Dafne
En los primeros años del siglo XX, el pequeño pueblo de Sórbolo, en la provincia de Parma, era un conjunto de casas bajas, campos de trigo y establos donde la vida se regía por la rutina agrícola y las campanas de la parroquia. Allí nació Dafne Vaccari, en una familia modesta. Su infancia transcurrió en un ambiente áspero, de mucho trabajo y en una sociedad rural que vigilaba con celo el comportamiento de cada vecino.
A los 14 años, Dafne fue violada. Las crónicas posteriores solo dejan una alusión, sin nombres ni detalles, pero para ella fue un punto de inflexión. La violencia sexual en una comunidad pequeña era más que una tragedia íntima: era también una condena pública. El silencio se imponía, pero todos sabían lo que había pasado. Para una joven en un entorno conservador, machista y controlado por la mirada ajena, el futuro quedaba marcado por el estigma.
Arturo
Dafne tomó una decisión que escapaba de toda lógica convencional: dejar de ser Dafne a los ojos de los demás y convertirse en “Arturo”. Su mentalidad adolescente le ofreció una respuesta al abuso que no era encerrarse en la vergüenza ni resignarse a ser víctima, sino dar un salto radical: abandonar la identidad femenina para buscar refugio en la apariencia de un varón. Un gesto de autoprotección, pero también de desafío.
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La elección no fue improvisada. En la Italia de fines del siglo XIX existía un mundo de compañías teatrales que recorrían los pueblos. Entre ellos, no era extraño que aparecieran actores disfrazados, mujeres que hacían de hombres y viceversa. Dafne encontró allí la posibilidad de transitar su metamorfosis: de la ropa campesina femenina pasó a los pantalones, el chaleco y el sombrero de muchacho. Dejó atrás la Dafne marcada por la violación y se presentó como Arturo de Aragón, nombre inventado que sonaba noble.

Lo notable es que “Arturo” nació de una herida. Y esa herida lo empujó a una vida errante de los teatros ambulantes que recorrían Italia cargando decorados de cartón, trajes gastados y un repertorio que mezclaba comedia ligera, melodrama y sainete.
Fue en ese mundo precario donde Arturo dio sus primeros pasos como “galán joven”, el muchacho simpático y enamoradizo que la trama exigía. La precariedad de aquellas compañías jugaba a su favor: actores que entraban y salían sin contrato fijo, directores más interesados en llenar la sala que en indagar en la vida de sus intérpretes.
En los carteles publicitarios de estas compañías aparecía su nombre, “Arturo de Aragón”. El teatro le ofreció una identidad consolidada, aunque esa vida teatral también tenía su lado duro. Las giras implicaban noches en posadas miserables, viajes interminables en trenes de tercera y comidas improvisadas en tabernas. Arturo conoció de cerca la fraternidad áspera de los cómicos pobres, donde cada uno arrastraba su propio secreto y su propio fracaso. Para él, ese ambiente era un refugio donde nadie preguntaba demasiado, donde la máscara del actor se confundía con la del hombre.
Un cambio de escenario
El salto de Italia a Francia significó para Arturo un cambio de escenario y de registro. Si en las compañías ambulantes había probado su identidad masculina, en Francia se lanzó a un espacio todavía más desafiante: el de la palabra pública y política. La Tercera República francesa vivía un clima de agitación ideológica a principios del siglo XX: sindicatos, círculos socialistas, anarquistas y grupos de librepensadores organizaban conferencias en cafés, ateneos obreros y teatros de provincias. Allí Arturo se destacó como orador.
Dio charlas en París, Lyon y Marsella sobre socialismo y anticlericalismo. Arturo se convirtió en personaje político que se animaba a confrontar en público.
El atuendo masculino, el nombre caballeresco y el estilo de actor le daban un aire que mezclaba teatralidad y fervor. Su vida itinerante de migrante y trabajador manual le daba además credibilidad entre audiencias obreras. En esos años, Arturo pasó de “simular” a vivir auténticamente en el rol de hombre.
El tránsito por Francia fue, entonces, un trampolín político y existencial, un capítulo clave en su vida: de campesina marcada por un abuso a orador masculino en un país extranjero.
El siguiente movimiento fue el más audaz
El escenario ya no serían aldeas de Italia ni cafés de Francia, sino un puerto nuevo, Buenos Aires, donde se produjo la segunda gran metamorfosis de Arturo. Llegó aquí contratado como marinero en el buque de la Compagnie Générale Transatlantique.
Vestía como marinero, fumaba en cubierta y compartía aguardiente con los otros tripulantes. Era el año 1900. El viaje coincidió con el auge migratorio. Buenos Aires se había convertido en una meca para italianos, españoles, franceses, y judíos de Europa oriental. La ciudad crecía y había necesidad de brazos en todas partes, en los muelles, las obras y en el campo.
Arturo conoció de entrada a un tal Serrano, patrón de chatas, que lo empleó como peón de fuerza: tirar sogas, cargar bolsas, guiar caballos de arrastre, asegurar las cargas en la deriva turbia del Riachuelo. Eran trabajos duros, sin contrato, pagados al día, donde los hombres competían por quién aguantaba más horas bajo el sol. Arturo se mezcló entre ellos con naturalidad. En la rudeza del trabajo nadie dudaba de su virilidad, porque allí importaba la fuerza para empujar una carga o amarrar un barco en plena correntada.
El Riachuelo de 1900 era un escenario sórdido y heroico a la vez, un lugar de miseria, peste y ruido, pero también de fraternidad entre jornaleros. Arturo se ganó un lugar en ese mundo y con ello afianzó la identidad masculina. En Barracas, en medio de sogas y barcazas, se transformó en un trabajador común.
El paso siguiente lo llevaría a los campos de la provincia de Buenos Aires
Allí, la cosecha de maíz y la construcción ofrecían trabajo estacional. También buscó empleo en otra tarea ruda, la albañilería, en San Antonio de Areco. Arturo aprendió a amasar mezcla, colocar ladrillos y armar andamios. Era un oficio distinto, pero también muy masculino y Arturo volvía a pasar desapercibido como varón.

La siguiente parada lo acercaría otra vez a la ciudad, con un empleo más estable en la casa comercial Moltedi y Cía., dedicada al comercio de géneros y artículos varios, donde fue contratado como cobrador y donde se ganó fama de honrado y eficiente.
Cada día, Arturo iba por los barrios de San Telmo, Monserrat o Balvanera, vestido con traje y sombrero. Este empleo le aseguró un ingreso más estable y un nuevo lugar social. El cobrador era una figura conocida en los barrios: se lo recibía en las casas, se le ofrecía café, se lo saludaba con respeto. Arturo se convirtió en un personaje reconocible, alguien que iba de puerta en puerta representando a una empresa respetada.
La transformación era completa
El ascenso social lo llevó a cuidar su aspecto. Arturo se volvió un “tipo elegante”: cuidaba el calzado, usaba sombrero bien puesto, peinaba con gomina su cabello oscuro. La transformación era completa. Quien lo viera entonces, jamás habría sospechado que se trataba de una mujer nacida en Italia.
Arturo de Aragón de convirtió en un galán urbano. Las señoritas lo buscaban. Arturo sabía escuchar, acompañar con gestos galantes y esa construcción de masculinidad funcionaba sin fisuras: los maridos celosos lo miraban como rival, las jóvenes lo trataban como pretendiente.
Pero la intimidad de Arturo tenía límites. Nunca se dejaba arrastrar a situaciones que pudieran exponerlo. En encuentros privados, ponía barreras sutiles: la penumbra de una habitación, la ropa que no se quitaba del todo, la rapidez de un beso interrumpido con una excusa. Jugaba con la intensidad del momento, con la cercanía física, pero siempre controlando sus movimientos. La pasión era sugerida más que consumada, y ese mismo misterio aumentaba el magnetismo: lo que quedaba velado se volvía aún más atractivo para sus compañeras.
En la sociedad porteña de entonces, la apariencia y el reconocimiento público valían tanto como el desempeño amatorio. Ser visto paseando con una mujer, recibir cartas perfumadas, despertar los celos de un marido, todo eso consolidaba su virilidad en la mirada de los demás.
Un episodio que lo marcó especialmente y la viruela
Su romance con una mujer casada terminó con el marido abandonando Buenos Aires y regresando a Italia. Ese desenlace mostró hasta dónde llegaba la eficacia de su personaje.
Sin embargo, todo se derrumbó por una enfermedad inesperada. Fue la viruela. La vacunación se aplicaba de manera irregular y los brotes seguían apareciendo en conventillos y barrios humildes, donde el hacinamiento y la falta de higiene favorecían la propagación. Una mañana, Arturo tuvo fiebre, dolor de cabeza y malestar intenso. Al poco tiempo, las erupciones cutáneas se hicieron visibles.
El diagnóstico significaba algo más que una enfermedad: significaba el traslado obligatorio a un hospital. Las autoridades sanitarias porteñas internaban a los enfermos en instalaciones aisladas, casi siempre a las afueras de la ciudad, bajo estricta vigilancia. Para Arturo, fue un golpe devastador. La enfermedad lo debilitó físicamente, le dejó marcas en el rostro y el cuerpo, pero lo más grave fue la pérdida del disfraz cotidiano. En el aislamiento, bajo la mirada constante del personal de salud, era más difícil sostener la apariencia. El cuerpo, al que durante años había moldeado con ropas, gestos y actitudes masculinas, quedaba expuesto en su fragilidad.
Cuando le dieron el alta había perdido la salud y también el empleo y sus ahorros. Arturo de Aragón, el cobrador elegante y el galán, volvía a quedar reducido a un cuerpo vulnerable y a un destino incierto. En lugar de regresar al anonimato de los muelles o del campo, Arturo intentó reinventarse en otro ámbito: la Policía. Una decisión sorprendente, casi inverosímil, que reveló hasta qué punto estaba dispuesto a seguir sosteniendo su personaje masculino.
La sola idea de que Arturo de Aragón llegara a vestir uniforme de policía resulta fascinante: un migrante italiano que había sido mujer en Italia convertido en policía de Buenos Aires. Su paso por la fuerza fue, no obstante, breve.
Un momento de quiebre
Después de años de sostener con éxito la identidad de Arturo de Aragón llegó un momento de quiebre. Hacia 1906, las crónicas señalan que Dafne tomó una decisión sorprendente: volver a presentarse como mujer. No fue un retorno forzado sino un gesto deliberado. El tránsito de Arturo a Dafne no fue simple renuncia, sino reinvención artística. Eligió pintar, escribir y posar para retratos.
Se convirtió en un personaje excéntrico, distinto, que buscaba en las artes plásticas y literarias un nuevo escenario para su singularidad. En los talleres porteños, se la veía con pinceles y acuarelas, cultivando una estética romántica. Al mismo tiempo escribía textos breves, relatos y reflexiones que circulaban en pequeños círculos culturales.
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El epílogo de su vida llegaría más tarde, en 1930, cuando la muerte revelaría ante todos lo que había sido durante décadas un secreto a voces: la doble existencia de Arturo de Aragón y Dafne Vaccari.
Al morir, tenía alrededor de 44 años. El final llegó en el silencio de una habitación porteña. Los vecinos y conocidos que acudieron al velorio fueron los primeros sorprendidos: el cuerpo de quien había sido Dafne Vaccari guardaba aún los rastros de Arturo de Aragón, y la confusión se multiplicó. La autopsia oficial disipó todo enigma. Los médicos certificaron que se trataba de una mujer que había vivido buena parte de su vida disfrazada de hombre. El velorio fue discreto. No hubo familia cercana que reclamara el cuerpo.
Así se cerraba la vida de quien había sido campesina abusada en Parma, galán en Italia, agitador en Francia, marinero en el Atlántico, trabajador en Buenos Aires y artista en su madurez. Una existencia marcada por la metamorfosis constante, que solo la autopsia logró fijar en un rótulo definitivo.



