Esta semana empezó con el hallazgo del cuerpo de una mujer asesinada en un descampado de Merlo. La habían violado, la habían golpeado brutalmente y después la descartaron con un palo ensangrentado sobre la cara y una piedra a su lado. El cadáver estaba a solo cuatro cuadras de la casa donde vivía con su pareja. Cuando la policía lo fue a buscar, el hombre no pudo sostener su mentira durante el interrogatorio y confesó su culpabilidad, pero agregó: “Estaba cansado de sus humillaciones”.
En su declaración al momento de ser detenido, Sandro Zárate admitió haber asesinado a su esposa, Sandra Marilin Carricaberri, e intentó justificarse al decir que ya no toleraba que ella le fuera infiel y además la acusó de tomar alcohol con frecuencia.
Todos los argumentos del femicida intentaron poner la culpa en la víctima fatal del caso y no en el asesino, un recurso que inevitablemente vuelve a traer a la memoria las excusas del tristemente célebre odontólogo de La Plata, Ricardo Barreda, quien ganó fama no por su profesión sino después de haber asesinado a toda su familia.
En los 90′, Barreda acusaba el maltrato al que lo sometían su esposa Gladys, sus dos hijas, Cecilia y Adriana, y su suegra, Elena. Las asesinó a escopetazos a las cuatro y en el juicio dio un ejemplo de esos maltratos. “Andá a limpiar, que los trabajos de conchita son los que mejor hacés”, manifestó que le decían constantemente en la casa que compartían, de 48 y 11. Su testimonio no evitó sin embargo que fuera condenado a prisión perpetua en 1995.
En mayo de 2008 le concedieron la prisión domiciliaria en la casa de su pareja, Berta “Pochi” André, en Belgrano, y en 2011 la Justicia le dio la libertad condicional. Beneficio que le revocaron en 2014 porque consideraron que la convivencia se había vuelto “peligrosa” para la mujer, que murió un año después.
Barreda libre
En mayo de 2016, la Justicia declaró extinguida la pena y dejó al cuádruple homicida en libertad. Pocos días después, el hombre que mató a su esposa, su suegra y sus dos hijas fue fotografiado en un hospital de Pacheco, con la mirada perdida y abandonado. Una usuaria de Facebook lo encontró aunque no lo reconoció. Barreda usó otro nombre: Alberto Navarro. Según testigos, también trató mal a una enfermera y después se fue, sin ser atendido.
Unos meses antes de su muerte, a los 83 años, el periodista Marcelo Costanzo lo encontró caminando por un boulevard de San Martín y no dudó en grabar la conversación, que se convirtió en su última entrevista.
- Costanzo: “A mí me interesa su historia”
- Barreda: “A mí no”
- Costanzo: “Cuénteme por qué está en San Martín nada más. Eso sólo quiero saber”
- Barreda: “Porque yo estaba en General Rodríguez y de ahí vine a parar a San Martín”
- Costanzo: “¿Cómo está usted después de todo lo que pasó?”
- Barreda: “Bien”
- Costanzo: “¿Está arrepentido? ¿Qué siente hoy?”
- Barreda: “Son cosas que no quiero volver atrás con eso”
Pese a los intentos del odontólogo por cerrar la charla, el cronista caminó junto a él sin dejar de interrogarlo: “Lo conozco hace mucho porque yo vivía en La Plata. Mi pregunta es esa: ¿qué piensa hoy Barreda?”. “Muchas cosas”, retrucó.
Costanzo: “¿Qué? Cuénteme que a mí me interesa”.
Barreda: “No, no, no; es que a mí no me gusta revolver. Cuando uno revuelve mierda sale mal olor”.
Costanzo: “Nunca lo escuchamos arrepentido”.
Barreda: “No”.
Costanzo: “¿No está arrepentido?”.
Barreda: “No, me duele mucho”.
La paciencia de Barreda no duró mucho tiempo más y cuando el periodista le consultó si los vecinos le preguntaban sobre el cuádruple crimen, visiblemente irritado le respondió que no lo hacían porque “son todos lo suficientemente cautos para no andar haciendo preguntas irritantes”. “Usted me irrita ya”, agregó, por si no había sido claro.
En ese momento a su mirada volvió un brillo desafiante que contrastaba con todo el resto de su aspecto físico. “Cuidado porque te voy a empujar...”, pronunció. Y así, con paso lento y cabizbajo, volvió a ser el anciano de 82 años después de la advertencia. Le pidió a un chico que lo ayudara a cruzar la calle, y se alejó.
Solitario y final
Barreda murió prácticamente solo un lunes por la tarde en un geriátrico de José C. Paz. Nadie fue a despedirlo. Fue enterrado por un sepulturero y dos ayudantes, que se encargaron de trasladar el cajón. El único amigo que le quedaba fue el que colocó sobre su tumba en el cementerio.
“Arrepentido de mis pecados cometidos”, dice el epitafio escrito por Pablo Marti, un mensaje que buscó en la muerte la redención del hombre que mientras vivió nunca se arrepintió.