Uno de los efectos de perspectiva del recuerdo es mostrarnos las cosas más grandes de lo que son. La excepción que tiene toda regla se encuentra en este caso en el horror sin límite ni medida implantado por la dictadura militar que irrumpió en 1976. El paso del tiempo permitió tomar conciencia de la dimensión de la tragedia, velada al principio por el imperio de un brutal silencio informativo que condenaba a muerte a los que intentaban romperlo.
Rodolfo Walsh, escritor, periodista y dirigente montonero, de cuyo final hoy se cumplen 45 años, pagó con la vida la determinación de llevar hasta las últimas consecuencias sus dos vocaciones inescindibles: la del escritor y periodista que no deja acallar su verdad, y la revolucionaria que lo llevó a involucrarse en la lucha armada.
Su metáfora de que la máquina de escribir es “un arma” que “según como la manejás es un abanico o es una pistola” y el hecho de que empuñara una pistola real para defenderse de los marinos represores que lo emboscaron y lo acribillaron el 25 de marzo de 1977 (fueron juzgados y condenados), cierran un círculo.
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Configuran una síntesis (pensamiento y acción) del sentido que quiso darle a su vida desde que se persuadió de que era posible (en sus palabras) “redimir lo literario y ponerlo también al servicio de la revolución”. La grieta actual, que promueve la intolerancia, conspira contra el análisis sin apasionamiento de la vida y obra de Walsh y la comprensión de su actuación en el período más violento y desgarrador de la historia argentina. Tiempos de periodistas muertos, desaparecidos o exiliados, y medios clausurados. Él fue uno de los noventa periodistas desaparecidos en esa etapa trágica.
La dictadura del Proceso: el horror al desnudo
Escritor, periodista y dirigente montonero, en ese orden cronológico, su empeño en develar el horror silenciado lo llevó a crear una agencia de noticias clandestinas (ANCLA) y a promover una “Cadena informativa” en la que invitaba “al pueblo argentino a romper el bloqueo de la información”.
Su acto decisivo de denunciar al cumplirse un año de la dictadura, en una carta abierta dirigida a la Junta Militar, que “lo que ustedes llaman aciertos son errores, los que reconocen como errores son crímenes y lo que omiten son calamidades”, sería el postrero. Salió a repartirla en persona, cuando ya le mordía los talones el rastreo militar, que llevaba meses a la caza de quien era oficial primero de Inteligencia de los Montoneros y a la vez la principal amenaza contra el vacío informativo.
La delación arrancada con la tortura lo acorraló la tarde del final en la esquina de San Juan y Entre Ríos. Los asesinos (una Unidad de Tareas de la ESMA integrada por entre 25 y 30 personas y encabezada por el feroz capitán Jorge “El Tigre” Acosta) robaron su cuerpo, que nunca apareció.
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La Carta desnudaba el horror. Denunciaba la creación de “virtuales campos de concentración donde no entra ningún juez”, así como la tortura y la existencia de “quince mil desaparecidos, diez mil presos y cuatro mil muertos”. Pero también criticaba a la política económica “que castiga a millones de seres humanos con la miseria planificada”. Era el texto del militante político pero escrito con el rigor profesional del periodista independiente, en base a datos y cifras fruto de la investigación rigurosa.
Sus talentos como escritor premiado, como investigador brillante y periodista magistral lo hacen reconocido y respetado dentro y fuera de la Argentina. Su condición de integrante contemporáneo de la organización responsable de crímenes que fueron probados por la Justicia y llevaron a la cárcel a sus máximos dirigentes (hasta que los benefició junto a los dictadores el indulto dictado por Carlos Menem), lo somete al juicio de la historia.
Y lo adscribe a la polémica que provocan todavía en la sociedad los civiles protagonistas de la lucha armada de los 70, primero durante el gobierno constitucional de María Estela Martínez de Perón, y luego en la dictadura.
La prosa de Rodolfo Walsh y los honores de Borges
Walsh vivió cincuenta años, desde que nació en 1927 en Choele Choel (actualmente Lamarque), en la provincia de Rio Negro, hijo de un mayordomo de origen irlandés al que recordaba así: “tuvo tercer grado, pero sabía bolear avestruces y dejar el molde en la cancha de bochas. Su coraje físico sigue pareciéndome casi mitológico. Hablaba con los caballos”.
En 1937, una fuerte crisis económica afectó a su familia, y su padre lo internó junto a uno de sus cuatro hermanos en un colegio irlandés para chicos huérfanos y pobres, en la localidad bonaerense de Capilla del Señor. Su suerte mejoró cuando lo trasladaron al Instituto Fahy, de la ciudad de Moreno, un colegio de curas irlandeses. En esos años atesoró vivencias y realizó anotaciones que alumbraron una serie de cuentos reunidos en la serie “Los irlandeses”, con metáforas, a veces amargas, sobre la injusticia, la lucha y la libertad.
Después de abandonar los estudios en la facultad de Filosofía y Letras de La Plata (declaró respecto de su madre que “el mayor disgusto que le causé es no haber terminado mi profesorado en letras”), entró a trabajar como corrector de pruebas y traductor en la editorial Hachette, y escribió su primer texto del género policial.
Su antología de “Tres cuentos en rojo” le valdría el premio Municipal de Literatura en 1953. Tres años antes, otro relato policial, “Las tres noches de Isaías Bloom”, escrito bajo el seudónimo de Simbad obtuvo una mención honorífica de un jurado integrado por José Luís Borges, Adolfo Bioy Casares y Leónidas Barletta.
En la revista Leoplán, la lectura, traducción y adaptación de obras de Edgar Allan Poe, Ambrose Bierce, Jack London, y Arthur Conan Doyle lo inspiraron para el que sería su gran “oficio terrestre”, el de escritor. Así cuenta la comprobación de sus aptitudes mientras trabajaba en Leoplán: “Un día extravié medio pliego de una novela de Asimov. ¿Sabe qué hice? Lo inventé de pies a cabeza. Nadie se dio cuenta. A raíz de eso fantaseé que yo mismo podía escribir”.
Operación Masacre: “Hay un fusilado que vive”
“´Operación masacre´ cambió mi vida. Haciéndola, comprendí que, además de mis perplejidades íntimas, existía un amenazante mundo exterior”. Cuando pronunció ese juicio Walsh no imaginaba el precio que iba a pagar por ese cambio. Como si fuera parte de la obra, aunque apenas era el prólogo, escribió: “La primera noticia sobre los fusilamientos clandestinos del 9 de junio de 1956 me llegó en forma casual, a fin de ese año, en un café de La Plata donde se jugaba al ajedrez (una de sus pasiones). Una noche asfixiante de verano, frente a un vaso de cerveza, un hombre me dice: - Hay un fusilado que vive”.
El informante aludía a la masacre clandestina contra doce civiles (de los que murieron cinco) en los basurales de José León Suárez, como parte de la sangrienta represión de la golpista autodenominada “Revolución Libertadora”, contra el levantamiento encabezado por el general Juan José Valle en el marco de la “Resistencia peronista”. Valle sería fusilado tres días después. En ese lapso de 96 horas fueron ejecutadas veintisiete personas entre civiles y militares.
La investigación del caso lo obsesionó. Identificó al “fusilado que vive” como Juan Carlos Livraga, lo entrevistó y pudo saber que había otros sobrevivientes. Abandonó su casa y su trabajo, y con el seudónimo de Francisco Freyre vivió en una casa prestada en el Tigre y luego durante dos meses en un helado rancho de Merlo, cargando un revolver. La dedicación a esa tarea le costó la relación con su esposa, Elina Tejerina, y sus dos hijas estuvieron internadas un año en un colegio católico.
Hasta ese momento era un antiperonista confeso; (“Puedo, sin remordimiento, repetir que he sido partidario del estallido de septiembre de 1955”, llegó a decir). Explicó que pese a esa condición “no pude entender ni soportar semejante injusticia: que hubieran matado a trabajadores pobres, peronistas, a gente que no tenía nada que ver”.
Operación Masacre fue la primera novela de No Ficción periodística. Se adelantó nueve años a la célebre “A sangre fría”, de Truman Capote, el libro citado a menudo como iniciador de este género. Pensó que podía constituir su pasaje a la fama, la popularidad y el éxito, pero no logró que editorial alguna la publicara (“se me va arrugando día a día en un bolsillo porque la paseo por todo Buenos Aires y nadie me la quiere publicar y casi ni enterarse”, protestaba).
La incluyó en forma de notas en la revista Mayoría, hasta que antes de terminar 1957 apareció la primera edición en Ediciones Sigla con el subtítulo «Un proceso que no ha sido clausurado».
Su trabajo en Cuba y el criptógrafo secreto
Decepcionado porque la investigación sobre la masacre no tuvo consecuencias en la Justicia, “los muertos bien muertos, y los asesinos probados pero sueltos”, expresó frustrado, se volcó al periodismo. En 1959 viajó a Cuba, convocado por el periodista Jorge Masetti y participó de la formación de la agencia de noticias Prensa Latina junto a notables periodistas como Rogelio García Lupo y Gabriel García Márquez. Allí conoció a Fidel Castro y el Che Guevara (“asistí al nacimiento de un orden nuevo, contradictorio, a veces épico, a veces fastidioso”, escribió.
Encargado de analizar el material informativo que ingresaba a la agencia, le llamaron la atención unos mensajes, aparentemente inocuos y de apariencia comercial. Con manuales de aficionados a la criptografía los decodificó. Provenían del jefe de la CIA en Guatemala y contenían la coordinación de la operación que habría de convertirse en el fallido desembarco de Bahía de Cochinos, o Playa Girón, en abril de 1961.
En efecto: cuando las tropas coordinadas y entrenadas por los Estados Unidos llegaron a la costa cubana, el gobierno de Castro tenía ya más de una pista acerca de la operación, y parte de ese conocimiento se debía a la acción criptológica de Walsh. El episodio fue rescatado por García Márquez en un artículo que tituló: “Rodolfo Walsh, el hombre que se adelantó a la CIA”. Por eso cuando Walsh describía los “muchos oficios” que tuvo, mencionaba los de limpiador de ventanas, lavacopas, comerciante de antigüedades, y, agregaba, “el más secreto: criptógrafo en Cuba”.
Regresó a la Argentina en 1961, siguió viviendo en la casa alquilada en el delta del Tigre y se dedicó a escribir. En esos años publicó sus dos únicas obras de teatro (La granada y La batalla) y sus colecciones de cuentos más célebres: Los oficios terrestres (1965), que incluye la obra “Esa mujer”, cuya trama gira en torno a la desaparición del cadáver de Eva Perón, y Un kilo de Oro, editado en 1967, año en el que conoció a Lilia Ferreyra, quien sería su compañera hasta su asesinato y desaparición.
Comenzaba a experimentar –explicaría más tarde- un sentimiento de “desvalorización y paulatino rechazo” de la literatura, a partir de 1968 “cuando la política se vuelve una alternativa”. Se convenció de que “no era posible seguir escribiendo obras altamente refinadas que únicamente podía consumir la intelligentzia burguesa, cuando el país empezaba a sacudirse por todas partes. Todo lo que escribiera debía sumergirse en el nuevo proceso, y serle útil, contribuir a su avance. Una vez más, el periodismo era aquí el arma adecuada”.
Rodolfo Walsh: su relación con Perón y Ongaro
La compatibilización de periodismo y política la concretó cuando a comienzos de 1968, subyugado por la personalidad del sindicalista gráfico Raymundo Ongaro (a quién había conocido ese año en Madrid en una visita al exiliado general Juan Perón), aceptó fundar y dirigir el Semanario de la CGT de los Argentinos (CGTA).
Ésta era una central obrera combativa que surgió como alternativa a la CGT histórica liderada por Augusto Vandor, a la que tachaba de “burocrática”. La cuestionaba porque negociaba con la dictadura del general Juan Carlos Onganía. Se reconoce la pluma de Walsh en el pronunciamiento del 1° de mayo de 1969, que repudia el golpismo y proclama que “solo el pueblo salvará al pueblo”.
Esta actividad significó para él desplazar proyectos literarios en pos de una dedicación plena a los afanes políticos revolucionarios: abandonó la escritura de una novela por la que ya había recibido un adelanto del editor, Jorge Álvarez.
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La experiencia marcó su actividad literaria y su pensamiento político: “Mi encuadramiento dentro de una organización peronista ha sido en la CGTA”, declaró en 1972. A partir del tercer número del semanario comenzó a publicar la investigación que más tarde tomaría forma de libro con el título de “Quién mató a Rosendo?”.
En el resultado de la investigación volcada en capítulos, demostró que el responsable de la muerte del sindicalista metalúrgico Rosendo García, el 13 de mayo de 1966, en un tiroteo en la confitería La Real, de Avellaneda, había sido Vandor (presente en el lugar).
Concluyó en que “los miembros del grupo no vandorista estaban desarmados y a Rosendo García lo mató por la espalda una bala disparada desde el grupo vandorista”. Como en el caso de los fusilamientos de José León Suárez, la investigación periodística no tuvo ninguna consecuencia judicial. La experiencia del semanario concluyó en 1970, cuando la CGT se reunificó.
Walsh ya no era el mismo. Ni la Argentina. El 29 y 30 de mayo de 1969 había estallado el Cordobazo, contra Onganía. Un año después declaró: “la movilización de masas les replantea constantemente a los intelectuales el problema de sus posibilidades y de sus maneras de actuar, participar en la lucha del pueblo”.
Estaba terminando de consumarse la formidable transformación política-ideológica que lo llevó (después de sus simpatías adolescentes por la Alianza Libertadora Nacionalista), desde el más duro antiperonismo, a morir defendiendo al peronismo por considerarlo herramienta de liberación. En el medio quedó su entusiasmo por la izquierda revolucionaria tras el triunfo de la revolución cubana (“he tardado quince años en pasar del mero nacionalismo a la izquierda”), había explicado.
Rodolfo Walsh: el final
Cuando Perón murió en 1974, después de abominar de él casi toda su vida Walsh le rindió homenaje en la tapa del diario Noticias, órgano oficial de los Montoneros (La publicación duró nueve meses entre 1973 y 1974). “Dolor” era el título, y en la bajada a toda página que quedó como una de las piezas ejemplares del periodismo, Walsh resumió: “El general Perón, figura central de la política argentina en los últimos treinta años, murió ayer a las 13:15.
En la conciencia de millones de hombres y mujeres la noticia tardará en volverse tolerable. Más allá del fragor de la lucha política que lo envolvió, la Argentina llora a un líder excepcional”.
A mediados de 1970 se había integrado a las Fuerzas Armadas Peronistas (FAP), y cuando estas se dividieron, integró el sector que se fusionó con la organización Montoneros. Allí su nombre de guerra fue “Esteban” o “Profesor Neurus”. Criticó a la conducción cuando ésta decidió romper con el movimiento peronista para competir organizativamente a través del Partido Montonero. Cuestionó el militarismo y el triunfalismo mientras la represión militar amenazaba con exterminar a los militantes, y propuso el repliegue sobre el movimiento peronista repitiendo la experiencia de la resistencia de los 50. Pero nunca se fue de la organización.
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Su vida se había tornado vertiginosa, como si quisiera acortarse. El 29 de setiembre de 1976 su hija María Victoria (oficial segunda de Montoneros, su nombre de guerra era Hilda), murió en un enfrentamiento con el Ejército. “Nosotros morimos perseguidos, en la oscuridad. El verdadero cementerio es la memoria”, dijo premonitoriamente al enterarse. El 25 de marzo de 1977 salió de su casa de San Vicente con su esposa, Lilia Ferreyra.
Tomaron el tren y bajaron en la estación Constitución. La noche anterior había terminado de tipear en su máquina Olimpya la última copia de la carta que se aprestaba a distribuir. Ella lo evocó así: “Fue el último día que vi su sonrisa cuando le dije que no se olvidara de regar esa noche el almácigo de lechugas que habíamos sembrado la tarde anterior en el jardín de nuestra casa”. Tenía 50 años cuando se fue caminando hacia la muerte.