Había estado un mes en Los Ángeles, pero dijo que no había visto muchas cosas. El mar, un par de tiendas de discos y el tramo de concreto que recorrió para llegar a la biblioteca donde yo trabajaba. Le presté mi ejemplar de El día de la langosta y me ofrecí a enseñarle los alrededores. Yo tenía casi 37 años. Él era mucho más joven. ¿Cuánto más joven? Tenía miedo de averiguarlo. Un año y medio antes, me había mudado a Los Ángeles con aspiraciones: cumplir mi promesa de ser guionista y enamorarme, casarme y tener un hijo. Necesitaba un trabajo estable, así que acepté un puesto de principiante en la biblioteca de investigación de una prestigiosa academia de cine, e imaginaba que poco después subiría de puesto. Hasta el momento, nada había salido según mis planes.
Aunque mi trabajo era poco importante y el sueldo bajo, el empleo tenía sus placeres: estanterías de guiones encuadernados, objetos coleccionables de Hollywood y proyecciones de películas clásicas, bellamente restauradas. Así que permanecí en mi puesto, mientras por las noches y los fines de semana en casa hacía interminables revisiones al guion que estaba escribiendo. Nick apareció en la biblioteca a mediados de septiembre, con una sonrisa que revelaba el espacio que había entre sus dientes frontales y sus extremidades pálidas que salían de sus pantalones cortos y su camisa abotonada. Había viajado 9656 kilómetros, desde Edimburgo, para realizar la investigación de una biografía del Hal Ashby, el director de cine de los setenta. Con una habitación alquilada a poca distancia de la biblioteca y un boleto para regresar tres meses después de su llegada, Nick se convirtió en visitante asiduo de la sala de lectura de colecciones especiales.
Día tras día, analizaba documentos de Ashby, se acercaba al escritorio para pedir fotocopias o ayudar a descifrar los garabatos de un manuscrito, pero también para charlar sobre películas, el choque cultural y las excentricidades de su loca casera. Nuestras conversaciones adquirieron una intimidad lúdica y un día, cuando volvió a su mesa, me di cuenta de que lo seguía con la mirada. “Dios mío, por favor, que tenga 27 años”, pensé mientras él escribía sus notas, con la lengua entre los labios como señal de concentración. Había decidido que, si era menor que yo por más de diez años, la diferencia de madurez y experiencia sería demasiado grande. Comenzamos a almorzar juntos en una banca frente a la biblioteca y hablábamos de nuestros gustos literarios, musicales y cinematográficos como si nuestras identidades dependieran de ello. Me alivió saber que Harold y Maude —la historia de amor de un joven de 20 años y una mujer de 79— no era su película favorita de Ashby.
// Los mantuvo unidos la vieja costumbre de escribirse cartas de amor
Poco después, comencé a llevar a Nick al parque Griffith y a las proyecciones en la academia. No le pregunté cuántos años tenía. Para entonces ya había decidido que no importaba. Se iría pronto, y eso sería el final de todo. Pero en casa escuchaba la oda al amor adolescente de Big Star, “Thirteen”, que repetía con un fervor que sugería que sí me importaba. En la víspera de mi cumpleaños número 37, tuvimos nuestra primera cita real y, mientras lo llevaba a casa, confesamos que estábamos enamorados el uno del otro (con esa frase lo dijimos). Estábamos en Venice Boulevard, acercándonos a la salida para llegar a su casa en medio de un silencio de incierta anticipación, cuando comenzó a sonar otra canción en la radio, y reconocí las primeras notas de “Thirteen”. Volteé a verlo, sin aliento, y le dije: “Voy a seguir conduciendo”. No se opuso mientras nos dirigíamos a la playa con la canción de Big Star de fondo: “¿Me dejas acompañarte a casa desde la escuela? ¿Nos vemos en la pileta?”.
Resultó que el número trece, como en el título de la canción “Thirteen”, no solo era una edad que describía la energía de nuestro romance naciente, sino que también resultó ser nuestra diferencia de edad. No tenía 27 años. Apenas tenía 24. Antes de venir a Los Ángeles, había estado viviendo con sus padres. Era una diferencia de edad que pudo haber parecido aceptable en una relación si él tuviera 30 años y yo 40 pero, por ahora, nuestra única opción razonable era una aventura. En la playa nos besamos, con arena en los zapatos y en el cabello. Así comenzó nuestro romance secreto... secreto porque no quería compartir mi vida amorosa con mis colegas ni mucho menos soportar las inevitables bromas de Harold y Maude. Pasamos las vacaciones de Acción de Gracias en la cabaña de un amigo en Los Feliz, donde yo lo estaba cuidando a su gato. Cuando íbamos a dar paseos por las colinas, nos maravillábamos viendo la ciudad, cuyos horizontes reflejaban la inesperada amplitud de nuestros sentimientos.
Cuando regresé a casa, vino conmigo. Durante la semana, desarrollamos una rutina en la que nos veíamos en distintos lugares para subir y bajar del auto, además de comunicarnos con miradas y organizar almuerzos discretos, con la emoción del inofensivo secreto que nos unía. Los fines de semana recorríamos la ciudad; íbamos a museos y librerías, a restaurantes y taquerías, a playas y senderos. La frase que me repetía, mientras me veía entrecerrando los ojos desde la otra almohada, era esta: “¿Acaso no eres la chica de la biblioteca?”. A medida que se acercaba su partida, la cuestión del futuro se cernía sobre nosotros, hasta que expuse claramente lo que ambos ya sabíamos: yo quería una familia, y si íbamos a continuar nuestra relación, tendría que ser con la intención de explorar esa posibilidad. Pasamos nuestros últimos minutos juntos antes de su vuelo sentados al pie de un asta de bandera del aeropuerto de Los Ángeles, con los dedos entrelazados y sintiendo un terrible dolor en el aire. Y luego se fue, con la promesa de regresar a visitarme en marzo.
Tras su regreso, empezamos a hacer planes para que viviera conmigo unos meses, con cuidado de no comprometernos demasiado, incluso mientras imprimíamos la solicitud de un visado de prometido. Luego lo aceptaron en un diplomado de escritura en Escocia, y pusimos nuestros planes en pausa. Continuamos visitándonos, pero cada mes él se distanciaba más y yo me sentía más ansiosa. En Navidad nos reunimos en la ciudad de Nueva York. Allí, así como una vez habíamos trazado el florecimiento de nuestra relación en las calles y parques de Los Ángeles, trazamos nuestra separación sin palabras. En una llamada, después de haber regresado a nuestros lejanos hogares, dijo: “No puedo hacer esto”. Con su libro a medio escribir y nuestro casi nulo poder adquisitivo combinado, la posibilidad de tener el dinero para mantenernos a nosotros mismos, ya ni hablar de comenzar una familia, le resultaba abrumadora, y mi fe en que averiguaríamos la manera de lograrlo era poco convincente. Sintiéndonos pésimo, nos despedimos.
// Sus vidas se cruzaron en el peor momento del mundo
Durante un par de días, me quedé acostada en la cama y dejé que mi cuerpo pasara el duelo en mi nombre. Antes de romper, empecé a temer que nuestra relación estuviera condenada a terminar desde el principio y que el futuro que habíamos imaginado fuera un delirio. Ahora solo sentía la pérdida, no de algo destinado a terminar, sino de algo que había estado casi al alcance. Volví a mis rutinas sintiéndome vacía, pero poco a poco fui reviviendo, gracias al sol, el tiempo y el problema cada vez más apremiante de mi sustento. La ansiedad de Nick sobre nuestra capacidad de mantenernos a nosotros mismos se había quedado grabada en mi mente como un desafío para enfrentar los miedos y la reticencia que me mantenían en un empleo por debajo de mis capacidades e insatisfecha. Durante meses había estado considerando posibles soluciones. En ese momento puse manos a la obra. Me mudé a Brooklyn, donde tenía amigos y familia, tomé un curso de edición de películas y, un par de meses después, conseguí mi primer trabajo de edición. El sueldo era poco, pero sabía que había encontrado una profesión —y una ciudad— en la que podía prosperar.
Hice estos cambios para mí, en mi propio camino de autorrealización pero, al hacerlo, me había convertido en una posible pareja más viable y posiblemente más digna. Al mudarme al este, también había reducido a la mitad la distancia física entre Nick y yo. El día que cumplió 26 años le envié un mensaje. Intercambiamos algunos correos electrónicos tentativos, y luego acordamos hablar por teléfono. No habíamos hablado durante ocho meses. Después de romper el hielo, me dijo: “Quiero verte”. Le dije que no, pues me preocupaba regresar con él sin intenciones claras. Se quedó callado y entonces algo cambió en él: “Quiero ir a vivir contigo”.
Había terminado un borrador de su biografía de Ashby ese mismo día. Según mis viejos criterios, todavía era demasiado joven para mí, pero trazar una vida de principio a fin le había dado una nueva confianza y claridad. Después de escuchar como yo también había cambiado, entró en razón. Nick y yo llevamos casados 13 años y tenemos una hija de 10. La duración de nuestro matrimonio ahora coincide con la diferencia de nuestras edades, y, como si esos años de vida familiar hubieran llenado el hueco de la edad, ya casi no lo notamos. El año pasado, volvimos a visitar la biblioteca para mostrarle a nuestra hija el lugar donde nos conocimos. Muchas de las personas que conocíamos seguían allí, pero ya no me preocupaban los chistes de “Harold y Maude”. Ahora teníamos nuestra propia historia.
Por Heather von Rohr, ©2020 The New York Times Company.