Parece justo preguntarse por la necesidad de volver a contar, en 2016, la historia del esclavo judío Judah Ben-Hur, consagrada en la versión de Hollywood -¡ganadora de 11 Oscars!- con Charlton Heston en el protagónico.
El director ruso Timur Bekmambetov (Lincoln: cazador de vampiros) se arremanga para poner en escena, durante dos horas, la trágica aventura judeo romana: desde que Judah es un príncipe de la alta sociedad de Jerusalem y vive feliz junto a su hermano adoptivo, el romano Messala, hasta la traición, su captura, martirio y redención final.
Una historia que atrapa por su espectacularidad, a pesar del poco vuelo que aporta la prolija, casi sumaria realización con cadencia, por momentos, de miniserie televisiva. Pero Bekmambetov pone toda la carne en el asador en un par de secuencias de acción imponentes, sobre todo la que sucede en las galeras del barco donde los esclavos hacinados reman al son de los crueles tambores romanos. También, claro, en la famosa carrera final. Ahí -lejos del forzado encalce de la subtrama de la crucifixión de Jesús-, está lo mejor de este costoso relanzamiento.
Mike & Dave son dos hermanos que vienen estirando la adolescencia a pura desidia y broma pesada. Así que frente al casamiento de su hermana en Hawaii, la familia les pide, como intento de evitar desastres, que lleven a dos buenas chicas como parejas. Desorientados, los hermanos ponen un aviso que se viraliza, hasta que dos chicas fumonas y bastante salvajes se quedan con el viaje, haciéndose pasar por decentes señoritas.
Es lástima que esta comedia rara no haya sacado más jugo de estos personajes averiados -sobre todo los femeninos-, irreverentes e imprevisibles. O haya desperdiciado una de sus líneas más interesantes: la exploración de lo parecida que es la amistad al amor. En cambio, el guión insiste en acumular chistes, más o menos groseros, de dudosa eficacia, y la fiesta a punto de desmadrar deriva hacia los caminos más previsibles. De todas formas, todo lo que sobresale de ese corsé, regala buenas carcajadas.
The Shallows, título original, refiere a aguas poco profundas, las de una playa sin nombre México, que es escenario de la película. Una suerte de ejercicio visual con aire del cine clase B en el que el catalán Jaume Collet-Serra (La casa de cera, Non-Stop) va y viene con la cámara por encima y bajo de aguas, transparentes o ensangrentadas, para hacer de esas orillas una filosa y mortal pesadilla.
La película tiene casi una sola protagonista, Nancy -la rubia Blake Lively, correcta y con un cuerpazo que es mapa central del film-, una estudiante de medicina y surfista experta que, buscando la última ola del día, se encuentra con un tiburón enorme que anda de cacería.
Casi toda la película transcurre en la roca que sirve a Nancy de isla de supervivencia, con el amigo dientudo cercándola, como obsesionado con ella, a lo Moby Dick. Efectista y con voluntad popular, sin la negrura -profunda- de Open Water, otra de tiburones, un digno nuevo ejemplo de un subgénero que mantiene su vigencia.
Basada en un reportaje sobre dos veinteañeros que se meten casi jugando en el negocio de la venta internacional de armas, la nueva película del talentoso Todd Phillips (el de la saga ¿Qué pasó ayer?) es una comedia negra sobre un asunto serio del que no nos reímos. Un filo que parece requerir de gran atención, pues War Dogs, su título original, es menos libre y creativa de lo que podría haber sido dadas las credenciales del director en la comedia más pura.
Sin embargo, el atractivo de esta historia de estructura clásica, el american dream alcanzado y perdido, no decae en ninguno de los minutos de sus casi dos horas. Hay un humor bastante estallado, una tensión lograda, una crítica fuerte a la política de negocios de guerra de los Estados Unidos y un gran personaje central a cargo de Jonah Hill. Una película valiosa en su búsqueda y en su tremenda incorrección política, en la que gana la sensación de riesgo asumido, aún a pesar de sus convencionalismos.
Un musculado Leo Sbaraglia es El Tigre, un boxeador cercano al retiro. Padre cariñoso y feliz marido de una bella italiana, lleva un pasar doméstico acomodado, tranquilo. Pero cuando ve, al pasar, a una joven boxeadora en el gimnasio donde entrena, se lanza inmediatamente a perseguirla e inicia con ella una relación de sexo apasionado tan irrefrenable y brutal (son boxeadores) como los puñetazos que debe dar en el ring para defenderse de sus -más jóvenes, más motivados- contrincantes.
Todo sucede de inmediato, con poca progresión dramática, como con prisas. Sangre en la boca tiene una puesta técnicamente impecable, con una fotografía que saca provecho de la coreografía corporal del box. Pero la pulsión romántico-erótica de los personajes, así como la naturaleza de los personajes mismos, se ve tan forzada y poco sustentable que cuesta creer y menos empatizar con lo que está pasando.
El boxeador veterano que se resiste a colgar los guantes es una figura siempre interesante, en su poética de la derrota. Pero transformarlo en héroe del erotismo hubiera requerido, acaso, una resolución menos apurada.
Fábula de mascota transformada en padre, o más bien viceversa, con mensaje. De eso se trata la película dirigida por Barry Sonnenfeld -Hombre de Negro, La Familia Adams- sobre un poderoso hombre de negocios -Kevin Spacey- egoísta y descuidado con sus afectos. Por un accidente queda en coma y se reencarna en el extraño gato, vendido por un extraño señor, que ha comprado su hija. La niña rica con tristeza terminará por entender, a fuerza de innumerables gags del animal humanizado, que el gato es papá y tiene algo que decirle.
Para los chicos, y para los supuestos padres culposos, seguramente había maneras más divertidas de mostrarles que el dinero no hace la felicidad que un gato animado borracho de whisky golpeándose contra los muebles. Una comedia desganada, que habla de ternura y emoción sin rozarlas y entretiene apenas.
A Gonzalo Tamayo se lo ve algo perdido. No termina de conectar con sus estudios, aunque ya es un chico grande, va algo desaliñado, entre amores con una prima, las clases al vecinito del edificio, la relación con su madre. Pero en su decisión de apostatar, de ser borrado de los registros de la iglesia católica donde fue bautizado y tomó la comunión, se lo ve completamente seguro. Su pequeña cruzada particular es a la vez absurda y totalmente razonable. De manera algo cándida pero implacable, Gonzalo argumenta frente a jerarcas de sotana porqué quiere dejar de formar parte de la institución. Por qué no cree.
El director uruguayo Federico Veiroj hace con este asunto una comedia austera pero atractiva, atravesada por un humor latente, que no intelectualiza ni cae en la tentación de sumar largas parrafadas filosóficas sobre Dios o no Dios. Con inteligencia, Veiroj y su equipo, apuestan por mostrar, por seguir a su personaje decidido a no dejarse convencer de que lo suyo no vale la pena. Tampoco lo juzgan. Si estamos ante un diletante, un sobreadaptado o un rebelde sin causa queda a criterio del espectador. Y así, desde su detalle, El Apóstata se mete con la relación de los individuos con las instituciones, o la imposibilidad para salir de ellas. Nada menos.