los pobres, que primero lo protegían agradecidos porque compartía con ellos el fruto de sus asaltos a los ricos, y después de su sacrificio perpetuaron su memoria. Pero la fe en los poderes del Gauchito atraviesa todas las clases sociales, como pudo comprobarse con las ofrendas que durante décadas se acumularon en el santuario.
Campeones mundiales de boxeo como Látigo Coggi pasaron a dejar sus guantes y batas; muchos héroes de las Malvinas depositaron sus sables y uniformes; centenares de novias se desprendieron de sus blancos vestidos, y miles de chapas patentes de automotores cubrieron las paredes de los salones destinados al depósito de las ofrendas, entre las que no faltaban joyas valiosas. Todas en agradecimiento por los favores recibidos.
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Pero el diablo de la corrupción metió la cola. Los administradores del santuario incurrieron en manejos mafiosos, las joyas de oro fueron fundidas y comercializadas, el negocio de la venta de imágenes y objetos del culto desnaturalizó la condición espiritual del fenómeno, y no faltaron denuncias de venta de drogas y amenazas, hasta que una riña sangrienta que provocó dos muertos obligó a las autoridades a intervenir.
Las topadoras derribaron las construcciones de los mercaderes que tapaban literalmente el santuario, la actividad comercial fue reubicada para que no perturbe el contacto del Gauchito con sus fieles. Y este año, después de la pausa que impuso la pandemia en el 2021, se produjo el reencuentro multitudinario. La percepción de los fieles es que “al gauchito no le gustan los negocios”.
En este 2022 el Covid obligó a imponer cuidados que alteraron algunas tradiciones pintorescas del rito, como la de tomar bebidas alcohólicas y fumar cigarrillos encendidos dejados como ofrendas por otros fieles, a condición de reponerlas con otras propias para que pueda aprovecharlas más tarde un tercero.
El Gauchito, la Iglesia y el papa Francisco
La posición de la iglesia Católica respecto del culto a Antonio Gil, en cuya celebración anual participa activamente (el acto inaugural de la fiesta es una misa), y a otras figuras que despiertan devoción popular como la Difunda Correa, fue resumida por un alto representante de la institución, el monseñor José María Arancibia en estos términos: “Son personas que quizás no van a ser nunca canonizadas, pero son leyendas de gente abnegada que lucho por otros”.
El Gauchito es un viejo conocido del papa Francisco, que cuando era arzobispo de Buenos Aires lo encontraba con asiduidad en las visitas que realizaba con frecuencia y preferencia a las villas y barrios populares, en los que suelen abundar las imágenes y las banderas rojas que identifican la arraigada veneración popular que concita.
El obispo de Goya, Adolfo Canecín, contó que el Papa le recomendó que se diera la mayor difusión a la novena para el Gauchito Gil elaborada por los sacerdotes Luis Adis y Julián Zini, este último, recientemente fallecido, también notable poeta.
En esa novena se aconseja rezar tanto por el alma de Antonio Gil como por las de todos los fieles difuntos; se recomienda que la devoción se centre “en la cruz de Nuestro Señor Jesucristo y no en el difunto”, y se lamenta “la mezcla de expresiones de religiosidad popular con manifestaciones de magia y superstición”.
El padre Zini es también autor de un poema que absuelve al Gauchito Gil de las transgresiones a la ley (robo y deserción) que protagonizó en vida y que desencadenaron su muerte.
“Si robó, le robó al rico
por justicia popular,
¡la inocencia de los pobres
se llama necesidad!”.
El sacerdote ensalza las acciones que llevaron a Gil a los altares populares a lo largo y ancho de la Argentina, en un culto creciente a casi un siglo y medio del hecho que dio origen a su leyenda.
“Dicen que fue su delito
pelear con la libertad,
no aguantarse la injusticia
y alzarse al monte nomás.
Tal vez por eso la gente
le reza cada vez más”.