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    Charles Darwin, el origen de la especies y los problemas de descender del mono

    El libro sobre la historia de la evolución se publicó en 1859 en Londres y no tardó en despertar polémica en casi todo el mundo. Las idas y vueltas de una investigación bisagra.

    Omar López Mato
    Por 

    Omar López Mato

    23 de noviembre 2025, 05:22hs
    Charles Darwin, el padre de la teoría de la evolución
    Charles Darwin, el padre de la teoría de la evolución
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    El 24 de noviembre de 1859, la editorial John Murray de Londres sacó a la venta los 1.250 ejemplares de un libro que desató uno de esos debates que parecen no tener fin: On the Origin of Species by Means of Natural Selection.

    Su autor, Charles Darwin, en lugar de promocionar un libro que le había llevado 23 años de trabajo y unas 155.000 palabras para explicar sus opiniones sobre la evolución, prefirió mantenerse al margen de las discusiones que generaba.

    Leé también: Un cráneo de 13 millones de años revela el inicio de la evolución humana

    El viaje en el Beagle había concluido en 1836 y seis años más tarde Darwin tenía escritas sus principales conclusiones. Pero, como el texto era breve, le parecía poca cosa para publicar en una época donde aún brillaba el enciclopedismo.

    Darwin: los percebes y el viaje en el Beagle

    A Charles Darwin, eso de los “pajaritos en las Galápagos” le parecía un tema menor, y se puso a estudiar a los Pollicipes pollicipes, unos crustáceos hermafroditas que crecen sobre las rocas marinas, también conocidos como percebes (palabra que los españoles, curiosamente, usan como sinónimo de “torpe”).

    Estos eran animales poco estudiados y de biología compleja, pero tenían la ventaja de que sus colegas le enviaban ejemplares de todas partes del mundo para su análisis. Durante ocho años, Darwin estudió casi obsesivamente a estos crustáceos y publicó cuatro monografías científicas sobre el tema entre 1851 y 1854, un trabajo minucioso que consolidó su prestigio como naturalista, aunque no le dio popularidad.

    Mucho menos, el repudio de una enorme parte de la población que le trajo su libro sobre las experiencias vividas durante el viaje del Beagle, que incluyó la vista de países como Brasil, Uruguay, Argentina, Chile y, esencialmente, las islas Galápagos, hoy pertenecientes a Ecuador.

    También hizo experimentos con semillas en agua de mar —para entender cómo podían cruzar océanos— y con palomas —para observar las variaciones dentro de una misma especie—. Parecía no querer explayarse sobre el tema que le daba vueltas en la cabeza desde hacía 20 años porque, en el fondo, sabía que el asunto era espinoso ya que iba contra los conceptos bíblicos de Adán y Eva y su descendencia. Y ese era el debate que lo desvelaba y lo mantenía sin ganas de publicar sus conclusiones.

    Estatua de Charles Darwin en el Museo de Historia Natural de Londres. (Foto: Shutterstock).
    Estatua de Charles Darwin en el Museo de Historia Natural de Londres. (Foto: Shutterstock).

    Un buen día llegó una carta de Alfred Russel Wallace desde las islas Molucas (hoy Indonesia). En ella, este naturalista le explicaba cómo había llegado a las mismas conclusiones que Darwin, sin conocer sus ideas. Obviamente, Russel también tenía ciertas dudas, y no tuvo mejor idea que escribirle a Darwin para saber su opinión como un conocido naturalista a fin de comentarle sus descubrimientos y también sus interrogantes.

    Charles entró en pánico

    Sus ideas, concebidas y analizadas durante más de 20 años, podían terminar firmadas por otro. Imagínense hablar hoy de “la evolución de las especies según Wallace”. Charles Darwin habría quedado reducido a un oscuro investigador de percebes citado en alguna olvidada enciclopedia de Zoología.

    Para evitarlo, Darwin presentó a Wallace como codescubridor de la teoría de la evolución por selección natural en una reunión de científicos (la Linnean Society of London en 1858), y le envió una carta con sus consideraciones. Pero las comunicaciones entre Londres e Indonesia no eran muy fluidas, y para cuando llegó la carta, Darwin ya había publicado sus ideas en este libro revolucionario.

    Como ya señalamos, el texto se llamó originalmente On the Origin of Species by Means of Natural Selection, or the Preservation of Favoured Races in the Struggle for Life. En las ediciones posteriores, el título se redujo a On the Origin of Species (El origen de las especies).

    El debate no tardó en aparecer

    El creacionismo contra el evolucionismo, visiones diametralmente opuestas del origen y sentido de la vida.

    “Formó Dios al hombre del polvo de la tierra y le inspiró en el rostro aliento de vida.” –Génesis, capítulo 2, versículo 7.

    Frente a eso, la idea irreconciliable que el hombre descendía del mono, un concepto casi insultante para muchos.

    El primer enfrentamiento oficial fue el 30 de junio de 1860 en el alborotado salón del Oxford University Museum of Natural History.

    En un rincón, el obispo de la ciudad, Samuel Wilberforce; en el otro, Thomas Henry Huxley, amigo y defensor de Darwin, abuelo del escritor Aldous Huxley. Era el primer round de una pelea épica.

    ¿Por qué Darwin faltó ese día tan importante? Porque, según se cuenta, se sentía mal… Y probablemente fuera así porque era dueño de una precaria salud y hay quienes sostienen que padecía el mal de Chagas, contraído durante su viaje por Sudamérica, quizá en algún rancho entre Buenos Aires y el río Colorado, cuando cabalgó cientos de kilómetros para conocer a don Juan Manuel de Rosas.

    Viéndolo en perspectiva, quizás fue mucho mejor que estuviera Huxley. Era un hábil declarante, mientras Darwin, además de ser tímido y retraído, estaba incómodo por el conflicto provocado con la Iglesia. Su teoría le había ocasionado problemas personales, hasta con FitzRoy, el capitán del Beagle, quien declaró haberse arrepentido de haberlo llevado a conocer esas partes del mundo para terminar con la difusión de una blasfemia.

    En una sala atestada, el obispo haciendo alarde de una no tan sutil ironía, preguntó a Huxley si su ascendencia simiesca provenía por parte de padre o madre. Huxley, con furia contenida, le dijo que prefería descender de un mono antes que de un obispo que se valía de su posición para sostener ideas sin base científica.

    No creemos que Darwin hubiera llegado a ese nivel de confrontación.

    El libro recién se imprimió en España en 1872. Obviamente se abrió una polémica, pero el país había entrado en un ciclo liberal después del desastroso gobierno de Isabel II, así que el revuelo no fue para tanto. En cambio, en 1939, en pleno gobierno franquista, fue incluido entre los libros prohibidos por el régimen.

    En Argentina y muchos países de América Latina, la idea fue aceptada más naturalmente y sin tanto debate apasionado. La Generación del 80 fue la responsable de incorporar esta propuesta innovadora sin demasiada resistencia.

    Leé también: Napoleón Bonaparte y la fallida campaña de Moscú que le costó el desmembramiento de su gran ejército

    Sin embargo, en EEUU la cosa continuó siendo muy debatida. En 1925, en Tennessee fue declarado ilegal “todo libro que niegue la Divina Creación”. A un profesor llamado John T. Scopes, se le ocurrió violar esta disposición y hablarles a los jóvenes de evolución y fue juzgado, hallado culpable y condenado a pagar cien dólares de multa en el llamado “Juicio del mono” (Scopes Trial).

    La Ley Buther, así se llamaba la prohibición de la enseñanza de la evolución en Tennessee, recién se derogó en 1967.

    Quizás esa beligerancia sea uno de los problemas de descender del mono ...

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