Esas marcas que siguen en su cuerpo como testimonio del infierno que le toco vivir ahora se han convertido en la huella que otras personas siguen para sanarse en vida. Matías Lescano es un hombre signado por destinos que no eligió; ni a los 11 años cuando quedó envuelto en las llamas del incendio que provocó la expareja de su mamá, ni este presente que lo tiene como un líder espontáneo ayudando a quienes necesitan y no saben cómo salir de las secuelas que deja la violencia doméstica.
Entre uno y otro extremo está su historia, que parece que no ha sido en vano. Fue él que se llevó la peor parte de aquella madrugada de espanto en la que su mamá, sus dos hermanas y su cuñado se despertaron ahogados por el humo, el fuego acechando y la casa convertida en una trampa mortal; aquel hombre que había estado en pareja con su madre había además cerrado las puertas con llave y trabado las persianas.
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A las 4 de la mañana mi mamá se despertó porque lloró mi hermana que era bebé. Estaba la casa toda incendiada. El marido de ella nos había encerrado y prendido fuego.
Matías estaba muerto en vida, sin pronóstico alentador por parte de los médicos y con el 70 por ciento de su cuerpo en carne viva. Fue operado 69 veces y durante casi 20 años vivió tapándose como podía, sumido en la vergüenza y con el foco puesto en la mirada ajena.
Joven y vital, pero lleno de padecimientos: jugaba al futbol con bufanda, eligió un secundario de varones para no ser visto por las adolescentes, jamás se sacaba la remera en verano, sufría al subir a un colectivo por “el que dirán” que lo torturaba.
Pero un día conoció al amor de su vida y el amor siempre salva. Ganó en confianza con él mismo y con los demás, aceptó sus marcas y hasta le puso palabras. Nunca imaginó que su testimonio en público sería el puente para que otras víctimas de violencia de género o violencia familiar le escribieran para preguntarle ¿cómo hiciste?, o para pedirle ¡por favor ayúdame!
Allí estuvo Matías dispuesto para hacerlo, con su experiencia a cuestas y su presente liberador. Dejamos de sufrir cuando le encontramos propósito a lo que nos pasó. Aunque no lo hayamos elegido, al menos sabemos que sirve para algo y que le sirve a otros.
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Hoy, este hombre de 31 años, está terminando de tatuarse todas aquellas partes de su cuerpo que ayer lo avergonzaban; el tattoo es también una posibilidad que le pone arte y belleza allí donde la piel sangró. Y es darle brillo a esa marca imborrable que nos constituye desde el dolor.
Allí fui a verlos, a escucharlos, al lugar donde se reúnen para enseñarnos que si queremos podemos renacer de las cenizas.
