Fue una de las actrices más destacadas de los años ochenta y noventa, recibió tres nominaciones a los Oscar y ha sabido salir hasta en dos ocasiones de la espiral de Hollywood. Hace ya cinco años que Michelle Pfeiffer regresó más reposada a la meca del cine y ahora celebra su vuelta con French Exit, una nueva comedia negra que protagoniza y con cuyo personaje empatizó hasta el punto de haber podido liberarse de sus propios demonios. “Hay algo increíblemente liberador en alguien que dice lo que piensa con tanta libertad. Ella puede ser grosera y muy cortante a veces, pero me encanta su actitud”, dijo la actriz sobre Frances, el nuevo papel que interpreta y del que asegura no tener nada que ver en la realidad.
Pfeiffer probablemente no se parezca mucho a ninguno de sus personajes, y eso que tiene unos cuantos en su haber. Actriz por vocación y determinación pero no por preparación académica, la californiana llegó a la interpretación tras pasar por varios concursos de belleza. Hizo su debut cinematográfico en 1980, junto a Tony Danza en The Hollywood Knights y dos años después protagonizó la segunda parte del musical Grease. Su gran oportunidad llegó en 1983 con Scarface, donde compartió protagonismo con Al Pacino y, desde entonces, trabajó sin descanso. Solo en la siguiente década protagonizó Las brujas de Eastwick (1987), Married to the Mob (1988), Relaciones peligrosas (1988), Batman Returns (1992) y La edad de la inocencia (1993).
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Convertida en una verdadera estrella fue precisamente el excesivo trabajo lo que llevó a Pfeiffer a tomarse dos descansos de cuatro años a lo largo de la década de los 2000. Entonces, sus fieles admiradores pensaron que se había retirado, pero ahora revela que, simplemente, necesitaba parar: “Cuando trabajaba, trabajaba mucho. Entonces creo que la gente se acostumbró a verme mucho”. La crianza de sus dos hijos y querer dedicarle tiempo a su familia también influyó. “Antes de que nacieran los nenes, mi trabajo era mi vida, y estaba en el buen sentido. Cuando eran chicos, podía llevarlos conmigo, pero después se volvió más complicado. Se convirtió en un desafío para los directores contratarme y era más fácil conseguir que otra persona hiciera el papel”.
Volvió en 2007 y en 2013 se tomó otro descanso antes de volver con fuerzas en 2017 con ¡Madre! y Asesinato en el Expreso de Oriente. “Me di cuenta de que mi hija estaba mirando universidades y pensé: esto me va a afectar mucho. Es hora de que vuelva a hacer películas”, explica en una entrevista con la revista Town & Country, donde cuenta que, aunque no dejó de trabajar en estos últimos años, lo hizo con una nueva madurez. “En esta industria nunca te guardan tu asiento. Es muy competitiva. Está ese tiempo de transición en el que ni eres joven ni tienes la edad suficiente para ser la abuela. Estoy en una edad en la que las partes se vuelven más interesantes para mí. Supongo que el momento realmente funcionó, porque no siento que me haya perdido mucho”.
A los 62 años asegura que ya no tiene nada que temer y, como si de un paralelismo con el nuevo rol que asume ahora en pantalla se tratase, no tiene tapujos en confesar que siente vergüenza de algunos de los personajes que interpretó a lo largo de su trayectoria. “Me sentí mejor con algunas de las actuaciones que no le gustaron tanto a la crítica. Los (personajes) que me hacen sentir vergüenza son, por lo general, de los que obtengo las mejores críticas”, reconoció. “Vi Scarface y dije, ‘ah, pues estoy bien’. Rara vez me gusta mi trabajo. Solo veo las películas una vez. Es demasiado doloroso”.
Además del intenso ritmo de Hollywood, Michelle Pfeiffer nunca ha llevado con agrado el interés que suscita la vida privada de las celebridades. De natural reservada, su fama de rechazar entrevistas y de ser una actriz difícil la precede, y ella asume parte de culpa. “Muchas veces no mantuve la compostura. En eso no era buena. No me deshacía (de los fotógrafos), pero huía de ellos. Me aterrorizaron. Honestamente, fue muy invasivo”, reconoció recientemente en otra entrevista con la revista Stellar. Esto incitó a la actriz y a su marido, el productor de televisión estadounidense David E. Kelley, a establecerse en las afueras de San Francisco, en una finca donde criaron a sus dos hijos: Claudia Rose, la hija que ella adoptó hace 26 años; y John Henry, el hijo de 25 años de ambos. Ahora, viven los cuatro en una nueva casa en Los Ángeles que se compraron a principios del año pasado, y donde pasaron juntos la cuarentena por la pandemia del coronavirus.
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Tras casi 30 años casada, la intérprete disfruta también de un dulce momento y reflexiona sobre el éxito de su matrimonio. “Somos lo suficientemente diferentes como para mantener el interés el uno por el otro, pero somos increíblemente compatibles. Creo que nuestras prioridades están muy bien adaptadas. Y elegí bien; elegí uno realmente bueno”, aseguró Pfeiffer.
Además de una película por año, en los últimos tiempos se mantuvo ocupada con su línea de fragancias Henry Rose, que lanzó en 2019. “El lado positivo fue que tuve que estar muy concentrada en el negocio”. Y el mes pasado se anunció que interpretará a Betty Ford en La Primera Dama, una próxima serie centrada en tres esposas de expresidentes de los Estados Unidos. Cuando le preguntaron por lo que le queda por hacer, Pfeiffer lo tiene claro: “Quiero hacer más teatro. Es lo que desearía haber podido hacer más”. Seguro que será cuestión de tiempo verla sobre las tablas.