John Reginald Halliday Christie consiguió alquilar un piso en la planta baja de la calle Rillington Place 10, en Londres. En 1938, se mudó con su mujer, Ethel, su perro y su gato. La planta baja le daba el uso exclusivo del jardín de atrás. Se trataba de una pequeña casa de estilo victoriano de tres pisos que quedaba al final de un callejón, contra la pared de una fábrica que cerraba la calle. Se podía escuchar el paso de los trenes y ver las chimeneas humeantes. Había arena en los marcos de las ventanas y la pintura se estaba descascarando en el frente. Los dos pisos superiores eran tan pequeños como la planta baja. Una letrina en el jardín servía para los tres, pues no había baños individuales. El lavadero también era de uso común.
Christie tenía por entonces 39 años. Su apariencia era la de un tipo tranquilo, que cuando se sentía alterado recurría a la jardinería. Tenía una gran frente que le iba ganando superficie a sus cabellos de color rojizo. Sus ojos eran azul pálido. Ethel era una mujer rolliza a la que no le molestaba estar un paso detrás de su marido. Hacía todo lo que él decía. Una pareja común, agradable, dedicadas el uno al otro y a su perro y a su gato. Parecía.
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Christie, de nene mimado a frecuentar prostitutas
Christie había tenido un padre severo y golpeador y una madre demasiado cariñosa. Creció bajo influencia femenina reforzada por sus cuatro hermanas mayores. Era el nene mimado, el nene dominado, que exageraba síntomas de cualquier malestar para tener atención. Cerca de los diez años, tuvo crisis con sus hermanas porque ya no le gustaba que le dieran órdenes pero a la vez se sentía atraído físicamente, las amaba y las odiaba porque despertaban su masculinidad y luego la sofocaban.
Su puja interna se resolvió por el desprecio hacia las mujeres, especialmente hacia aquellas que lo tentaban, porque no podía satisfacerlas. A los otros chicos, les decía que le gustaban las mujeres pero pronto, cuando fracasaron sus primeros intentos sexuales, se burlaron de él.
En 1920, con 21 años, se casó con Ethel Simpson Waddington. Sus dificultades sexuales continuaron y en Ethel halló a una mujer muy comprensiva. Christie frecuentaba prostitutas que solían humillarlo cuando no podía concretar el acto sexual.
Apenas casado, trabajó como cartero. Robó algunos giros postales y fue a prisión por tres meses. A los 25 años, seguía frecuentando prostitutas. Dejó su casa y estuvo cuatro años sin ver a Ethel. Cayó preso por robo y pasó nueve meses en prisión. Al salir hizo changas; vivió con una prostituta; robó un auto y regresó a prisión. Le envió una carta a Ethel y le pidió que estuviera con él cuando saliera libre. Ethel y Reginald volvieron a estar juntos después de 10 años de separación. Era 1933. El tenía 34 años y ella 33.
Cuando comenzó la Segunda Guerra Mundial, se inscribió como voluntario en la “Policía de Reserva de Guerra”. No indagaron sus antecedentes. Recibió su uniforme como agente especial. Fue policía durante cuatro años, los más felices de su vida. Se volvió tan fanático del cumplimiento de la ley que en el barrio lo llamaban “el Himmler de Rillington Place”. Para vigilar a sus vecinos, perforó una mirilla en la puerta de su cocina.
Por entonces, comenzó a aprovechar las frecuentes visitas de su esposa a sus parientes para serle infiel. Tuvo una relación con una mujer que trabajaba en la comisaría, cuyo esposo estaba en el frente de batalla. Él iba a la casa de esta señora pero todo terminó de la peor manera. Imprevistamente, el marido regresó de la guerra y encontró a la pareja en su casa. El divorcio de esta pareja vino después de que el soldado le diera una soberana paliza a Chrtistie. Magullado, pensó que en adelante debería invitar a las mujeres a su propia casa a tomar el té…
Christie y sus vecinos
En la primavera de 1948, Timothy Evans y su esposa, Beryl, se mudaron al último piso de Rillington Place. Hacía poco que se habían casado y esperaban su primer bebé. Beryl tenía 19 años y Timothy 24. Evans era bajo, mentiroso y de mal carácter. La beba de los Evans nació en noviembre de 1949 y le pusieron Geraldine. No vino con un pan bajo el brazo. Timothy tenía muchas deudas. Beryl era una pésima ama de casa, descuidaba el lugar, no sabía cocinar y tampoco atendía a su criatura. Endeudados e incapaces de convivir, se pelaban mucho, a veces a los golpes; él una vez la estranguló.
Así era su vida cuando Beryl descubrió que estaba embarazada de nuevo. Ella culpó a su marido. Desesperada, buscó abortar.
Era una época en la cual el edificio, en mal estado, se encontraba en reparaciones. En octubre de 1949, trabajadores tiraron paredes y levantaron pisos. También trabajaron en el lavadero comunitario en la parte trasera. Además, el inquilino del segundo piso, el señor Kitchener, estaba internado en el hospital, por lo que su apartamento estuvo vacío durante unas cinco semanas.
Beryl y su beba Geraldine desaparecieron de buenas a primeras.
Christie le había dicho a Beryl que la ayudaría a abortar pues tenía conocimientos al respecto adquiridos en sus años de policía. Era mentira. Ella aceptó. Timothy se enteró de este arreglo y le comunicó a Christie que no quería su ayuda, lo que provocó que Evans y su mujer discutieran otra vez violentamente. El 7 de noviembre, cuando Timothy no estaba, Beryl acordó con Christie realizar el aborto al día siguiente. Ella le dijo a su esposo esa noche. Tuvieron otro intercambio de empujones y sopapos.
El día 8 al mediodía, Christie subió a ver a Beryl. La acostó sobre una colcha frente al fuego. Tenía tubos de goma para darle gas., Ella tuvo miedo y Christie la golpeó. Con una cuerda la estranguló. Buscó tener relaciones sexuales y no pudo.
Evans llegó a casa esa noche. John Reginald lo esperaba en la escalera. Subieron hasta el piso de Evans. “Son malas noticias. No funcionó”, le dijo. Evans encontró a su esposa en la cama. Había sangrado por la boca, la nariz y la vagina. Christie lo convenció de no llamar a la Policía porque los dos serían acusados de homicidio. Machacó con un tema: Timothy también era responsable porque sabía lo que iba a ocurrir y dejó que ocurriera. Tenía antecedentes de peleas con su esposa, lo que lo haría sospechoso. Timothy Evans aceptó no hacer nada.
Quería llevar a su beba a la casa de su madre, pero Christie lo disuadió pues despertaría sospechas. Al día siguiente, le dijo a Evans que él cuidaría a la beba, se la daría a una joven pareja y que lo que tenía que hacer Timothy era decirle a todo el mundo que Beryl se había ido de vacaciones con la pequeña. Timothy ya no vio a su hija. Christie la estranguló y la colocó con su madre en la cocina del señor Kitchener. Aprovechando la influencia que tenía sobre Evans, lo convenció ahora que vendiera sus muebles y se fuera de la ciudad. Evans lo hizo. Christie movió los cuerpos y los ocultó en el lavadero.
La confesión de Timothy Evans
Timothy volvió el 23 de noviembre. Preguntó por su hija y Christie le dijo que debía irse o ambos podrían meterse en problemas. Podía ver a su hija en dos o tres semanas. Evans fue a lo de su tía. Debió decir mentiras sobre el paradero de su mujer y de la beba y terminó enredándose. Todos sospechaban y nadie de su familia creyó una palabra de lo que decía. Timothy Evans, derrumbado, fue a la comisaría y dijo: “Me deshice de mi esposa. La tiré por el desagüe”.
Evans dio muchas versiones. Dijo que sabía que estaba muerta pero que él no la mató. Tenía miedo de mencionar a Christie. Pensó que nadie le creería porque Christie era exoficial de policía y si lo mencionaba sería peor para él. Contó lo del nuevo embarazo y del deseo de su mujer de abortar. Que ella tomaba medicamentos y que un extraño le había dado algo para ayudarla a abortar. Que cuando llegó del trabajo, a la noche, la encontró muerta, y el día siguiente tiró el cuerpo de su esposa de cabeza por el desagüe frente a la puerta principal. Sin embargo, cuando los policías fueron a inspeccionar el desagüe no encontraron nada. Timothy cambió otra vez su declaración.
Fue entonces que acusó a John Reginald Christie. Fue su vecino el que echó a Beryl por el desagüe. Pero ya era tarde para todo. No le creyeron. La policía hizo una búsqueda superficial de Beryl y de su beba en la casa y en el jardín de Rillington Place 10. No vieron, por ejemplo, un fémur en el jardín que apuntalaba una cerca. No cavaron. En ese momento, el perro de Christie desenterró un cráneo, pero la policía no se dio cuenta. Christie tiró el cráneo a una casa cercana, bombardeada en la guerra.
Christie declaró seis horas contra Evans. Lo definió como un mentiroso habitual. También lo hizo su mujer, Ethel, convenientemente instruida por su marido.
La Policía volvió a la casa. Revisaron esta vez el lavadero común. La puerta estaba atascada y después de un gran esfuerzo por aflojarla, entraron. Estaba oscuro. Removieron la madera y vieron lo que parecía ser un paquete envuelto en un mantel verde y atado con una cuerda. Sacaron el paquete y desataron el cordón. Hallaron el cadáver en descomposición de Beryl Evans. También allí hallaron a la beba. Ambas habían sido estranguladas. Una corbata aún estaba alrededor del cuello de la beba.
No había evidencia de que hubiera tomado nada para intentar abortar su feto de tres meses, pero tenía moretones dentro de la vagina. Inexplicablemente, el médico se olvidó de realizar un hisopo vaginal para comprobar si había semen.
Después de la lectura de cargos, cuando su madre fue a verlo, Evans afirmó: “Yo no lo hice, mamá… Christie lo hizo”.
El 11 de enero de 1950, Evans fue juzgado en los tribunales de Old Bailey. El fiscal Christmas Humphreys sostuvo que Evans y su esposa tenían dificultades. Deprimido por la falta de trabajo, mató a su esposa e hija, mintiendo a todos los que conocía sobre su paradero. Es lo que surge de la cuarta confesión de Evans, la más completa. Evans fue a la horca el 9 de marzo de ese año.
El señor Kitchener, del primer piso, se había mudado. Ethel le dijo a su esposo que era hora de mudarse. El pareció no escuchar.
Ethel y el olor a desinfectante
El jueves 11 de diciembre, Ethel fue a ver la televisión con una amiga, Rosie. Al día siguiente, llevó la ropa a “Lavanderías Maxwell”. Quienes la vieron dijeron que estaba alegre. Después, nadie la volvió a ver. El lunes 15, Christie le dijo a sus vecinos que su mujer se había ido de la ciudad y a los familiares de Ethel que ella no se sentía muy bien y que por eso no les había escrito para Navidad. Hasta envió algunos obsequios navideños a nombre de “de Ethel y Reg”.
Extrañamente, comenzó a rociar su casa y el jardín con un fuerte desinfectante. Los vecinos notaron el olor.
En enero de 1951, Christie vendió todos sus muebles a un comerciante. También vendió el anillo de bodas y el reloj de su esposa. Sin cama, dormía sobre un viejo colchón. Todo lo que le quedaba eran tres sillas y una mesa de cocina.
Para obtener dinero, falsificó la firma de su esposa en una cuenta que ella tenía y la vació. De tal forma, estiró su superviviencia hasta marzo. No contestaba las cartas de los familiares que preguntaban por Ethel. Tuvo suerte. Antes de quedarse sin dinero, una pareja, el matrimonio Reilly, llegó para alquilar un piso, dispuestos a pagar tres meses por adelantado. Christie aceptó, dejó a su perro, agarró a su gato y se fue.
Los dueños del edificio se enteraron de este subalquiler y le dijeron a los Reilly que Christie no tenía derecho a alquilar nada. Se les pidió que se fueran. El lugar olía tan mal que los Reilly no protestaron y se fueron corriendo, a pesar del dinero perdido.
Las refacciones en el edificio
El piso que había ocupado Christie estaba en tan malas condiciones que el propietario se decidió a hacer algunas reformas. Se las encargó al inquilino de arriba, Beresford Brown, que empezó por la limpieza. Quiso instalar un armario en la pared. Una de ellas sonaba a hueco. La tiró abajo y vio que había una puerta. Daba a una especie de gruta. De golpe retrocedió. Le pareció ver a una mujer desnuda. Llamó a la Policía.
Hallaron en ese lugar el cadáver de una mujer sentada en medio de unos escombros, inclinada hacia adelante, de espaldas a ellos. Había sido estrangulada; tenía las muñecas atadas frente a ella con un nudo marinero llamado “nudo arrecife”, realizado con un pañuelo. No era el único cuerpo en ese lugar. Había otro, colocado de cabeza, apoyado contra la pared, con una manta sujetada a los tobillos con un “nudo arrecife” realizado con una media. Y había un tercero cadáver, con los tobillos atados con el mismo tipo nudo confeccionado con un cordón eléctrico.
Los peritos notaron que tablas del piso del salón estaban sueltas, las levantaron, cavaron y hallaron otro cadáver femenino.
Los cuatro cadáveres tenían evidencia de estrangulamiento y envenenamiento con monóxido de carbono. En tres de ellos, descubrieron signos de relaciones sexuales antes de morir. Eran los cuerpos de Hectorina McLennan, de 26 años; Kathleen Maloney, de 26 también; Rita Nelson, de 25; y Ethel Christie, la mujer del último inquilino de la planta baja. Ese que declaró contra Timothy Evans por el crimen de la mujer y de la hija.
Siguieron inspeccionando la casa: había una lata de tabaco que contenía cuatro mechones de vello púbico, ninguno de los cuales provenía de los cuerpos encontrados en la cocina. En el jardín, mal inspeccionado en el caso Evans, ahora sí notaron el fémur humano sosteniendo una cerca de madera. Había huesos en macetas de flores, algunos de cráneo, con sus dientes. Más huesos debajo de un arbusto de azahar. Cerca se encontraba un fragmento de periódico fechado el 19 de julio de 1943. Determinaron que había dos cadáveres femeninos en el jardín. En total, encontraron entonces 6 cadáveres en Rillington Place.
Pronto se determinó, a partir de una corona dental, que una de las víctimas, era Ruth Margarete Fuerst, una austríaca llegada a Inglaterra en 1939, desaparecida el 24 de agosto de 1943. Christie la había conocido en un bar. La otra víctima del jardín era Muriel Amelia Eady, de 32 años, que fue compañera de Christie en una fábrica.
Christie
Cuando se le acabó el dinero que le habían dado por el adelanto del alquiler de su piso en Rillington Place, caminaba sin rumbo y dormía siestas en bancos y salas de cine. Así fue durante los últimos diez días. El 31 de marzo de 1953, un policía, al verlo perdido, le preguntó quién era. Christie le dio un nombre falso. El policía le pidió que se quitara el sombrero. Lo reconoció al ver la frente amplia y calva como se retrataba en los periódicos al hombre buscado por los cadáveres aparecidos en Rillington Place. Lo detuvo enseguida.
Fue juzgado en Old Bailey el 22 de junio de 1953, el mismo tribunal donde habían juzgado a Evans y lo habían condenado injustamente. A Christie, se lo enjuició solo por el crimen de Ethel, su mujer. Reconstruir los demás casos hubiese llevado mucho tiempo, entendió la fiscalía. Su defensa fue la de locura. El propio Christie subió al estrado e hizo una detallada descripción de cada uno de sus asesinatos. Cuando se le preguntó por qué, en su larga confesión a la policía, no había mencionado a Beryl Evans, dijo que se había olvidado de ella. “Se había borrado de la mente”, afirmó.
El fiscal general, Sir Lionel Heald, acusó a Christie de haber dejado inconscientes a sus víctimas con monóxido de carbono para luego estrangularlas mientras tenía relaciones sexuales con ellas. El juicio duró cuatro días y el jurado deliberó solo una hora y veinte minutos. Su veredicto: culpable. Fue condenado a muerte.
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Christie no apeló. Fue ahorcado en la prisión de Pentonville el 15 de julio de 1953 por Albert Pierrepoint, el verdugo más famoso de Inglaterra. Varios errores judiciales, principalmente el de Evans, condujeron a que Inglaterra aboliera la pena de muerte en 1965.