“Fracasé en todo lo que hice”, me dijo una persona muy querida hace unos días. “¿Por qué te tratás así?”, le respondí inmediatamente. “No te hagas eso”. Lo veía con claridad. Se estaba haciendo un daño injusto, era demasiado dura consigo misma. Si bien ella lo decía como una toma de conciencia para animarse a vivir de una nueva forma, con menos mandatos y planificación, la forma en que estaba sintetizando las etapas de su vida era muy poco amable y hablaba de esa hostilidad naturalizada con la que muchos y muchas de nosotros hemos aprendido a convivir. Le subimos el volumen a esa voz tirana, esa castigadora interna, exigente e imposible de satisfacer.
La escuché y necesité detenerla. Esa lista que estaba haciendo de sus “no logros” y de todos los planes que cuidadosamente diseñó y que no resultaron tales eran engañosos. Su vida estaba bien, ella había logrado muchas otras cosas. Sin embargo, en su autocastigo, desde ese rincón oscuro y solitario en el que a veces nos replegamos, sólo se puede ver lo que nos obliga a estar ahí.
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Ella me hacía la lista de todas las cosas que se había propuesto hacer desde un convencimiento de cómo debería ser la vida, y cómo todos esos esfuerzos no habían dado los resultados que esperaba. Yo respondía a cada sentencia de su lista con un ejemplo de como quizás habían resultado mejor.
Es fácil verlo en las otras personas, y especialmente en aquellas que amamos. Es simple activar nuestra parte amorosa y compasiva para tender una mano, para ofrecer un argumento que destierre esas creencias tan duras en las otras personas, pero qué pasa cuando somos nosotros los que nos mandamos al rincón y los que sacamos conclusiones de nuestra vida que desacreditan lo que somos, lo que hacemos y nos nublan la visión y el corazón.
Eso que me dolía tanto de ella me estaba afectando demasiado. Yo también tenía una parte que accionaba igual. Estaba siendo muy talentosa para pelearme con sus falsas conclusiones de fracaso, pero en el fondo de mí sabía que eso que con tanta naturalidad podía hacer para ella, era una incoherencia con mi mundo interno.
El ejercicio me obligó a ir hacia mis adentros. Pude ver la misma regularidad de autodestrato en mí.
“Podrías haberlo hecho mejor”. “Cómo podés ser tan tonta”. “No aprendés más”. “Estás horrible”. “Al final, siempre terminas siendo una mediocre”. “Hablaste de más”.“Perdiste una oportunidad”.
Vos que estás leyendo podrías continuar estas oraciones con las propias. Somos tantas personas las que tenemos ese mismo patrón.
Otra pregunta reveladora se precipitó como un insight, como una soga de la que tirar para aflojar y deshacer un gran nudo.
¿Qué haríamos con una persona que nos dice estas cosas? ¿Cómo le responderíamos?
¿Qué relación podríamos construir con alguien que nos tratara de forma tan hostil?
¿Compartiríamos de cerca la vida con un otro que nos dice de forma permanente que lo hacemos todo mal, que nos boicotea, que no confía en nuestra capacidad, que nos llena de críticas y que nos muestra de qué forma siempre terminamos siendo insuficientes?
Por supuesto que no. Entonces, ¿por qué habilitamos esas voces internas?,¿por qué las dejamos crecer?, ¿por qué se convierten en verdad y en la vara de medida de nuestra vida?
Qué pasa cuando somos nosotros los que nos mandamos al rincón y los que sacamos conclusiones de nuestra vida que desacreditan lo que somos, lo que hacemos y nos nublan la visión y el corazón.
Nos alejamos de nosotros mismos cada vez que nos tratamos así. Nos distanciamos de quienes somos en verdad. Esas voces que no nos pertenecen nos obstaculizan el camino de reconexión con lo que verdaderamente vive dentro de nosotros.
Si una amiga, un jefe, una pareja, una madre, o quien sea nos hablara de esta forma, los empezaríamos a evitar hasta alejarlos por completo de nuestra vida.
Y entonces, el camino de las conclusiones se hace obvio. Cada vez que nos tratamos así nos alejamos más de nosotros mismos o nos empezamos a convertir en nuestro propio verdugo. Nos autoboicoteamos, nos castigamos, nos hacemos doler.
“Con los demás es siempre mucho más fácil ser compasivos, amorosos, entender sus momentos, perdonar y acompañar. ¿Por qué nos cuesta tanto ser así con nosotros mismos? ¿Qué pasaría si esa benevolencia, esa atención y la paciencia que le ofrecemos a los otros, cuando vienen en busca de ayuda, pudiésemos también ofrecérnosla?
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Nos encanta sabernos incondicionales. Nos hace sentir bien y nos recuerda que podemos conectarnos con nuestras mejores emociones, las más altas cualidades que portamos y los consejos sabios que, a veces, somos capaces dar. Para a los demás. ¿Qué lugar le dejamos a lo propio?”. Hace un tiempo, en este mismo espacio compartía estos pensamientos en una publicación que se llamaba “Tratame bien”. ¿Qué les pedimos a los demás que no sabemos darnos a nosotros mismos?
Podemos practicar, podemos quitarnos lo que ya no es, podemos acallar esas voces de otros que introyectamos y a las que les dimos carácter de verdad cuando no sabíamos, cuándo no podíamos, cuando éramos incapaces de comprender un poco más allá de nuestros propios límites.
Esa amorosoidad, compasión, paciencia, esa hermosa forma de incentivar a los que queremos, de relativizarles lo que nos sale bien, de crear otra perspectiva para lo que parece un fracaso, también podemos aplicarla con nosotros mismos.
Seamos más amables, practiquemos la benevolencia interna, el perdón y recuperemos nuestra verdadera fuerza. Seamos buenas personas también con nosotros mismos. Ayudémonos a sanar los dolores, las culpas, a soltar los pesos y a aceptar con amorosidad que hicimos lo mejor que pudimos cada vez con lo que teníamos disponible.
Quizás así, desde el bien, la potencia, la comprensión y la redención, encontremos nueva fuerza que nos impulse a diseñar una mejor vida posible día a día, haciendo que cada acto sea un nuevo compromiso con lo mejor que tenemos que es mucho más de lo que ahora sabemos.
Que así sea.