Hay un tango que alude a un hombre trabajador, simple, honesto, cuya guapeza –a la que se refiere su título “El Guapo García”- reside, no en su coraje para la pelea, no, sino en su valor para enfrentar la vida, para amparar a su familia, para luchar noblemente por su pan.
Y mi nota de hoy, que tratará de otro guapo, como el del tango, la podría denominar “El Guapo Parodi”.
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Hace más de 60 años, una epidemia de poliomielitis, azotó la Ciudad de Buenos Aires y una amplia zona suburbana. Atacaba especialmente a los niños y, en menor medida, a mujeres embarazadas.
Quién fue Alberto Parodi
Alberto Parodi, de unos 30 años, modesto obrero ferroviario, no tenía hijos.La vida le había negado esa posibilidad a él, que hubiera podido darles a sus criaturas –si las hubiese tenido- la más valiosa de las herencias: la riqueza espiritual.
Lo conocí de cerca, pues éramos vecinos en Lanús, en el Gran Buenos Aires. Tenía esa hombría de bien que es privilegio del hombre sano física y mentalmente. Era servicial y muy amable.
Como sabía interiormente que respirar no es vivir, intervenía en todo aquello que fuera positivo para la comunidad porque todos tienen corazón, pero sólo algunos laten con fuerza.
Era el primero en recaudar fondos –y hacer su propio aporte- para mejorar el alumbrado de la calle, ayudar al cuerpo de bomberos o a un asilo de huérfanos. Porque así como hay quien llena su vida de vacío, hay quien pone en ella un contenido humanitario.
Pero volvamos a la epidemia de parálisis infantil. Quien les habla, vivía en aquella época, repito, en Lanús, a unos 50 metros de la casa de Parodi. Quiso la fatalidad que un chico del barrio de 8 o 9 años contrajera el terrible flagelo. Pocos días después, un segundo muchacho de nuestra cuadra, más grande, de unos 18 años, presentó idénticos síntomas que el primero.
Los dos jóvenes fueron internados en una sala especial de un hospital cercano, junto con otros afectados. Y aquí aparece la dimensión humana de Parodi. Se dirigió a su trabajo en el ferrocarril y solicitó los ocho días de licencia, que se le debían por las vacaciones del año anterior y que no había utilizado todavía.
Él no tenía una relación estrecha con los enfermos y ni siquiera con sus padres ¡y “hay que tener mucho adentro para sentir lo de afuera”!. Pero sabía que no siendo artífice del nacer ni del morir, podía serlo del vivir.
Permanecía en el hospital todo el día, ayudando no sólo a los dos pibes vecinos, sino también a otros y a las enfermeras, en ese trance tan difícil que significa una epidemia. Todo su esfuerzo le parecía poco. Es que quien da todo quisiera dar más.
Fue pasando el tiempo. A los ocho o 10 días, un telegrama le exigió el regreso al trabajo. Pero él estaba desempeñando una tarea que entendía más importante e hizo caso omiso del aviso. Un segundo telegrama, más perentorio amenazaba con el despido. Parodi tampoco lo contestó. Sentía que tenía otro tipo de obligaciones y no respondió con el riesgo que implicaba.
Claro. Las virtudes no siempre gratifican, aunque siempre enorgullecen porque quien da, puede conocer la ingratitud, pero también la emoción de dar. Poco a poco, la epidemia fue cediendo en intensidad. Los dos chicos salieron bien de su enfermedad, afortunadamente. Pero Parodi se había quedado sin trabajo. Él había hecho el bien por necesidad vital y estaba igualmente feliz.
Parodi, de ferroviario a barrendero y el milagro inesperado
Parodi consiguió un trabajo de barrendero municipal, menos grato para él y peor remunerado. Pero se sentía igualmente contento, aunque conservaba íntimamente la nostalgia por su perdida tarea en el ferrocarril. Transcurrieron 12 o 13 años. Y un día luminoso para él recibió una visita inesperada.
Era un joven de unos 30 años, que lo miraba con gran afecto. Se trataba del mayor de aquellos dos pibes a los que él había cuidado en la epidemia. Y este fue el diálogo:
-”¿Me recuerda, Sr. Parodi?”.
-”Si por cierto ¡y qué bien te veo!”.
-”Si, estoy muy bien y vengo a cumplir una misión. Me recibí de abogado” dijo el joven “y estoy en la Asesoría Jurídica de Ferrocarriles Argentinos. Estudié su caso, su despido y pedí la revisión del mismo. Fírmeme este escrito, por favor. Lucharé hasta lograr su reincorporación. Se lo prometo”.
Quince días después, Parodi volvía a trabajar en el ferrocarril.
Se le había reconocido la antigüedad, otorgándosele una indemnización e incluso un ascenso. Trabajó aún seis o siete años, con el afecto y el respeto de todos. Luego se jubiló.
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Cuando Parodi murió, sus compañeros decidieron colocar junto a su tumba una placa con éstas palabras: “Aquí yace un hombre de bien, de los que enorgullecen a la especie humana”.
Y la trayectoria vital de este hombre sencillo, dotado de la más valiosa de las virtudes, la de la comprensión, uno de esos hombres que no se conformó con observar el paso de la vida, sino que quiso viajar en ella, inspiró en mí este aforismo:
“El hombre bueno es el héroe de los hechos cotidianos”.