Hace 20 años, a un paso del estallido social de 2001, se estrenaba en televisión Okupas, la serie que se anticipaba, estética y narrativamente, a la llamada edad de oro del formato. Realismo exacerbado, cámara en mano, locaciones reales, lenguaje de la calle y una historia de amistad entre cuatro chicos (Rodrigo de la Serna, Diego Alonso, Franco Tirri y Ariel Staltari) como núcleo de un relato que dejaría huella. Con producción de Ideas del Sur y dirección de Bruno Stagnaro, se metió en el universo de una cierta marginalidad.
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En diálogo con TN Show, Staltari habló de lo que significa el ingreso de esta serie a una plataforma global como Netflix, con notables mejoras de calidad de imagen y nuevo sonido, que incluye el trabajo musical de Santiago Motorizado, el líder de El mató. En este presente, el artista reparte su tiempo entre sus clases de actuación en Martínez, acaba de terminar las grabaciones de las dos temporadas de El Marginal y forma parte del grupo autoral de Stagnaro en El Eternauta, que se estrenará por streaming el año que viene.
Para él, el estreno de Okupas en 2021 es un acto de justicia. “Hay gente que lo vio en su momento en muy mala calidad. Además, lo podrá descubrir gente que nunca lo vio y personas de otros países que a la vez van a conocer nuestra idiosincrasia”, asegura. En lo personal, lo atraviesan muchas sensaciones. Orgullo, agradecimiento. “Okupas me rescató, me llevó a un lugar de encuentro lúdico y eso generó en mí una luz de esperanza para mi vida, que estaba muy pendiente de mi salud (Staltari se recuperó de un diagnóstico de leucemia). Por eso, en aquel momento no era consciente de la relación entre lo que contaba la serie y el contexto social que vivíamos y que sigue lamentablemente siendo tan contemporáneo. Aunque el acento nunca estuvo ahí: es la historia de un vínculo de amistad, algo más profundo, sin fecha de vencimiento”, agrega orgulloso del proyecto.
La historia nace con Ricardo (De la Serna), un chico de clase media que vive con la abuela y que abandonó los estudios, ocupando un caserón en ruinas a pedido de su prima (Ana Celentano) después de un violento desalojo. Sin electricidad, durmiendo entre la basura, terminará compartiendo el lugar, un territorio, con un amigo de la infancia que viene de Dock Sud, El Pollo (Alonso), que a su vez trae a otro amigo que pide monedas en la calle (Tirri) y con un paseador de perros rolinga, Walter (Staltari). Un cuarteto que enfrentará problemas, mientras construye una especie de amistad a prueba de diferencias.
—Okupas inauguró un lenguaje visual hiperrealista que no se usaba en la televisión argentina. ¿Eran conscientes de que estaban haciendo algo nuevo?
—No era muy consciente de lo que era una ficción ni qué parámetros podía tener, venía de una familia que no tenía nada que ver con el arte. Más que encontrarme con un juego, no tuve otra conciencia. El que sí tenía conciencia era Rodri (De La Serna) y trataba de abrirme la cabeza, diciéndome que esos libros eran alucinantes y que teníamos que aprovechar la oportunidad de trabajar en un proyecto de esa naturaleza. Yo tomé ese consejo y con el tiempo sí, me di cuenta de que fue una bestialidad lo que se hizo en ese proyecto. Esto del vértigo de estar en la calle, la cámara en mano, colarse en un tren, pedir monedas, la textura, la atmósfera que tenía la historia, nuestros rostros, desconocidos, en escenarios muy crudos, muy reales. Todo eso lo fui asimilando con el tiempo. Después, cuando tuve la experiencia de trabajar con camarines calefaccionados, catering, motorhome, entendí que la tele era más eso que la guerrilla que yo había hecho en Okupas. Esa guerrilla a mí me curtió, esa búsqueda de la verdad fue lo que en realidad me forjó, como una matrix que me quedó grabada y me permitió ir creciendo. Fue una gran escuela.
—Después de Okupas hubo varios proyectos que se centraron en temas de marginalidad y violencia. ¿La serie creó escuela? ¿Creés que se cayó en cierta explotación del género?
—Hubo muchos proyectos después que buscaron captar esa atmósfera y cierto regodeo en eso de la pobreza, la marginalidad, la manera diferente de hablar o dialogar, lo que Okupas inició. Se llegó a un momento de sentirte hasta un poco abrumado por todo eso. Pero, a la vez, es positivo que haya sucedido porque quiere decir que algo de todo eso que marcó la serie se terminó insertando en otros proyectos.
Yo soy producto del Conurbano, nací en el Hospital Posadas en Palomar, me crié en Ciudadela. Tengo amigos, familia y la mayoría de las personas son laburantes, gente que le cuesta el mango. A veces solo se habla de lo “conurbanil” como un mundo totalmente marginal. Okupas y Un gallo para esculapio transitaron dentro de esos márgenes, pero en las dos, fijate —y no es casualidad porque está Bruno en las dos como gran cabeza de todo—, se puso el acento en historias vinculares, más que en la crudeza social.
En el caso de Okupas, sobre la relación de cuatro pibes que están buscando un sentido a sus vidas de adolescentes perdidos. En Un gallo, se vuelve a poner el acento ahí, el vínculo familiar de un pibe que viene del Interior buscando a su hermano y termina vinculado a un tipo que es como su figura paterna, cabeza de una banda de piratas de asfalto. Pero, en el fondo, se habla del amor, del desamor y esa cosa vincular es lo sustancial del relato. Va más allá de que los tipos sean chorros, médicos o abogados: están atravesados por la misma carencia afectiva que podría atravesar cualquiera.