El territorio argentino actual fue el más pobre entre todos los dominios del viejo imperio español en América desde el asentamiento definitivo de la ciudad de Santiago del Estero del Nuevo Maestrazgo en 1553. El virreinato del Río de la Plata creado en 1776 intentó cambiar ese destino, pero no lo logró. Quizá sea esta una de las razones del éxito perenne de la revolución iniciada el 25 de mayo de 1810, el único movimiento independentista que nunca más volvió a estar bajo tutela ibérica. La falta de recursos naturales más allá de la supervivencia sumada a los enormes espacios despoblados llevó a estas regiones a llevar adelante una vida sin demasiados lujos ni tampoco permitirse exquisiteces institucionales. Por eso, durante el cuarto de milenio de la etapa colonial, no hubo nobles en estas tierras.
El único título nobiliario territorial en la actual Argentina fue el marquesado de Toro, con cabecera en Yaví, ubicado en la zona cercana a San Salvador de Jujuy, uno de cuyos titulares fue Juan José Fernández Campero, un olvidado héroe de la Independencia y diputado del Congreso General Constituyente de 1816. Es el único título de nobleza hereditario, que se suma al título personal que recibiera Santiago de Liniers, por su participación en la Reconquista y la Defensa de la capital del virreinato del Río de la Plata, frente a las invasiones inglesas, que le valió ser Conde de Buenos Aires.
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El proceso de desarrollo capitalista vinculado a los negocios agropecuarios que permitió la inserción de la Argentina en la economía mundial a fines del siglo XIX produjo una aspiración social por parte de los grandes terratenientes de las pampas, y también por parte de las acomodadas élites de las provincias del interior, que iba a manifestarse en la necesidad de levantar símbolos materiales, tales como la construcción de castillos a la inglesa en los campos, palacios a la francesa en las ciudades y mausoleos a la italiana en los cementerios. El erigir esos signos de riqueza los convertía en aristócratas, pero sobre todo les permitía considerarse a sí mismos como integrantes de una “nobleza criolla”, más allá de la discusión sobre el carácter oligárquico o no de esa clase alta argentina.
Siempre hubo personajes que se convirtieron en nobles por matrimonios con europeos. El caso más representativo es el de Máxima Zorreguieta, que llegó a la corona holandesa a través de su matrimonio con el entonces príncipe Guillermo de Orange, en 2002, y se convirtió hoy en la reina Máxima. Sin embargo, y a pesar de ser poco recordadas, en el siglo XX hubo varias mujeres argentinas que se convirtieron en nobles por derecho propio, las únicas de nuestras tierras, como fruto de su filantropía dentro de la Iglesia Católica, convirtiéndose en las más grandes benefactoras que la Santa Sede tuvo durante esos tiempos. Fueron designadas por el Papa como integrantes de la corte vaticana y recibieron el título, primero de marquesas pontificias y luego de condesas. Es fascinante la vida de estas mujeres que fueron: Mercedes Castellanos de Anchorena, María Unzué de Alvear y Adelia Harilaos de Olmos.
Mercedes Castellanos de Anchorena
María de las Mercedes Castellanos de la Iglesia nació en Buenos Aires el 23 de setiembre de 1840 en el hogar formado por Aarón Castellanos y Secundina de la Iglesia, siendo bautizada en la iglesia de la Merced el 27 de octubre de ese año. Aarón iba a destacarse en su vida como uno de los pioneros de la colonización de inmigrantes en la provincia de Santa Fe, donde una estación ferroviaria lo recuerda. Mercedes se casó con Nicolás Hugo de Anchorena el 24 de setiembre de 1864, en la iglesia del Socorro, en el día del onomástico de la novia. Será un prolífico matrimonio ya que nacerán once hijos, de los cuales ocho llegarán a su adultez. El más notable de los retoños es Aarón de Anchorena, pionero de la aeronáutica argentina y creador del palacio que hoy es la residencia de descanso del presidente del Uruguay, en la barra de San Juan, cerca de Colonia.
La señora de Anchorena quedó viuda a los veinte años de casada, en 1884, heredando una incalculable fortuna, cuya administración supo delegar en colaboradores de confianza, que le permitieron incrementarla y dedicar el resto de su vida a tareas benéficas, entre las que se destacaron decenas de escuelas religiosas en todo el país, conventos, sostenimiento de instituciones de carácter social y templos católicos. Sin duda, se destaca la iglesia del Santísimo Sacramento, quizá el edificio religioso más lujoso de la Argentina, surgido de una charla con el arzobispo porteño Antonio Espinosa, a quien luego de contarle que iba a construir un palacio para vivir, le dijo que no podía hacerlo mientras “Dios no tuviera un palacio en Buenos Aires”. Sus donaciones a las obras de la Santa Sede en el país y en el mundo la hicieron acreedora del título de condesa pontificia.
Fue la constructora del Palacio Anchorena, ubicado frente a la plaza San Martín de Buenos Aires, sede hoy de la Cancillería Argentina, y rebautizado como Palacio San Martín. Allí murió en 1920, a los ochenta años, y fue sepultada en la iglesia “palacio” que creó para Dios en su ciudad natal. Su tumba en la cripta de la Basílica del Santísimo Sacramento está acompañada por la del Cardenal Santiago Luis Copello, primer purpurado latinoamericano de habla hispana. A pesar de las soberbias construcciones en las que vivió, sus costumbres eran austeras y todo el personal que trabajó para ella, tanto en Buenos Aires como en sus estancias, gozó de condiciones laborales muy adelantadas para la época. Queda como testimonio el pueblo con iglesia, escuela y viviendas que se levantó en su estancia de Azul, “San Ramón”.
María Unzué de Alvear
María de los Remedios Unzué Gutiérrez Capdevila nació en Buenos Aires el 21 de noviembre de 1861, siendo bautizada en la iglesia de San Miguel Arcángel el 27 de diciembre de ese año. Era hija de Saturnino Unzué y de Concepción Gutiérrez Capdevila, y su padre es recordado por el asilo de niñas huérfanas que sus tres hijos levantaron en su homenaje en la ciudad de Mar del Plata, y constituye una de las joyas de la arquitectura argentina. Criada en cuna de oro, se casó el 8 de julio de 1885 con Ángel Torcuato de Alvear, de quien enviudará sin hijos, a los veinte años de casada, curiosa coincidencia con Mercedes Castellanos. Por esta razón es cuñada del presidente Marcelo Torcuato de Alvear.
Dedicó su vida a la filantropía, viviendo entre su palacio de la calle Alvear y su estancia “San Jacinto”, en Rojas. Lamentablemente ambos edificios han sido demolidos. Trabajó incansablemente en la Sociedad de Beneficencia de Buenos Aires, y fue la presidenta de la comisión que organizó el Congreso Eucarístico Internacional de 1934, el primero en Sudamérica, al que asistió el secretario de Estado de la Santa Sede, el cardenal Eugenio Pacelli, quien sería el papa Pio XII desde 1939. Construyó gran cantidad de escuelas, el hospital de Rojas, delegaciones municipales y en el noroeste de la provincia de Buenos Aires se la recuerda por haber sido la creadora de las ollas populares durante la crisis de 1930. Ella, junto a sus empleados domésticos, se instalaba en los cruces de los caminos rurales para brindar alimento y abrigo a quienes se habían quedado sin trabajo en esos años. Por su contribución social y pecuniaria a las obras de la Iglesia Católica fue nombrada condesa pontificia.
Es la donante del templo nacional basílica de Santa Rosa de Lima en Buenos Aires, construido en la Av. Belgrano y Pasco como iglesia votiva del Congreso Eucarístico del ‘34. Allí se conserva el ascensor que usaba para ir a un balcón especial desde el cual presenciaba las ceremonias religiosas. Murió el 18 de enero de 1950, habiéndose enfrentado con el gobierno de Juan Perón a raíz de la intervención a la Sociedad de Beneficencia porteña. La cripta de Santa Rosa estaba destinada a su tumba, donde ya se encontraba sepultado su esposo. Al llegar el cortejo fúnebre a la iglesia en el barrio de Balvanera, un oficial de justicia informó a los familiares acerca de un decreto presidencial que prohibía toda sepultura en iglesias. Fue llevada de apuro al panteón familiar del cementerio de la Recoleta, y en 1955 finalmente pudo reposar en la iglesia que es su homenaje.
Adelia Harilaos de Olmos
Adelia María Harilaos nació el 16 de julio de 1865 en Buenos Aires, en un hogar formado por Horacio Harilaos y Carolina Senillosa, herederos de apellidos reconocidos, pero sin fortuna debido a la mala administración de ambos cónyuges.
Adelia vivió los avatares familiares, pero su encanto le permitió enamorar a Ambrosio Olmos, un hombre treinta años mayor que ella que había logrado amasar una gran fortuna como proveedor del Ejército durante la campaña del desierto, y que había llegado a ser gobernador de Córdoba, provincia que aún hoy lo recuerda con múltiples homenajes. Se casaron en 1902 y Adelia enviudó en 1906, heredando todos los bienes de su esposo. Rápidamente delegó la administración de los campos, sobre todo la estancia “San Ambrosio”, a pocos kilómetros de Río Cuarto en Córdoba, una de las más extensas del país y poseedora de un casco que fue llamado el “Versailles Argentino”.
Desde su viudez, dedicó su vida a la filantropía y fue una de las grandes promotoras de la Sociedad de Beneficencia. Fue la donante del aula magna de la Universidad Gregoriana de Roma. En el país, se cuentan decenas de edificios dedicados a escuelas, asilos y conventos. Fue la madrina del nombramiento de la Basílica San Francisco en Buenos Aires y construyó el convento de las Esclavas, que hoy es su tumba frente a la porteña plaza “Vicente López”. Participó activamente de la organización del Congreso Eucarístico de 1934 y en sufragio a su colaboración con la Iglesia fue nombrada condesa pontificia.
En tiempos de enfrentamiento entre algunos sectores del catolicismo y el gobierno de Perón, Adelia protagonizó un encuentro con la esposa del presidente. Evita estaba preparando su viaje a Europa en 1947 y le preguntó a la condesa que había que hacer para ser una noble vaticana. Adelia, ya octogenaria, le contestó sencillamente: “Hay que portarse bien, mijita, hay que portarse bien”. Esta reunión le valió a Adelia el rechazo de sus viejas compañeras de la Sociedad de Beneficencia. Murió en Buenos Aires el 15 de setiembre de 1949.
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La donación de su último hogar, el viejo palacio Anchorena, a la Santa Sede se ha convertido en la Nunciatura Apostólica de Buenos Aires. Todos sus bienes fueron donados a la Iglesia Católica, y su gran estancia cordobesa es hoy una escuela agrotécnica en manos de los salesianos.
Estas mujeres han sido olvidadas por el relato histórico de nuestro país. Es verdad que dispusieron de cuantiosas fortunas, pero las pusieron al servicio de la Iglesia, institución a la que las tres consideraban la portadora natural de la solidaridad y la beneficencia en el país. Recordar aspectos de la historia de los argentinos es una tarea que muchas veces es grata, y creemos que este caso es uno de ellos