Una semana después del comienzo de la primavera de 2004 un estudiante de 15 años armado marcó un antes y un después en el último pueblo del sur bonaerense, donde viven poco más de 30 mil habitantes que en ese entonces se convirtió en escenario de la primera masacre escolar de América Latina.
Fue un 28 de septiembre, 13 tiros en total y un trágico saldo de 3 chicos muertos y 5 heridos. “No se hizo justicia”, dijo a TN.com.ar Marisa Santa Cruz de Ponce, mamá de Federico, una de las tres víctimas fatales del ataque. Y cuestionó: “Cómo va a haber justicia si cada uno de los que hicieron posible la matanza siguió con su vida”.
De hecho, mientras que “la masacre de Carmen de Patagones” permanece todavía hoy como una herida abierta en la memoria colectiva, su autor, Rafael Juniors Solich, fue declarado inimputable y se transformó prácticamente en un hombre invisible desde entonces, del cual poco y nada se sabe más allá de que está libre y que no hace mucho se habría convertido en padre, según comentan conocedores de la zona.
Para reconstruir la historia hay que ir unos días atrás de esa fecha y situarse dentro de la escuela Islas Malvinas de Carmen de Patagones, en donde el joven en cuestión cursaba el secundario. Fue allí donde el 21 de septiembre de 2004 los estudiantes destruyeron a modo de “travesura” un inodoro del baño de varones y el estruendo que provocaron sobresaltó a todos los vecinos que vivían en los alrededores del establecimiento.
Por eso, cuando siete días después, cerca de las 8, volvieron a sentir una serie de detonaciones, más que una sensación de alarma lo que se creyó esa mañana fue que los chicos seguían incontrolables y ocasionándole dolores de cabeza a sus maestros. Nadie pensó en una matanza adentro de la escuela, hasta que se empezaron a escuchar las sirenas.
Ese día todo cambió para siempre en la ciudad más austral de la provincia de Buenos Aires, a unos 275 kilómetros de Bahía Blanca y a unos 900 kilómetros de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
La masacre de Carmen de Patagones, sin sentencia firme
Marisa Santa Cruz es la mamá de Federico Ponce, uno de los tres chicos que murieron hace 17 años a manos de Juniors. “Fede era luz, alegría, canto y justicia. Estaba siempre alegre, era muy inteligente, quería ser cantante y juez”, recordó sobre su hijo. “Solo perdía su tranquilidad o su alegría con algún acto injusto. En su casa, escuela, amistades, siempre buscaba el equilibrio”, resaltó.
El paso del tiempo a ella, como a las otras víctimas, le duele en la piel y más cuando se acerca un nuevo aniversario. Sin embargo, siempre se hace un tiempo para atender las preguntas de los periodistas y así mantener despierta la memoria para que un hecho aberrante como el que les tocó atravesar a ellos nunca vuelva a repetirse. Porque, a pesar de todo, sigue esperando que se haga justicia como Federico hubiera buscado.
“Pasaron casi dos décadas y todavía no hay sentencia firme”, señaló la mamá en diálogo con TN.com.ar. “Actualmente la causa se encuentra en la Cámara Federal de Apelaciones de Bahía Blanca” por las “claras responsabilidades” que tuvieron en el hecho tanto Prefectura como la Dirección General de Escuelas.
“Cada uno de los que hicieron posible la masacre siguió con su vida”, remarcó Marisa. Entonces enumeró: “El gabinete escolar ‘atendiendo” chicos, la preceptora” cuidándolos”, los directivos a cargo de la institución, el padre de Juniors con su arma también “cuidando” a la población. Nos siguieron exponiendo a todos a que esto se repita”.
“Juniors lo anunció, quería matar desde séptimo grado a todos sus compañeros”, enfatizó. Por eso critica la falta de medidas que desde la escuela tomaron al respecto. “La Dirección General de Escuelas lo sabía, lo tenía que saber y trabajar en consecuencia”, sostuvo Marisa.
También recordó: “Tuvieron consultas y pedidos de ayuda de los padres del asesino, de la madre de Dante Pena, cómplice, de las compañeras a quienes acosaban, pero no hubo abordaje de la problemática previo a ese día y después no hubo contención”. De hecho, contó, fue una iniciativa de los padres conseguir una psiquiatra para que trabajara dentro de la escuela después de lo que pasó.
La masacre de Juniors cambió todo
La mañana del fatídico 28 de septiembre los alumnos de la Escuela de Enseñanza Media Número 2 entraron y se formaron en el patio como todos los días, izaron la bandera y ordenados en fila cada curso fue después hasta su aula para empezar con la jornada escolar. Era un día más, pero también iba ser el último en el que conservaran la inocencia de la niñez para muchos de ellos.
Los que pudieron sobrevivir a la masacre contaron que habían visto a “Juniors” y a su amigo Dante,- el único probablemente que tenía -, sentados solos en un rincón del patio contra una pared. Sin embargo, aquella imagen no llamó tanto la atención debido a que ninguno de los dos se caracterizaba por ser muy sociable.
Ningún detalle escapó a la “normalidad” que conocían hasta que estuvieron adentro de la clase y Solich, en lugar de sentarse en su lugar, caminó derecho hacia el pizarrón que estaba en el frente, se dio vuelta y empezó a disparar.
“Juniors” no solo vació el cargador del arma de su papá sobre sus compañeros sino también toda la bronca contenida de años de violencia familiar que se potenciaron en una personalidad introvertida. Esa mañana murieron Federico Ponce, Evangelina Miranda y Sandra Núñez. Y quedaron heridos Pablo Saldías Kloster, Rodrigo Torres, Nicolás Leonardi, Cintia Casasola y Natalia Salomón.
Las hipótesis que después surgieron sobre los motivos que lo habían llevado a eso no fueron pocas, pero a ciencia cierta fueron imposibles de probar y, de todas formas, de poco hubieran servido las razones para intentar explicar el horror que desató.
La masacre de Carmen de Patagones, ¿una tragedia anunciada?
Un año antes de la tragedia “Junior” había escrito en el pizarrón “Todos van a morir”, una advertencia que pasó desapercibida en ese momento pero que los golpeó a todos con fuerza cuando el chico entró a la escuela dispuesto a cumplir con sus palabras.
En marzo de 2004, fue el propio padre del joven, Rafael Solich, quien encendió otra alerta al presentarse en el colegio y hablar con las psicopedagogas para pedir ayuda porque su hijo estaba “violento” en la casa y no lo podía controlar. Fue entonces cuando además apareció el nombre de Dante, su amigo, a quien el hombre acusó de “llevar por el mal camino” a “Juniors” y dejó expreso su deseo de que los adolescentes no compartieran más tiempo juntos.
De hecho, Solich padre no fue una sola vez a la escuela. Fueron dos las veces que pidió ayuda y advirtió sobre la supuesta influencia negativa que este otro adolescente tenía sobre el accionar de su hijo. La pregunta que meses después se repitió hasta el cansancio fue qué hizo el grupo de especialistas durante ese medio año para solucionar el problema planteado por el hombre y acaso evitar así el desenlace irreversible.
El pupitre de Juniors fue otra prueba del desequilibrio emocional del alumno que, de puño y letra, había marcado en él pensamientos cuanto menos inquietantes tales como “lo más sensato que podemos hacer los humanos es suicidarnos” o “si alguien encontró el sentido de la vida, por favor anótelo aquí” sobre los que recién se tomó consciencia más tarde, cuando ya todo había pasado.
Juniors, el chico al que nadie miraba
En la charla que Juniors tuvo con la jueza después de la masacre, ella le preguntó por qué estaba molesto con sus compañeros. “Y, me cargan. Dicen que soy raro... me joden porque tengo este grano en la nariz...”, fue parte de la respuesta que dio, según la causa a la que accedieron los periodistas Pablo Morosi y Miguel Braillard, material que revelaron después en su libro “Juniors”, la historia silenciada del autor de la primera masacre escolar de Latinoamérica. A veces, sus compañeros también le decían “Pantriste”; o lo cargaban porque era estudioso y le iba bien en la escuela.
Durante mucho tiempo fue el estereotipo del chico tranquilo y bueno, que no molestaba al sistema y por tanto, tampoco lo preocupaba. “La cuestión de la estructura es importante, las fallas del sistema creo que han permitido que un chico callado sea el último que vamos a tratar de acompañar”, reflexionó Morosi sobre este punto.
En diálogo con TN.com.ar, el periodista que cubrió el caso desde el primer momento se refirió al grupo de alumnos del cual formaba parte “Juniors”. “Se cargaban entre todos, no lo tenían de punto a él”, explicó Morosi, y añadió: “frente a eso cada uno puede reaccionar distinto”.
El fantasma del chico que un día explotó por el bullying que le hacían sus pares fue inevitable, pero fácilmente cuestionable. Por el contrario, hubo testimonios en aquel momento que aseguraban que en realidad era él, junto con su amigo Dante, el que molestaba a los demás. “Se vestían de negro, entre ellos dos hablaban mucho en inglés y solían incomodar a las chicas en particular”, detalló Morosi.
“El padre (de Juniors) le pegaba con un machete. Si a vos te pegan de chico con un machete nada bueno puede pasar en tu vida en el futuro”, comentó tiempo atrás a TN el padre de una de las víctimas de la tragedia, Tomás Ponce.
Si de buscar motivos se trataba se podía hablar de una presunta influencia negativa de su único amigo como había advertido Solich; o quizás hablar sobre el maltrato familiar, que consta claramente en toda la causa, o de la mala intervención de las autoridades escolares que no llegaron a actuar a pesar de las señales. O también podría haber sido un poco de todo eso, o nada.
“Juniors siempre pensó en matar. Él solo quiere destruir la vida y a los que aman vivirla”, reflexionó ahora Marisa, esposa de Ponce y mamá de Federico.
Sin embargo, la pesadilla que Juniors tuvo la noche anterior a matar a tres de sus compañeros y herir a otros cinco, fue bastante elocuente en sí misma. “Yo agarraba un cuchillo y apuñalaba a mi papá. Pero él no se moría, me preguntaba por qué lo había hecho y yo le tiraba una silla y salía corriendo”, le contó el chico a la jueza tras ser detenido.
“Los Solich querían desaparecer”
En septiembre de 2004, a Juniors le faltaba un mes para cumplir los 16 años y fue declarado inimputable. Pasó por un instituto de menores de máxima seguridad en Ensenada llamado El Dique, donde sus compañeros lo apodaron el “matapibes” como una muestra de “deferencia” interno.
Después, estuvo internado en una clínica psiquiátrica ubicada en las afueras de La Plata, a la cual todavía asiste pero para cumplir con un tratamiento ambulatorio. En el lugar, de todas formas, nadie quiere hablar de él.
“En el año 2013, cuando hicimos la investigación para el libro, los Solich ya se habían mudado tres veces”, contó Morosi. Entonces precisó: “A medida que en los barrios se empezaba a saber quiénes eran, el clima se ponía hostil y no lo aguantaban. Ellos querían desaparecer”.
Tal era su desesperación por esconderse que llegaron a vivir en una villa, en Villa Rubencito, señaló el periodista. Es por eso que la mayor parte de las demandas civiles quedaron paralizadas, ya que no se podía entrar a notificarlos.
Pero, a pesar del hermetismo que lograron mantener alrededor de su paradero, Solich padre volvió a ser noticia en agosto de 2015, cuando un grupo de vecinos que lo acusaba de un supuesto abuso a una menor intentó lincharlo. Ahí podría decirse que fue cuando se les empezó a perder definitivamente el rastro.
Esther Pangue, esposa de Solich y madre de Juniors, hasta ese entonces sumisa y maltratada igual que sus hijos, decidió separarse del oficial de Prefectura y abandonó el hogar familiar.
Solich, por su parte, siguió trabajando hasta hace tres o cuatro años, cuando finalmente se jubiló. Pero, en el último tiempo, señaló Morosi, la relación con sus compañeros se había empezado a resentir por el abuso de licencias del que hacía uso el hombre desde la masacre. “El padre tenía mucha vergüenza”, afirmó el periodista, tras lo cual apuntó: “Incluso pidió dos veces el cambio de identidad y se lo negaron”.
En el caso de Juniors, nunca terminó la secundaria y hasta donde se sabe tampoco pudo conseguir un trabajo formal. Las huellas de él se perdieron en Villa Elvira -La Plata- en donde habría fijado domicilio al menos hasta no hace mucho tiempo. “Tuvo varias relaciones no muy estables”, contó por otro lado Morosi sobre la situación sentimental de ese chico que ahora es un hombre y ya pasó los 30. “A una de esas mujeres se dice que la dejó embarazada y tuvieron un hijo, pero no están en pareja”, acotó.
En cuanto a Dante, el amigo de Juniors señalado por muchos como su cómplice, se mudó poco después de la masacre a Buenos Aires, donde ya vivían sus abuelos maternos, y nunca más se supo nada de él. Incluso, los familiares de las víctimas ni siquiera saben si cumplió o no con el tratamiento psiquiátrico y psicológico que en su momento había ordenado la jueza para él.
El aula que en 2004 ocupaban los alumnos de 1°B de la escuela de enseñanza media Islas Malvinas dejó de funcionar como tal después del hecho. Actualmente, es una sala de reuniones que usan los maestros y exhibe a través de placas y fotos colgadas en sus paredes el recuerdo de lo que allí ocurrió.