Cuando Carlos Gardel murió, una caravana acompañó al cortejo fúnebre desde el Luna Park, por Corrientes entonces angosta, hasta la Chacarita, mientras desde los balcones le tiraban cartas y flores. Impresiona ver las imágenes de ese velorio multitudinario. Hoy, todos nosotros somos esa foto en blanco y negro del futuro. Acaba de morir Gardel. Maradona, el inmortal, el de la condición física extraordinaria, el que gambeteaba a la parca como a los ingleses, ya no está más. Qué difícil es escribir que murió Maradona. Maradona, una palabra que fue la banda de sonido de nuestras vidas.
“Como cantante, divulgó las peores canciones, la de las letras más humillantes, y encima las divulgó en el extranjero como el mejor producto del arte argentino. A través de las cintas de Gardel, la idiosincrasia nacional se concreta en delincuentes, orilleros y mujerzuelas”. Esto publicó sobre el Zorzal criollo Monseñor Gustavo Franceschi, poderoso hombre de la Iglesia de aquella época.
Ahora está en letras de molde. No hay disociación posible que nos proteja del dolor. Lo dice el diario: murió Maradona. Murió Gardel.
No hay evento psíquico más conmocionante que la muerte. Pero a la vez más ordenador. La muerte ordena y prioriza. “Nos dio alegría, nos dio días felices”, decía un taxista, simplificando 45 años de amor/odio al personaje. Si hiciéramos una despiadada división de las personas entre las que nos dan y las que nos quitan, Maradona tiene saldo de sobra en la cuenta.
En el arqueo de caja de la vida, el impacto emocional que nos dio con su trayectoria profesional y sus goles inolvidables nunca se va a ver empañado por los mil enojos que generó por su apoyo político a personajes oscuros. Es cierto: Diego tenía un buen lejos. De cerca –dicen los que lo conocieron- no era tan “lindo”. Maradona fue un incomodador. Nos incomodaba a los que intentábamos quererlo y a veces no podíamos.
El gran periodista Ezequiel Fernández Moores recuerda que una vez Muhammad Alí dijo en una rueda de prensa: “Me voy a llamar Muhammad Alí, voy a ser musulmán y negro. ¿Y saben qué? No voy a ser lo que ustedes quieren que yo sea, voy a ser lo que yo quiero ser”.
Maradona no fue un padre ejemplar con todos sus hijos ni tampoco se comportó de modo coherente en sus apoyos políticos. “Los estadounidenses lo llaman role model, que sean modelos sociales- explica Moores- Diego no lo fue. Él jugó tanto un personaje, un rol sacrificial para todos nosotros, sacrificial en términos de su persona, que todos estamos eternamente agradecidos, pero le chupamos la vida. Él jugaba por nosotros, por Dalma, por Gianinna, por la patria, y si era contra los ingleses, mejor, y era extrovertido. Diego era la argentinidad al palo”.
Reflexionemos sobre lo que expresa Fernández Moores: murió quizás el último ejemplar, el emblemático, de una especie en extinción: los futbolistas sacrificiales.
Hasta 1930, la Argentina parecía correr con el caballo del comisario. Aún no estábamos “condenados al éxito”, sino destinados al éxito. Pero algo pasó en el medio. El caballo mancó. ¿Cómo fue que pasamos del caballo del comisario al caballo del botellero? Sin embargo, por una extraña razón, la autoestima colectiva siempre quedó elevada... O falsamente elevada.
Infinidad de veces pasamos de pensar que somos los mejores (“Argentina granero del mundo”, Mundial 78, Malvinas “vamos ganando”, México 86, “en 2008 Lehman Brothers se cayó sobre el mundo, pero sobre nosotros no porque no vivimos de hipotecas ni necesitamos préstamos”) a creernos los peores (golpes militares, devaluaciones, inflación, la moneda pierde 13 ceros en 40 años, crisis de 2001, “el mundo se nos cayó encima”, etc.). Durante décadas se verificó un patrón repetitivo en la autoestima colectiva: pasábamos de la euforia a la depresión. Y de la sobrevaloración a la subestimación. ¿Quién es el hijo preferido de la ciclotimia social? El exitismo.
Los campeones nos garantizan “autoestima exprés”. Por eso, quisimos tanto a Diego. Porque fue nuestro proveedor de autoestima exprés en un país donde por momentos es difícil sentirse orgulloso.
En 1887, un oftalmólogo polaco llamado Lázaro Zamenhof inventó un idioma, el esperanto, con la ilusión de que se convirtiera en una lengua auxiliar internacional. El seudónimo de Zamenhof era “Doktoro Esperanto”, algo así como “doctor esperanzado”, por su anhelo de que todos los hombres pudieran comunicarse.
Pero el oftalmólogo tuvo poco ojo. El esperanto resultó ser el fútbol, el idioma universal con el cual todos los hombres, no importa de dónde vengan, logran primero entenderse y luego medirse. El fútbol es para la Argentina casi la única posibilidad de ejercer la supremacía planetaria.
Con Maradona, efímeramente, lo logramos.