“¿Puedo traerles una bebida fría?”, preguntó el mozo de la pileta mientras sostenía un recibo a la altura de la frente para tapar el sol aquel día caluroso. Solo llevaba pantalones cortos y no podía haber creado un contraste más grande con la mujer a la que se dirigía; mi madre llevaba puesto un vestido de lino con mangas largas que le cubría todo el cuerpo. “Una piña colada virgen”, contestó. “Lo mismo para mí”, le dije. Mi madre sabía que bebía alcohol, pero no le gustaba que lo hiciera frente a ella. Estábamos en Naples, Florida, en las vacaciones anuales de primavera de la familia, una tradición que habíamos continuado incluso cuando mi hermano y yo nos convertimos en hombres de mediana edad.
En este punto, las rutinas vacacionales ya estaban perfeccionadas. Mi padre se levantaba temprano y caminaba al muelle, donde alquilaba una caña y pescaba; mi madre se levantaba más tarde y, después del desayuno, se acomodaba al lado de la pileta para leer. Yo dividía mi tiempo entre ambos: pasaba la primera parte de la mañana con él y unas cuantas horas antes del almuerzo con ella. Ella estaba leyendo The Bluest Eye, pero mientras estábamos uno al lado del otro en camastros mantuvo el libro cerrado. Sentí que estaba ansiosa y me pregunté qué le preocupaba. De pronto volteó a verme y me dijo con alegría: “¿Y si damos un paseo por la orilla del mar?”.
En la playa, mi madre era la única persona que estaba totalmente vestida, del cuello a los pies. En todos mis años como su hijo, jamás había visto sus piernas más allá de la parte superior de sus tobillos, y, desde luego, jamás la había visto en nada ni remotamente parecido a un traje de baño, aunque los usaba cuando era niña, pues aprendió a nadar (y le encantaba hacerlo). Cuando caminábamos por la orilla del mar, se arremangaba los pantalones o levantaba la parte frontal de su vestido para poder sentir las olas que le enjuagaban los pies. A menudo me preguntaba si extrañaba meterse al agua, pero jamás se me ocurrió preguntárselo. Sabía que ella lo había decidido así; mi padre no era un musulmán practicante ni creyente y no le habría importado si ella hubiera querido mostrar algo de piel.
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A sus 67 años, aún era hermosa, aunque le preocupaba menos aparentarlo. Mis padres se habían conocido en Pakistán a principios de la década de 1960 y ambos eran ridículamente atractivos, si las historias que sus amigos contaban y las fotografías que les tomaban en ese entonces eran dignas de confianza. Los padres de mi madre habían evadido dos decenas de propuestas para su hija antes de terminar sorprendiendo a su familia al enamorarse de un compañero de la escuela de medicina en Lahore. Los padres de mis padres tampoco estaban muy contentos con la pareja. Después de que ya habían anunciado su decisión de arreglar el matrimonio de su único hijo —y tras haber seleccionado a una novia—, mis abuelos paternos ni siquiera se molestaron en asistir a la boda. Aunque se habían unido gracias al amor, el matrimonio de mis padres fue difícil desde el inicio. A mi padre le gustaba voltear a ver a otras mujeres y no parecía sentir que el matrimonio debiera detener ese comportamiento. Para cuando tenía 4 años, ya sabía que mi padre tenía “otras mujeres”, como solía decirlo mi madre. Una proximidad poco sana de la situación —su conflicto central tóxico— había definido gran parte de mi infancia. Había definido la narrativa de su matrimonio. O eso creía.
Mientras ella y yo caminábamos por la orilla, ella llevaba sus ojotas en una mano y el frente de su vestido hecho un puño en la otra, comenzó a contarme una anécdota. A mediados de la década de 1980, cuando yo todavía no estaba en la preparatoria, ella había trabajado durante una época en el Colegio Médico de Wisconsin. Puesto que era una de las primeras especialistas en el método nuclear de creación de imágenes, la solicitaban de manera extraordinariamente frecuente en ese entonces, por lo que recorría en auto todo Milwaukee para interpretar imágenes en varios hospitales. Aunque su época de cubrir turnos en el colegio médico había sido breve —apenas dos años— yo había sabido desde mucho tiempo atrás que le gustaba mucho el lugar.
Siempre había supuesto que su cariño tenía que ver con el prestigio de la institución, el atractivo de las investigaciones, un recordatorio de la atmósfera pedagógica de los años que encantada pasó en la escuela de medicina en Lahore. Quizá también fue todo eso pero, principalmente, le interesaba un cirujano que trabajaba ahí, según llegué a enterarme. Como ella, estaba casado y tenía dos hijos. Se conocieron una noche cuando él estaba de turno y ella se quedó hasta tarde en el hospital analizando la imagen de un paciente a quien él iba a operar. Era un hombre alto con cabello rubio canoso y el cuerpo de un atleta. Había jugado fútbol americano en la universidad, pero no se comportaba con la arrogancia y el porte que se solía encontrar, según ella, en los cirujanos, sobre todo los que habían sido atletas. Mi padre tampoco era un hombre pequeño, pero, como el cardiólogo estrella que era, sí se comportaba con esa arrogancia que podía resultar poco atractiva.
“Era humilde”, decía ahora ella, hablando del cirujano, mientras veía cómo el agua le humedecía los pies y se dibujaba la insinuación de una sonrisa en sus labios. “Esa humildad fue lo que me atrajo a él”. Me alegré de que no me mirara mientras hablaba. Nunca imaginé a mi madre deseando a mi padre, y mucho menos a otro hombre. Por muy sorprendido que estuviera, no quería que dejara de hablar. “Nos reuníamos en la cafetería para cenar”, dijo. “No me gustaba la comida de allí, así que llevaba comida de casa: dal, bhindi. Se enamoró de la comida pakistaní”. Mi madre me miró. “Y no se enamoró solo de la comida pakistaní. Además, fue mutuo”. Había algo en su cara que no reconocí, una ferocidad silenciosa. Volteó la mirada hacia otro lado. Más adelante, creí ver la silueta de mi padre en el horizonte. Era más o menos a esa hora de la mañana cuando comenzaba a caminar de regreso al hotel.
Mi corazón empezó a acelerarse. “No era feliz con su esposa”, dijo mi madre. “Yo tampoco era feliz con mi marido. Pero no pasó nada. Ambos teníamos dos hijos. Éramos de culturas diferentes. ¿Qué sentido tenía hacer pasar a todos por todo ese dolor? ¿Solo para que nosotros pudiéramos ser felices? Sé que eso es lo que mucha gente en este país piensa que significa ser libre. Pero ese no es el tipo de persona que soy”. Sabía que esa última idea, sobre la libertad, era una réplica dirigida a mí sobre mi padre. Yo sabía que se sentía eso por él, aunque me había llegado a preguntar si era una valoración justa. Después de todo, él tampoco había dejado a su familia. El hombre que iba delante, como ahora podía distinguirlo, era mi padre, que se acercaba a nosotros con un pez rojo que colgaba de su mano. Mi madre aún no se había dado cuenta de que era él. “Creo que es papá el que está allá adelante”, dije en voz baja.
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Ella levantó la mirada y dijo: “Hablando del rey de Roma...”. “Atrapé el almuerzo”, dijo mi padre mientras se acercaba, sosteniendo el pescado. “Es pargo. Voy a llevarlo a la cocina para ver qué pueden hacer con él”. “Acabo de desayunar”, respondió ella. “¿Y vos?” preguntó mi padre cuando volteó a verme. No se notaba si el rechazo de mi madre le molestaba. Su larga lucha interna, con sus miradas marchitas y respuestas murmuradas, de repente pareció menos dramática. Tal vez fue la forma en que superaron su decisión de permanecer juntos. “Claro”, dije. “Aunque mamá y yo estábamos dando un paseo. Nos vemos en el hotel”. En cuanto se fue, mi madre y yo continuamos en silencio. La atmósfera de complicidad se había ido; su confesión había terminado. Dejó caer su vestido mientras se dirigía a un terreno más alto. La seguí hasta la cima de una gran duna.
“¿Te mantuviste en contacto con él?”, le pregunté mientras la alcanzaba. Ella sacudió la cabeza. “Se alejó. Nos escribimos algunas cartas. Pero eso fue todo”. Volteó a ver el océano. Después de un silencio incómodo, dijo: “Pensé que deberías saberlo”. Durante un momento, vi a la mujer joven y hermosa que había conocido de niño. Por fin veía a través del papel que había desempeñado toda su vida, el de mi madre, un papel que creía que ella había amado y que había llegado a definirla de muchas maneras, pero no del todo. Nuestros ojos se cruzaron en ese momento y su tímida y vulnerable expresión me sorprendió. Luché contra el impulso de apartar la mirada y evitarnos una incomodidad que supuse que ambos sentíamos. Algo nuevo estaba pasando entre nosotros. No quería volver a ser el hijo que solo veía a una madre que amaba y necesitaba, pero que asumía, quizás como todos los niños, que en última instancia le pertenecía. Sostuve su mirada. “Me alegro de que me lo hayas dicho”, dije. Sonrió. Nos quedamos en la duna un poco más, y luego se recogió el vestido y bajamos de regreso al mar.
Por Ayad Akhtar, ©2020 The New York Times Company.