Fue una batalla larga y muy cruenta. Ocho meses de combates. Con avances y retrocesos. Ocho meses salvajes, violentos, atroces. Ocho meses en los que cambió hasta el aroma que se respiraba en esa zona: el hedor a muerte y a descomposición dominaba el ambiente.
Hubo 600.000 bajas entre muertos y heridos. Las minas, los torpedos, los disparos de fusiles, las ráfagas de ametralladores, las bayonetas, el frío, el hambre, las tormentas, las enfermedades. La muerte estaba por todos lados en la pequeña Península de Galípoli.
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Fue una batalla clave en el desarrollo de la Primera Guerra Mundial. Y, sin exagerar, hasta se podría decir que influyó, aun con su resultado final incierto, decisivamente en el desarrollo del Siglo XX. Una de las consecuencias mediatas de Galípoli fue la caída, un par de años después, de los zares rusos.
Tan compleja, con tantas circunstancias e historias dentro, tan significativa fue que la batalla tiene diferentes denominaciones según desde dónde se la narre. En Turquía es la Guerra de Canakkale, para los australianos y neozelandeses es la Batalla de Galípoli mientras que para los ingleses es la Campaña de los Dardanelos.
Durante la Primera Guerra Mundial, los Aliados (Gran Bretaña, Francia, Australia, Nueva Zelanda, India, Imperio Ruso y Egipto y otros países de África del Norte) se enfrentaban a las Potencias Centrales, a los tres grandes imperios: el Austrohúngaro, el Otomano y el Alemán.
Los Aliados, incitados por los británicos comandados por Winston Churchill, decidieron ingresar al Imperio Otomano a través del Estrecho de Dardanelos. Creían que esa era la llave de entrada para acabar con ese frente. El destino final e inexorable, decían, era Estambul.

La operación tenía sus riesgos evidentes. Pero si resultaba bien, los beneficios serían tan grandes, tan contundentes, que los jefes aliados sucumbieron al encanto de los planes de invasión (y sus potenciales ventajas de ser exitosa) que defendió con énfasis y con su peculiar poder de convicción Winston Churchill.
Había que tomar la península de Galípoli, era el camino para llegar a Estambul (la vieja Constantinopla). Sería un golpe del que los turcos no podrían recuperarse: la toma de la capital otomana. Además permitiría que los rusos pudieran volver a abastecerse y defender sus posiciones. Eso también desequilibraría los otros frentes. La Gran Guerra parecía jugarse en el Mar de Mármara.
Dos de los que comandaban las acciones de ambos bandos lograron una gran celebridad posterior. Uno por su victoria y la capacidad de repeler los ataques; el otro por sus persistencia, genio y lo actuado durante la Segunda Guerra Mundial. Winston Churchill y Mustafá Kemal. Del lado otomano, la dirección de la defensa estaba en sus manos. Kemal, un durísimo militar, expandía los límites de resistencia de sus hombres y con ideas y estrategias novedosas para el combate. Parecía estar siempre un movimiento delante de sus enemigos. Kemal, luego de la Primera Guerra Mundial, fue el líder de la independencia turca y el primer presidente de Turquía bajo el nombre de Atatürk.
La operación comenzó en abril de 1915.
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En los papeles todo parecía sencillo, pulcro y veloz. La flota británica acosaría la península desde el agua, bombardeando la costa y los fuertes que la protegían hasta destruir las defensas, después el ingreso estaría asegurado. El desembarco lo habían planeado y muchos lo consideraban un mero trámite. Hasta se habían impreso instrucciones para los soldados británicos que decían: “Los soldados turcos manifiestan en general su deseo de rendirse sosteniendo el fusil boca abajo u ondeando prendas de vestir o trozos de tela de cualquier color. Se debe desconfiar de las banderas blancas: los soldados turcos no suelen tener telas de ese color”. Se descontaba que el enemigo, sorprendido y ocupado en otros menesteres, se entregaría sin dilaciones.
Pero la poderosa flota británica primero se estancó y luego tuvo que retirarse con tres buques hundidos y sin haber podido cumplir con su cometido. Las minas dañaban (o directamente hundían) los barcos y desde los fuertes de la costa se repelían los ataques con una gran defensa de la infantería. Los turcos demostraron que estaban preparados ante los posibles invasores.
La flota se retiró. Cambiarían de estrategia. Invadirían el territorio. Unas decenas de miles de hombres por lado se enfrentarían en el llano.
Ese podría haber sido el momento en que los británicos, al mando de la operación, recalculaban y modificaban sus planes. Pero nada de eso sucedió. En una operación anfibia, con centenares de botes de madera súper poblados, se lanzaron al ataque y desembarcaron en Galípoli.
Pero eso no sucedió inmediatamente. Hubo que reagrupar tropas, esperar refuerzos, víveres y municiones que llegaban desde Egipto. Se unieron franceses, ingleses y la Arzac, las tropas australianas y de Nueva Zelanda.

Los turcos estaban avisados y la lentitud y el cambio de planes de sus enemigos le dieron tiempo para organizarse y enviar muchos hombres a la zona. En el momento en que los barcos ingleses se retiraron, los otomanos estaban por quedarse sin poder de fuego. la tregua forzada les dio un impensado aire. Los alemanes mandaron un mariscal de campo a coordinar la operación; el militar sugirió que en algunos sectores dejaron avanzar en el territorio al enemigo, para desconectarlos del resto de sus fuerzas y que no tuvieran vuelta atrás. Así lo atacarían con más contundencia y en lugares que los otros no imaginarían.
La defensa terrestre de los turcos se mostró inexpugnable. Los Dardanelos parecían un territorio impenetrable.
Un factor clave que los aliados no tuvieron en cuenta fue que en la batalla prolongada, los turcos contaban con la ventaja evidente: podían reaprovisionarse desde Estambul mientras que los aliados debían esperar que llegaran los envíos desde miles de kilómetros y por agua. En algún momento llegaron a pensar que los turcos eran inmortales. Porque una jornada abatían a miles y al día siguiente tenían otros tantos miles frente a ellos. Lo que sucedía era que nuevas tropas llegaban al lugar a reemplazar a las que quedaban fuera de combate. Y eso lo tenían muy claro desde el comienzo. Una de las primeras órdenes de Mustafa Kemal a sus hombres lo expresaba con claridad: “No les ordeno que luchen, sino que mueran. Mientras morimos, podrán llegar otros soldados y otros jefes para ocupar nuestros puestos”.
Tanto los Aliados como los otomanos involucraban cada vez más hombres y divisiones. Al principio parecía que con 75.000 alcanzaría. Esa cifra se multiplicaba cada quince días. Más de 800.000 hombres terminaron participando.
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A pesar de las características propias de los Dardanelos, la batalla replicaba la lógica de lo que venía siendo la Primera Guerra Mundial. Combates muy cruentos, muchísimas bajas y pocos avances territoriales; muchos pequeños avances y retrocesos. La guerra de trincheras era estática y causaba muchas muertes y mutilaciones.
A lo largo de esos meses los comandantes cometieron muchos errores y en varias ocasiones, ante la falta de información precisa y ante la ausencia de agilidad y celeridad de estos grandes movimientos, su intuición falló. Son muchos los analistas que afirman que si el bombardeo inicial por parte de los barcos no se hubiera retirado después de la tercera mina que hundió una nave, los otomanos se hubieran quedado sin provisiones en pocas horas. Así en todo el tiempo que duró la Batalla de Galípoli, hubo varios momentos que si se hubiesen prolongado o se hubiesen acortado (o quizás no se hubiera lanzado un ataque), las condiciones hubieran sido otras. Contrafácticos que a esta altura son incomprobables.
El paso del tiempo trajo otro factor que no había sido considerado: el calor del verano convirtió a las trincheras en hornos. E implacable se cobró decenas de miles de víctimas. Muchos murieron de sed, deshidratados.
Los Aliados lograban avanzar en algunos lugares y en otros eran rechazados. Cuando los Otomanos confiados repelían algún ataque con mucha contundencia y decidían avanzar para expulsar hacia al agua a sus enemigos, eran sorprendidos. Era como si el que esperara el movimiento del otro fuera siempre el que ganaba.

Algunos líderes aliados aconsejaban la retirada. Evacuar sus tropas y admitir las pérdidas. Otros se empecinaban y aumentaban cada vez más los envíos de los hombres.
Los australianos y neozelandeses batallaban en Galípoli (la recreación que hizo Peter Weir- el director de Testigo en Peligro, La Sociedad de los Poetas Muertos y Truman Show, entre otras- es una gran película bélica y consolidó la figura de Mel Gibson después de la primera entrega de Mad Max). Aunque fueron muchísimos los muertos y heridos, el combate presentado en Galípoli consolidó a ambos países de Oceanía como naciones.
Mientras los enfrentamientos se extendían durante meses, con victorias y derrotas de los dos lados, y con muchísimas muertes en el medio, las acciones en los demás frentes de la Primera Guerra Mundial continuaban. El mundo no se detuvo a mirar como turcos y Aliados se desangraban en los Dardanelos. Eso hacía que las fuerzas se dispersaran, que la opinión pública se preguntara si valía la pena seguir empecinadas en Galípoli y que los altos mandos comenzaran a dudar de continuar con las operaciones en la zona.
Nadie parecía hacerse una pregunta básica: ¿Cuántas muertes son muchas muertes? ¿Cuál era el sentido de seguir intentando penetrar por esa vía en territorio turco?
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Eran tantos los cadáveres que había sobre la tierra y dentro de las trincheras que las moscas se multiplicaban. Revoloteaban en masa, una nube oscura y zumbona. La presencia de las moscas era abrumadora. No se podía tragar un bocado de la escasa comida sin que una mosca entrara en la boca del soldado. Uno de los pertrechos más codiciados fueron los velos que, al menos, impedían que las moscas les pegaran todo el tiempo en la cara y se metieran en sus fosas nasales, en sus bocas. Sin velo se hacía imposible comer o dormir.
Los cadáveres producían otros efectos colaterales además del crecimiento exponencial de insectos. Esas pilas de cuerpos sin vida y pudriéndose o los que estaban desperdigados alfombrando el terreno, desmoralizaban a las tropas. El hedor, penetrante e imposible de ignorar, imposible de naturalizar, llenaba de repugnancia a los soldados que no podían comer por las sensaciones permanentes de náuseas. Además se propagaban con gran facilidad, en ambos bandos, las enfermedades como la malaria, el tifus y la disentería.
Las semanas corrían y las estaciones cambiaban. El otoño trajo alivio gracias al descenso de la temperatura. Pero tras el otoño, inevitable, llegó el invierno. Y con él las lluvias, el frío, las nevadas.
Para noviembre, una gran tormenta abatió la zona. Las trincheras se fueron llenando de agua. Otra vez los cadáveres. Los de antes y los nuevos. Muchos fueron flotando y cayeron en las trincheras. Vivos, agonizantes y muertos compartían esos huecos hediondos y repletos de barro. En un momento las lluvias fueron tan abundantes que desbordaron las trincheras y una nueva forma de muerte, impensada, tal vez la única que faltaba, llegó: la que sucede por inmersión; varios soldados se ahogaron en las trincheras. A principios de diciembre el frío y la nieve causaron más bajas. Ya ni siquiera el enemigo era necesario. Ahora el clima y los fenómenos metereológicos hacían su trabajo.

Los historiadores no se ponen de acuerdo en la evaluación de esta larga campaña. Sin duda se trató de una derrota de los Aliados. Algunos dicen que los Otomanos tuvieron una victoria que no estuvo en riesgo desde el principio; otros que fue muy trabajosa. Pero la cantidad de bajas y de pérdidas que sufrieron ambos bandos fueron demasiado extensas como para que cualquier victoria no haya sido pírrica. Casi 600.000 bajas entre los dos lados a lo largo de ocho meses muy largos en un territorio muy breve.
Si bien la campaña para los Aliados fue desastrosa también es cierto que las pérdidas que ocasionó en el enemigo fueron enormes y trajeron consecuencias posteriores.
Ya avanzado diciembre los comandantes aliados decidieron evacuar a sus soldados. El 20 de diciembre de 1915, 110 años atrás, se evacuó a gran parte de las tropas. La extracción de hombres siguió, de todas maneras, hasta bien avanzado enero. En esta ocasión los cálculos también fallaron. Agobiados por la dureza de la guerra y por los malos resultados en la zona, esta vez los pronósticos habían sido agoreros y previeron que al menos 30.000 hombres más morirían en la retirada. Pero las bajas, en este caso, fueron muy escasas.



