67 días, 66 femicidios, 108 marchas contra la violencia machista. Con esos números es muy difícil pensar que la palabra tiene poder. Sin embargo lo tiene. Hasta hace poco, oíamos hablar de “crímenes pasionales” y aceptábamos que el amor o la pasión podían matar. Fue difícil hacer entender que “feminicidio” (o “femicidio” como lo decimos en la Argentina) es el término para definir el crimen de una mujer por su condición de mujer. Aún hoy leemos “apareció muerta” en lugar de “fue asesinada”. La pasión no es odio; matar y morir no son sinónimos. Cambiar ese verbo es cambiar la mirada sobre los hechos. Si la sociedad y los medios están pensando desde esa perspectiva, estamos avanzando.
“Hemos ganado la batalla discursiva”, decía la antropóloga Rita Segato en una entrevista por el Día Internacional de la Mujer y reflexionaba sobre todo lo que falta para parar la violencia. Ya sé que frente a las cifras de mujeres asesinadas, surgen argumentos argumentos como: “Con cambiar una palabra, no lográs que las dejen de matar”, y otro más grave: “Más hablan del tema, más las matan”. Lejos de estas impresiones, sabemos que solo si tenemos el diagnóstico, podemos ocuparnos de una enfermedad. En el Día de la Mujer Trabajadora, vale pensar las palabras como eso, como un diagnóstico que la sociedad está haciendo de sí misma. Algunos términos nuevos, otros resignificados, la discusión sobre el género gramatical, todo sirve para trazar el mapa de una nueva configuración en la que las mujeres son el centro. Para bien y para mal.
De qué hablamos cuando hablamos de deconstruir
El verbo proviene del sustantivo “deconstrucción” acuñado por el filósofo francés Jacques Derrida. Este concepto filosófico puede definirse como una “estrategia” para la descomposición del pensamiento y del orden instalado. En su rol de divulgador, Darío Sztajnszrajber -que se encarga de “bajar” estas nociones complicadas- explica: “La tarea de la filosofía es deconstruir el sentido común”.
Deconstruir, entonces, puede interpretarse como desarmar, analizar, despejar o cuestionar, diseccionar conceptos que han sido instalados como “normales” o “naturales”. ¿Quién los instaló?, ¿por qué se impusieron sobre otros? Estas búsquedas atraviesan hoy a la sociedad y tienen como propósito encontrar respuestas por afuera de los moldes. El lenguaje no resuelve la violencia ni modifica el acceso a determinados espacios, pero interpela el orden, hace pensar en que no es tan natural aquello que creíamos natural. En México, el Palacio Nacional, sede principal de la presidencia, fue cercado con una larga valla de metal en vísperas del 8M. El gobierno argumentó que había decidido construirla para evitar que el edificio fuera dañado durante la marcha feminista del Día de la Mujer. Pocas horas después, cuando se llenó de palabras, la debilidad del muro se hizo evidente: mujeres de colectivos feministas lo convirtieron en un “muro de memoria”, escribieron allí los nombres de las víctimas de feminicidio que se han registrado en el país.
El lenguaje no sexista, el femenino y la polémica
“Todas y todos”, “argentinos y argentinas”, “alumnos y alumnas”, estas formas son cada vez más habituales en el discurso público. El lenguaje inclusivo o la duplicación del sustantivo se impone en la comunicación de las instituciones estatales y comunicaciones oficiales. La reacción más habitual es el rechazo. Sí, la “e” del inclusivo y el sustantivo en masculino y femenino siempre generan polémica. Los dos ejes por donde pasa el cuestionamiento tienen que ver con el valor inclusivo del masculino plural (los alumnos) y con la economía, un principio básico de la lengua: “¿Para que decir ‘todos y todas’ si con ‘todos’ incluyo a todos?”
Es así, la Real Academia Española -la mayor reguladora de los comportamientos lingüísticos en español, muy respetada en este tema por los que dicen ‘si podría’ sin problema- se pronunció en más de una oportunidad:
La posición de la RAE parece inapelable. Se refiere al inclusivo o lenguaje no sexista como “alteración artificial” del funcionamiento de la lengua. Sin embargo, este tema, que parece clausurado para la Academia, no está cerrado.
En noviembre de 2020, el pronombre “elle” fue incluido en el espacio “Observatorio de Palabras”, que pertenece a RAE. Allí se agrupan términos que no están en el diccionario, pero son utilizados en “distintos contextos”.
La entrada dedicada a “elle”, impulsada por los defensores de minorías y los críticos de la cultura patriarcal, rezaba: “Es un recurso creado y promovido en determinados ámbitos para aludir a quienes puedan no sentirse identificados con ninguno de los dos géneros tradicionalmente existentes”.
La iniciativa de admitir que esta palabras estaba siendo “analizada” generó tal polvareda que, horas después de su inclusión, decidieron suprimirla. La explicación fue la siguiente: “Debido a la confusión que ha generado la presencia de ‘elle’ en el Observatorio de palabras, se ha considerado preferible sacar esta entrada. Cuando se difunda ampliamente el funcionamiento se volverá a valorar”.
El debate por el femenino es mucho más que una discusión lingüística. Otro ejemplo de esto es el femenino de cargos y profesiones. En el caso de la palabra “presidenta” la Academia no se cansa de contestar consultas en las que justifica su uso para referirse a la primera magistratura del país:
La forma “presidenta” es la más adecuada y está registrada en el diccionario desde 1803. Sin embargo, hay algo muy curioso que ocurre con el rechazo de las mujeres a usar el femenino de sus cargos y profesiones. Muchas consideran más prestigiosa la forma “juez” o “presidente” y prefieren la forma masculina precedida del artículo femenino: “la” juez. ¿Esto es una cuestión lingüística o esconde una idea de que el prestigio tiene que ver más con lo masculino que con lo femenino?
Este recorrido por palabras y comportamientos intenta demostrar cuánto avanzan las sociedades gracias a la inconsciente reflexión sobre la lengua y los cambios que hacemos para dar cuenta de una nueva percepción de los acontecimientos. “Todes”, “empoderadas”, “deconstrucción” son términos de un tiempo en que las mujeres tomaron la palabra. Ganar la batalla discursiva es eso, salir del silencio para evitar la comodidad de ignorar.