Su suerte quedó echada en la Batalla de Inglaterra
En él confiaban; la Luftwaffe era invencible, es decir la maquinaria aérea que había permitido romper toda defensa combinando su poder con el ataque terrestre. Nunca se había visto antes: velocidad, sorpresa y letalidad, la Blitzkrieg o guerra relámpago. Pero en Gran Bretaña, se detuvo. Allí no había combinación posible con la infantería. El daño en el territorio británico fue enorme pero el ataque aéreo persistente de los nazis no doblegó a los ingleses.
El prestigio Hermann Göring, jefe máximo de la aviación alemana, quedó manchado. El era el Reichsmarschall des Grossdeutschen Reiches (Mariscal del Tercer Reich) y, además, creador de la temible Gestapo o Policía Secreta. Luego de los ataques a Gran Bretaña, con el avance de la guerra no pudo evitar los bombardeos aliados sobre Alemania. Hitler le reclamaba eficiencia y Göring respondía que era necesario apurar la fabricación de más aeronaves.
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Göring salió de la vida política y militar, a pesar de su altísimo cargo, que incluía, también, haber sido nombrado por Hitler como su sucesor. Con la guerra aún no definida, se metió de lleno a vivir una vida de opulencia y a acumular las obras de arte expoliadas a los judíos y a los museos de las ciudades ocupadas, y también de los muchos regalos que recibía de aquellos que buscaban sus favores.
Por otro lado, sufría de problemas hormonales que explicaban su obesidad. Era adicto al consumo excesivo de tabletas de codeína (un derivado de la morfina). No solo cambió su aspecto físico sino también su carácter: a veces estaba eufórico y otras deprimido, se mostraba egocéntrico y vanidoso y se vestía de un modo extravagante, recargando su uniforme de condecoraciones y joyas.
Göring tras la derrota
Cuando se produjo la derrota de la Alemania nazi y las tropas soviéticas llegaron a Berlín, Göring ya no estaba allí. Su destino en manos de Stalin hubiese sido atroz. Por el contrario, se había ido al sureste de Salzburgo, Austria, ocupada por los norteamericanos. Era lo que él quería, ser arrestado por un general de los Estados Unidos. No pudo ser. Le pusieron las manos encima el 7 de mayo de 1945 pero su rendición no fue ante un general sino que debió conformarse con un coronel y esta situación lo deprimió mucho.

A pesar de que Hitler, sobre el final, lo acusó de traidor y lo despojó de todos sus cargos y honores, era el mayor jerarca nazi capturado hasta el momento: Heinrich Himmler, organizador último de los campos de concentración nazis y del genocidio de judíos, disidentes, gitanos y homosexuales, entre otras víctimas de la delirante ideología nazis, se había suicidado mordiendo una cápsula de cianuro. También se mataron Josef Goebbels, el ministro de Propaganda, y su esposa Magda (antes asesinaron a sus seis hijos).
A Göring, su período como prisionero le trajo un beneficio, pues le permitió curarse de su adicción a la morfina. Ya en la ciudad de Nüremberg, durante el desarrollo del juicio militar internacional contra los jerarcas del nazismo, se lo vio activo, sonriente y muy confiado en su defensa. Negó cualquier tipo de complicidad en los crímenes cometidos por el régimen afirmando que todo había sido obra de Himmler, que ya estaba muerto. Al verlo junto a los demás acusados, algunos asustados, otros altivos, todos ellos patéticos, no había dudas de que él era el líder. Se comportaba a veces como una estrella de Hollywood y contaba siempre con el respeto reverencial de los demás nazis.
El juicio de Nürenberg
El 1º de diciembre de 1945, la audiencia seguía la rígida monotonía de los procedimientos judiciales, cuando de repente se apagaron las luces en la sala y solamente quedaron unos focos iluminando las caras de los procesados. Comenzaron a pasar en una pantalla las filmaciones que los aliados habían registrado cuando entraron en los campos de concentración nazis. Debido a su manejo del espectáculo, se creía que los estadounidenses reservarían esta carta para jugarla hacia el final del juicio, pero no. La película mostraba un horror nunca visto. Fue a partir de ese momento que, de golpe, los nazis más confiados en su suerte se dieron se dieron cuenta de que iban a ser condenados a muerte.
Göring se quedó apabullado mirando el piso. Hans Frank, exgobernador general de Polonia, se echó a llorar; el general Wilhelm Keitel se sostenía la cabeza con las dos manos. El general Alfred Jodl se secaba el sudor con un pañuelo de color caqui. Wilhelm Frick, exministro de Interior, estaba como una estatura de cera. Joachim von Ribbentrop, el exministro de Relaciones Exteriores del Reich, se veía a punto de desmayarse. El almirante Karl Döenitz se mantuvo impasible. Hjalmar Horace Greeley Schacht, exministro de Economía, fue el único que volteó la cabeza y no miró.
La sentencia se conoció el 1º de octubre de 1946. Göring, junto a otros diez de los acusados, fue condenado a morir en la horca. Las ejecuciones se anunciaron para dos semanas después, el 16 de octubre. Estaba previsto que comenzaran a medianoche, pero Goering adelantó su muerte algunas horas antes de la ejecución. Había mordido una cápsula de cianuro. En su celda, encontraron tres cartas escritas a lápiz, una de ellas dirigida a su mujer Emmy, otra a las autoridades militares aliadas y la tercera al jefe de la prisión de Nuremberg, el coronel Burton Andrus. En esta última, desliza Goring: “El personal de guardia no está implicado en el suicidio del mariscal del Reich”.
En sus cartas afirmó: “No habría tenido objeción a que me fusilaran. Sin embargo, ¡no facilitaré la ejecución del Mariscal del Reich alemán en la horca! Por el bien de Alemania, no puedo permitirlo. Además, no siento ninguna obligación moral de someterme al castigo de mis enemigos. Por esta razón he elegido morir como el gran Aníbal”.
¿Quién le había proporcionado el cianuro que lo libró del cadalso?
Una mirilla permitía al guardia observar en todo momento a los presos en sus celdas, que apenas contenían una colchoneta militar, una mesa que no resistía el peso de una persona y una silla. Después de cada comida, los prisioneros debían devolver el plato y la cuchara. La luz eléctrica era regulada desde el exterior y los cristales de las ventanas habían sido sustituidos por celofán. No había perchas, ni estaba permitido colocar fotos o dibujos en las paredes. Por las noches, los prisioneros entregaban toda su ropa, hasta los anteojos, y los reconocimientos médicos eran frecuentes y minuciosos.

Las primeras teorías que circularon sobre el suicidio de Göring apuntaron a Emma Johanna Henry “Emmy” Göring, actriz y segunda esposa del líder nazi. Se pensó que le había pasado la cápsula cuando besó a su marido a través de la reja en la última visita, el 7 de octubre. Pero las especulaciones corrían muy deprisa. Se pensó que se la pudo haber facilitado el peluquero alemán que lo atendía, aunque éste hacía su trabajo en presencia de un soldado armado. Otro que no escapó a la mirada de los norteamericanos fue su abogado, Otto Stehmer.
La implicación de la mujer de Göring fue pronto descartada porque el jefe de la prisión de Nüremberg negó categóricamente que hubiera podido facilitarle el veneno ya que no había tenido ninguna oportunidad de introducir absolutamente nada en el presidio, ni en su boca ni en su cuerpo.
¿Había escondido Göring el veneno en la cavidad de una muela?
En el informe sobre el «caso» Göring, presentado a los diez días del suicidio, se afirmó que el mariscal del Reich tenía en su poder el veneno desde que fue hecho prisionero por los aliados, días antes de terminar la guerra. Los investigadores señalaron: “El detenido pudo ocultar el veneno en uno de los repliegues del vientre, en el tubo digestivo y en determinado rincón de la pileta o lavabo que tenía en la celda”. Subrayaron, además, que no había podido comprobarse la negligencia de ningún guardia estadounidense ni de ningún obrero alemán.
El informe oficial sofocó las dudas durante un tiempo, pero en octubre de 1950 la prensa de la ciudad de Münich aseguró haber descubierto el secreto. Se afirmó que el que le alcanzó el cianuro a Göring fue un periodista austríaco llamado Peter Martin Bleibtreu. Le habría dado el veneno disimulado en goma de mascar. Entonces, fijó la cápsula de vidrio en el banquillo que ocupaba el mariscal, poco antes de la sesión del tribunal en que pronunció su discurso final de defensa. Todos los periódicos de Europa recogieron esta versión.
En Münich, se publicaron hasta fotografías con las que se trató de demostrar como Bleibtreu se las ingenió para dejar el veneno en el lugar que ocupó Göring. Parecía que este hombre era un nazi recalcitrante; se lo mencionaba en la propaganda clandestina nazi después de la guerra. Bleibtreu habría recibido la ampolla de cianuro en Linz en marzo de 1945 y la tuvo escondida en su casa hasta que durante el proceso se convenció de que Göring no merecía ser ejecutado en la horca. Entonces se la proporcionó. Es decir que todo fue un golpe de suerte: el mariscal debió esperar a que este supuesto periodista se convenciera que el líder nazi era inocente para darle la posibilidad de escapar de la horca por medio del suicido por cianuro. Absurdo.
Una confesión
Bleibtreu no era un personaje ficticio. Existía y fue detenido en 1951. Como era de esperar, negó haber proporcionado el veneno. Sus palabras las corroboró unas semanas después Erich von dem Bach-Zelewski. Este era un exgeneral de las S.S., que compareció en Nüremberg. En lugar de poner las cosas en su lugar, provocó un cambio de identidad de aquél que le habría alcanzado el cianuro a Göring, pues afirmó que fue él quien le dio el veneno. “Bleibtreu no tiene nada que ver con esto”, afirmó.
“El tubito de veneno se lo entregué yo a Hermann Göring ya en septiembre de 1945. Fue en un pasillo de la cárcel de Nüremberg, donde también yo me encontraba. Se trataba de una ampolla de cristal, que se podía romper con los dientes, llena de cianuro. Yo la incrusté en una pastilla de jabón, del que nos daban para el aseo. El jabón lo usé varias veces para lavarme a fin de disimular la cápsula. Göring me había pedido que le entregara el veneno lo más disimuladamente que pudiera, cuando nos cruzáramos en algún corredor”, explicó Bach-Zelewski.

Este oficial de las S.S., al mando de uno de los Einsatzgruppen o grupos de exterminio que cometieron masacres inenarrables, se salvó de la horca por delator (años después sería condenado a prisión perpetua). ¿Se podía confiar en él? Aunque su versión fue aceptada durante un tiempo, con los años fue perdiendo credibilidad. La maniobra que describió Bach-Zelewski fue finalmente tachada de imposible: el sistema de vigilancia de la cárcel y las estrictas medidas de seguridad hubiesen impedido esa entrega del jabón.
La última teoría
Otra versión de este misterioso episodio la dio un exsoldado de Estados Unidos de 78 años en febrero de 2005. Entrevistado por el periódico Los Ángeles Times, dijo que fue él quien el dio la cápsula de cianuro al jerarca nazi para impresionar a una noviecita alemana llamada Mona. ¿Cómo conoció a Mona? Por la calle, aseguró. Ella se le acercó acaso buscando un poco de chocolate que comer, como hacían no pocas jóvenes alemanas con los soldados estadounidenses, y entablaron una relación.
El soldado se llamaba Herbert Lee Stivers y en 1946 tenía 19 años. Petenecía a la Primera División de Infantería y se encargaba de escoltar a los prisioneros nazis dentro y fuera de la sala del tribunal de Nüremberg. Según Stivers, presumió ante la chica de la llegada que tenía con los acusados y hasta le enseñó a Mona un autógrafo de Baldur von Schirach (habían sido jefe de las Juventudes Hitlerianas y gobernador de la ciudad de Viena; en el juicio se arrepintió y fue condenado a 20 años de prisión).
“Escolté a Göring y conseguí su autógrafo para mostrárselo a ella”, declaró el exsoldado. Mona le presentó a dos hombres, que le dijeron que el exmariscal estaba “muy enfermo” y necesitaba unos medicamentos que se los negaban en prisión.
Stivers accedió a hacerle llegar a Göring dos mensajes escondidos en una pluma estilográfica junto con la cápsula. “Si funcionan estos medicamentos y Göring se siente mejor, le enviaremos más», le dijo uno de esos enigmáticos desconocidos, amigos de su novia alemana, que se hacía llamar Erich. Esta versión de los hechos no tiene más sustento que las propias palabras del exsoldado.
“Nunca volví a ver a Mona. Supongo que me utilizó”, reconoció Stivers. “Nunca pensé en un suicidio cuando se lo llevé a Göring. Nunca parecía enojado. No parecía que pensara en suicidarse. No le habría entregado conscientemente algo si hubiera sabido que le serviría para evitar la horca”.
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El relato de Stivers “es lo suficientemente disparatado como para ser verdad”, opinó por entonces Aaron Breitbart, del Centro Simon Wiesenthal de Los Ángeles.
El misterio sobre cómo el mariscal Hermann Göring, uno de los mayores responsables de las atrocidades cometidas por el régimen nacionalsocialista, obtuvo la cápsula de cianuro con la cual se suicidaría, continúa.