Fito Páez extiende sus brazos a miles de jóvenes que transpiran con él en el 11° Festival Buena Vibra, en el Hipódromo de Palermo. En eso abre los ojos a un instante del cielo: dos enormes pájaros blancos se sumergen en la noche, justo arriba de las luces encandiladoras del mega-escenario. De traje púrpura y con una remera que dice “beat”, Páez acomoda sus rulos grises pegoteados vibrando al son de la multitud con su tema Tu vida mi vida: “Cuando nuestras pieles se conectan al brillar, y cuando sus abrazos y mis manos se entrelazan, entonces, yo siento que me da su vida”.
Debajo, a dos metros, corean a Páez las dos vocalistas y compositoras de Perotá Chingó (Julia Ortiz y Dolores Aguirre), quienes descollaron horas antes en el mismo escenario del Buena Vibra: un festival multigeneracional y multicolor, único en su tipo por su mirada inclusiva, y que cerraron Bandalos Chinos, Miranda! y Lo’ Pibitos este sábado. Fue un salto de escala para el Buena Vibra: nació en Ciudad Cultural Konex y ahora se volvió masivo en el Hipódromo.
¿Cómo hizo? Reuniendo a bandas y solistas del nuevo pop y rock en sus colores y géneros múltiples. Y con una misión ética, además de comercial: cumplir la aún flamante Ley de Cupo, que exige un mínimo de un 30 por ciento de mujeres (y de identidades de género autopercibidas) en festivales y eventos sonoros de todo el país y todas las expresiones musicales argentinas.
Fito Páez, desde las 20.40, fue la voz cúlmine de una calurosa tarde inclusiva para artistas sin bajezas estéticas ni discursivas, allí en el Hipódromo. El evento había comenzado a las 13, presentando artistas en dos escenarios gemelos y contiguos (para evitar tiempos muertos). En ellos se alternarían bellos exponentes del pop y del rock más fresco y sustancial: El Zar, Paula Maffía, Nafta, Barbi Recanati, Fémina, Perotá Chingó, el chileno Alex Anwandter y Lisandro Aristimuño y El Kuelgue antecedieron a Páez y a los programados hasta el final.
En total llegaron 16 mil personas al inmenso predio de césped lindero a la pista del Hipódromo. Gente entre los 20 y los 30, con cortes de pelo y estilos chic; hippies; hipsters; otros sin definiciones; chicos con shorts o en cueros; chicas con jeans, botas altas, zapatillas caras o corpiños de la bikini a la vista.
Uno de los cambios que presentó la organización fue un sistema “cashless” para la compra de bebida y comida en el predio. En vez de usar efectivo, había que recargar una tarjeta especial que luego servía en los puestos como método de pago. Mientras las bandas hacían lo suyo, el calor de la tarde obligó a la gran mayoría a hacer las filas para adquirirlas y poder tomar algo. Aunque también estaba la opción de acercarse a un punto de hidratación gratuito.
Eran las 16.40 cuando uno de los grupos más originales y sensuales de la escena porteña 2020 arribó al escenario izquierdo: Conociendo Rusia. No es casual su link estético spinettiano. Su voz y guitarra líder es Mateo Sujatovich, hijo del extecladista de Spinetta Jade Leo Sujatovich. Con Cabildo y Juramento, su segundo disco (y su canción homónima con aires tangueros), Conociendo Rusia se afirma entre la vanguardia pop de lo que va del siglo XXI.
Ya para las 17.20, al escenario derecho subiría Perotá Chingó con un plan certero: ofrecer canciones de su reciente disco Muta y sus clásicos con texturas de raíz folklórica, otros pulsos latinoamericanos, algo de cumbia-trap y hasta de neo-soul, con las vibraciones vocales de Julia Ortiz y Lola Aguirre. Ambas llevaban ropas de diseño en cueros, como dominatrix sexuales de la música y del goce sin barreras. El libre juego de los cuerpos y de los géneros es un núcleo ideológico del Buena Vibra.
“Seguramente gran parte del público que se puso bien adelante para verme sea gay, y por eso mis canciones son para todos ustedes. Pero voy a dedicar el tema que sigue a otra gente muy especial: los heterosexuales. Con muchos solos de guitarras bien masculinos”, bromeó a las 18.40 el chileno electro-pop Alex Anwandter, con su banda sin solemnidad. Y acentuó: “Mi propuesta no está sólo para mover las caderas, algo que me encanta, sino para mejorar el mundo. Es el ejemplo de mi compatriota, el gran Víctor Jara: yo no canto por cantar. Mi pueblo de Chile vive una lucha para decidir su destino, y yo siento que la Cordillera no nos separa. Nos une como latinoamericanos”.
La ovación para Anwandter fue justo antes de que, a las 19, le tocara a Lisandro Aristimuño, con su banda con precisión de reloj y su set de cuerdas en refinado contrapunto. Otro punto a favor del Buena Vibra: los baños químicos, linderos a los escenarios, jamás tenían colas y eran limpiados constantemente. “Aguante este festival que incluye a tantos colegas talentosos”, sonrió Aristimuño, provisto de un set de calidad irrebatible, que conmovió unánimemente con obras como Anfibio, Elefantes, Azúcar del estero, Me hice cargo de tu luz y muchas más que resistirán modas, olvidos y pasatismos.
Más tarde, en el escenario izquierdo, el actor-performer-cantor Julián Kartún lograba coros y tarareos al frente de El Kuelgue. Con su set rockero, latino y candombero, pleno en letras absurdas e irónicas sobre los tiempos duros. “Se me hizo un poco largo el recital de El Kuelgue. ¿Cuándo llega Fito Páez?”, tiró una chica de más de 30, que iba por su tercera botella de agua mineral.
El ídolo rosarino atemporal aparecería a las 20.40 con su batería de hits colectivos, y el rostro iluminado por su propia conexión con gente tan joven (y tan distinta) en el Buena Vibra. Entre los teclados y el furor de su banda encendida al cosmos, Páez reverdeció El amor después del amor, A rodar mi vida, 11 y 6, Polaroid de locura ordinaria, Ciudad de pobres corazones, y hasta ese desafío interpretativo intitulado Ámbar violeta. “Mi hija Margarita me dijo que es mi mejor tema, así que lo voy a cantar”, había dicho justo antes. Su afinación oscilante no obturó la emoción que, ya frente a la luz de los celulares, conjuró Páez para Brillante sobre el mic. Envuelto en una ovación sideral.
La sensibilidad de Páez es un puente que, con la historia del rock argentino en el puño, se abre a las y a los creadores emergentes más inspirados y autoexigentes. Por eso, aunque cuando aquél terminó se fueron del Hipódromo grandes porcentajes de asistentes, se mantuvo la hidratación y la conexión entre los artistas que faltaban hasta la madrugada. Así, desde las 22, Marilina Bertoldi desafió a quienes aún no comprenden su trance instrumental de rock entre sus letras empoderadas y sus ritmos agresivos, con un grupo en su mayoría de mujeres, de ardiente exquisitez, y un despliegue escénico con timing en aumento.
A las 22.40, Bandalos Chinos, los elegantes chicos de Beccar que rockean mejor desde que entendieron que las críticas estéticas son inherentes al crecimiento profesional y al negocio (y una mejor ofrenda a sus predecesores), sostuvieron la química del Buena Vibra abriéndose para nuevos oídos. No sólo para sus fans ganados en los últimos dos, tres años. Y, más allá de las 23.30, los revisitados y veteranos de Miranda! repitieron sus secuencias y su teatralidad pop de siempre, para el primer aviso de adiós en el festival: saltarín y bailable.
Ya provistos de frescor, a las 00.20 Lo’ Pibitos abrieron su sintonía a punto caramelo de rock y funk raperos, que conjugan toques de cumbia y códigos de lo urbano con esos dulces sintetizadores, despojados de frialdad. El Buena Vibra no opera en la nostalgia: tras el hito del Hipódromo, es seguro que el festival seguirá ampliando sus colores y sus grillas. Con el cupo de género cumplido, como una bandera de calidad sonora irrenunciable.