Sabemos que Manuel Belgrano creó la Bandera de la Patria, que se enarboló por vez primera oficialmente el 20 de junio de 1820.
Pero quizá no todos conocen que algunos años antes, ya había ondeado una bandera argentina azul y celeste con un escudo y un sol.
Y que esa bandera ondeó encabezando gallardamente al ejército de Los Andes, el de San Martín.
Pero vayamos a la historia. En agosto de 1814, el Director Supremo, Gervasio Posadas, designó al General José de San Martín, Gobernador Intendente de Cuyo.
Aquellos eran días afiebrados para este patriota. Había mucho que hacer y era escaso el tiempo. Las aspiraciones chilenas de ver su patria libre sufrían, en ese momento, un rudo golpe con el fracaso de Rancagua.
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Como consecuencia, emigraron muchos chilenos patriotas hacia las tierras cuyanas, donde San Martín los recibió con alborozo.
Ellos pagaron esa generosidad alistándose en el ejército que preparaba el jefe criollo.
Mientras tanto se estaban celebrando con extraordinario entusiasmo las tareas al Congreso de Tucumán.
Dos años más tarde, la anhelada resolución del 9 de julio de 1816 repercutió como una campana de libertad, en todos los pueblos de América.
Desde ese momento se multiplicaron las intentonas y los levantamientos.
Entre tanto, en Mendoza, San Martín, Capitán General del Ejercito de Los Andes, hacía verdaderos milagros para organizar las fuerzas libertadoras.
Se carecía de todo, pero el entusiasmo reemplazaba lo que no se tenía.
El sacrificio popular conmovía día a día, el corazón del jefe. La historia se poblaba de anécdotas maravillosas.
Así pasaban los días y cuando casi llegó la Navidad de 1816, el Ejército de Los Andes ya estaba listo para la marcha.
En la Nochebuena de Mendoza, en torno a la mesa familiar, no se hablaba de otra cosa que de la cruzada libertadora.
San Martín escuchaba a todos, muy pensativo. Hay silencios más elocuentes que palabras.
Cuando finalizó la cena, se puso de pié, alzando su copa.
Formuló entonces un brindis por la patria y por la felicidad de los presentes, pero su voz se conmovió al manifestar que estaba pronto para la marcha heroica.
-Sin embargo -murmuró- aun carecemos de bandera.
En realidad ya estaba autorizado su uso por el congreso de Tucumán.
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La respuesta fue inmediata: las damas presentes se comprometieron a entregarla en una semana, para que luego pudiera ser jurada la víspera de Reyes de ese año 1817.
Con plazo muy breve para cumplir la promesa, las damas trabajaban tenazmente.
No tenían, por ejemplo, seda rosada para bordar el escudo y entonces, hirviéndolas en lavandina decoloraron varias madejas rojas. Carecían de lentejuelas para formar el sol. Dos abanicos de la señora Olazábal eran despojados de las mismas.
Y así, con no pocos problemas, el día 6 de enero de 1817 a las dos de la mañana, la insignia quedó terminada.
Una emoción imposible de reprimir conmovía al grupo de damas mendocinas.
Ese mismo día se bendijo y se juró la primera bandera independiente de América Latina.
Una lágrima que San Martín trató de disimular, bajó por su rostro curtido.
Y una lágrima furtiva no es menos lágrima.
Y así, dio comenzó la epopeya heroica.
San Martín con su ejército cruzó Los Andes y se llenó de gloria en Chacabuco y en Maipú, para liberar a Chile.
Y la bandera, también estaba con los libertadores que continuaban su epopeya hacia el Perú.
Tres años después y a pedido de San Martín, esa bandera regresó a tierra cuyana. Y desde entonces allí está ese verdadero símbolo de nuestra patria naciente, en la tierra donde había nacido, viva y gloriosa, como un legendario mojón de la historia.
Y la visión de San Martín, de lucir un pabellón patriota antes que naciera nuestra bandera, reveló en él, otra faceta de su clarividencia y de su talento y trajo a mi mente este aforismo:
“Para crear hay que creer”.