Todo empezó con la foto de un living señorial de una casa marplatense en un sitio web de compraventa de propiedades. En la imagen se veía que en una de las paredes colgaba una antigua pintura; el retrato de una mujer. Unos investigadores holandeses que venían siguiendo los rastro desde hacía años de una colección robada de pinturas se dieron cuenta de que ese cuadro no era una pintura cualquiera, era uno de los que ellos estaban buscando desde hacía años.
Se tomaron un tiempo para corroborarlo hasta que no les quedó duda que era "Retrato de una Dama" (Contessa Colleoni) obra de Giuseppe Ghislandi pintada a principios del Siglo XVIII. La casa la ponía en venta una señora, Patricia Kadgien.
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Ese fue el dato para que la historia les cerrara a los investigadores: Friedrich Kadgien, el padre de Patricia, fue un importante financista del nazismo. El “Mago de las Finanzas de Hitler” se instaló en la Argentina en 1948 y vivió en Mar del Plata hasta su muerte en 1978.
La pintura había pertenecido a Jacques Goudstikker, un marchand judío de Ámsterdam que fue saqueado de toda su colección de arte cuando los nazis invadieron su país en 1940.
Hace no mucho tiempo otro Ghislandi fue vendido en una subasta en más de 500.000 dólares. Claro que su origen y sus papeles estaban en orden. Eso multiplica por diez su cotización. Lo que no quita que el hallado en Mar del Plata, en muy estado de conservación, vale, al menos, varias decenas de miles de dólares.

Siempre se supo que muchos jerarcas nazis (y también hombres de negocios) se refugiaron en la Argentina, un país que los recibió y les sirvió de guarida para no ser juzgados. Contaron con la ayuda del poder político y la inacción de la justicia. Lo que no tiene tanta difusión es que el país también sirvió de refugio de las obras de arte robadas por los nazis durante sus años de apogeo. La Argentina no solo fue permeable a la entrada de personas sino también a la de estos bienes culturales. Una especie diferente de Oro Nazi debido a su origen ilícito y su importante valor económico.
El caso del Retrato de una Dama vuelve a exhibir que el país también fue dócil para recibir muchísimas obras de arte de origen espurio. Esa pintura es solo una de las miles de diferentes obras de arte que ingresaron a Argentina ilegalmente y que habían sido apropiadas por funcionarios nazis de manera ilegítima.
Entre mediados de la década del 30 y finales de la del 40, Argentina fue una de las mecas del tráfico de arte. Las obras, decenas de miles de ellas, provenían de Europa. De Alemania y de territorios conquistados por los nazis. Nuestro país funcionaba como punto de lavado del saqueo. Ya sea en colecciones públicas o privadas, las obras adquirían en la Argentina un nuevo pasado y de esa manera volvían a entrar al mercado internacional del arte con una nueva y ahora “legal” historia.
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Muchísimas obras de arte fueron enviadas al país para que volvieran a ingresar al circuito de coleccionistas y museos y poder venderlas o integrarlas a colecciones. Otras llegaron con los mismos hombres poderosos que las habían saqueado, robado o comprado a precio vil y que pudieron hacer un escape más ordenado, como Kadgien. Había desde pinturas de artistas célebres a jarrones, de esculturas a muebles, de fachadas y altares de iglesias a libros antiquísimos, de vitrauxs a joyas.

En las primeras décadas del siglo XX, en Argentina casi no se vendía arte europeo. Eso cambió de manera rotunda desde 1938. Y las estadísticas muestran que el pico histórico se dio entre 1945 y 1948: la desbandada nazi hizo que se las ventas reales y simuladas se incrementaran exponencialmente.
De pronto, durante una década, en la Argentina proliferaron obras del renacimiento, esculturas de varios siglos de antigüedad, arte egipcio, griego y romano. De la nada aparecían dibujos de Da Vinci, de Miguel Ángel, un Greco, el juego de té de plata del Zar, mobiliario de un rey francés, primeras ediciones de clásicos del siglo XVIII.
Un súbito paraíso del arte y el coleccionismo. Nadie mínimamente informado podía mirar el fenómeno de manera ingenua. Sin embargo, no hubo casi gente que levantara la voz o se opusiera a estas maniobras que implicaban fortunas.
En la investigación que realizó para su magistral libro “El Silencio es Oro”, el arqueólogo y especialista en el mundo del arte Daniel Schavelzon recopila pruebas y acumula argumentos que muestran de manera cabal los mecanismos de este enorme negocio que mezclaba el robo, el contrabando y el expolio.
Daniel Schavelzon elige el término “lavar” para asociarlo al término actual de “lavado de dinero” a pesar de que el término técnico que utilizan los investigadores y especialistas es el de “blanqueo”. El verbo describe la acción de tomar algo ilegal y a través de diversas maniobras ponerlo en el mercado legal borrando su origen ilícito.
Esas obras provenían de todas partes de Europa. De museos, palacios y casas de familias, de colecciones públicas y privadas. Fueron fruto del saqueo, del robo indiscriminado, de compras a precio vil en las que el vendedor no podía elegir, de lugares que fueron abandonados por los propietarios ante la persecución o ante la matanza de todos sus miembros. De Moscú, Stalingrado, Varsovia, Berlín, París y otras ciudades europeas.

Los cargamentos de obras de arte empezaron a llegar con frecuencia al puerto de Buenos Aires ya entrados los años cuarenta. Después de desembalar la pieza, lo primero que se hacía en Argentina era borrar las marcas de origen. Se eliminan las referencias de origen, los sellos de propiedad o de pertenencia a una colección de un determinado museo. Se borraba, se tapaba, se tachaba. Se falsificaban formas, se cambiaban letras y fechas. A veces, se cambiaban las telas posteriores de un cuadro para borrar los rastros y se cambiaban los marcos. Y encima se colocaban nuevas etiquetas, nuevos sellos, nuevas firmas de propiedad.
Con varios objetos decorativos (como muebles, candelabros y arañas antiquísimas) y algunas esculturas se cercenaban partes o se dividían en dos para convertirlas, en apariencia, en otras, para que tuvieran una nueva vida sudamericana. Para enmascararlas y que no se pudiera seguir su rastro.
Un ejemplo, Schavelzon dio con Kurth, un falsificador sobre el que hace poco escribió otro gran libro (La Historia de Kurth, falsificador), quien le contó que las que provenían del Louvre eran de las piezas más sencillas para fraguar. La palabra Louvre sin demasiado trabajo con la habilidad extraordinaria de estos avezados falsificadores podía transformarse en el nombre Lovaina, una ciudad de Bélgica. Lovaina según el idioma y la época fue llamada Loven, Lowen o Leuven. Del mayor museo del mundo a una pequeña ciudad belga en una o dos letras.
Pero no todo era borrar u ocultar. Si alguna pieza se veía de calidad y con la antigüedad suficiente se le podría agregar una etiqueta con la firma de algún artista o diseñador célebre y de ese modo multiplicar por diez el valor.
Muchos de estos trabajos no se hacían en rincones ocultos y alejados de Buenos Aires. Se supo que la base operativa era el Galpón 4 que estaba dentro de la misma aduana, en la actual Puerto Madero. Ni siquiera la mercadería debía salir antes de que fuera puesta en condiciones para ser visibilizada. Eso muestra que la connivencia de las autoridades era evidente.
La siguiente estación en la operación de lavado era encontrar un “dueño” a la obra de arte. Alguna familia de alcurnia, un coleccionista, un hombre de fortuna con reciente afición al arte. Las piezas casi como por arte de magia aparecían en sus colecciones sin que nadie hubiera tenido antes noticia de ellas. Alcanzaba con que se adujera que desde siempre habían estado en el acervo familiar, que el abuelo lo tenía hacía décadas en el campo o que un tío lo trajo de Europa después de la Primera Guerra Mundial para que se validara el nuevo origen.
Cómo había mucho dinero en el medio siempre aparecía alguien que se adjudicara la propiedad o un testigo que narrara que lo vio en la casa familiar o un marchand o anticuario que jurara que se lo vendió a esa familia quince o veinte años antes.
El tercer paso era crearle una historia al objeto. Un itinerario que hablara de dueños anteriores y de varias exhibiciones en las que participó, un requisito que deben cumplir todas las obras de arte más cotizadas. En su título de propiedad se consignan dueños anteriores, fechas y valores pagados, muestras y catálogos y publicaciones en los que apareció. Eso hace que la obra aumente su valor considerablemente. Aquí eso se inventó. Se llegó a extremos ridículos: algunas se atribuyeron a un inexistente Pashá persa, otras a Howard Hughes del que cualquier desmesura se creía o directamente a una misteriosa Señorita X. Si eran libros se decía que provenían del saqueo de una guerra del Siglo XIX de una importante biblioteca peruana en una guerra con Chile; para ese fin se falsificaron sellos de la biblioteca y con eso ingresaban fácilmente al mercado oficial.
Luego con el antecedente de haber estado expuesta en el Museo de Arte Decorativo o algún otro sitio oficial o una galería importante ya podían hacer su camino comercial.
Esas obras se exponían una vez y desaparecían. Eran adquiridas principalmente por millonarios argentinos o por coleccionistas norteamericanos.
La paradoja del coleccionista: pagan fortunas por algo que no pueden mostrar públicamente por su origen ilegal, que tienen colgadas en lugares no públicos para que no se las confisquen, para no ser denunciados. Muchos de ellos no quieren que se sepa qué poseen porque temen la presión impositiva, los robos y temen también que se devele el verdadero origen de sus pertenencias. Algunos de esos coleccionistas argentinos viajaron a Europa en plena guerra y recorrieron ciudades destruidas por los bombardeos para comprar arte robado y saqueado.
Los nazis en sus años en el poder destruyeron e hicieron desaparecer millones de obras de arte de diferente tipo. Entre los bombardeos, los incendios y los robos borraron gran parte de la historia del arte. Robaban para ellos. Hitler quería construir el museo más grande y provisto del mundo en Lintz. El saqueo de Goering fue tan brutal que cuando se aproximaba el final de la guerra y la caída del Tercer Reich intentó proteger su colección (que ocupaba once palacios) enviándola a un lugar alejado, todas sus piezas no entraron en un convoy de treinta vagones. Muchas piezas quedaron en la estación. Pero ellos no fueron los únicos dos. Alfred Rosenberg, otro importante jerarca, creó una oficina pública que se dedicó a saquear archivos y bibliotecas para construir una mega biblioteca -como el museo de Hitler- que nunca se construyó. Y muchos más entre los que se encontraba Kadgien.
Hubo muchos otros nazis que se quedaron con esas obras y otros que las vendieron a través de la Argentina para hacer dinero. En la Unión Soviética destruyeron 155 museos y se robaron las colecciones completas de cada uno de ellos. Lo mismo hicieron en otras zonas de ocupación en la que compraban a precio vil o directamente saqueaban. Aspiraban a quedarse con todo el arte europeo.
La absoluta permeabilidad argentina se daba por lo receptivo que se mostró el país con los nazis pero también por otras cuestiones. La falta de controles, la corrupción de sus funcionarios, el no pago de impuestos y la ausencia de una legislación que regulara el patrimonio cultural. La distancia con Europa y el idioma diferente también colaboraban.
Hasta hace unas semanas parecía el crimen perfecto. El tiempo había borrado las huellas que habían dejado en la masividad del saqueo y los delitos posteriores. Ahora puede empezar una nueva etapa en la que se revivan varias investigaciones.
Los criminales de aquel tiempo no pudieron imaginar que existiría Internet y que caerían por el aviso de una inmobiliaria.