Tal vez porque los fanáticos argentinos sólo tenían ojos para los River-Boca de la Copa Libertadores, o simplemente porque siempre fue un héroe desapercibido, la reivindicación que Peter Norman recibió hace pocos días, el 9 de octubre, en su país, Australia, apenas llamó la atención. Y sin embargo, se trató de la estatua que el deporte mundial se debía desde hacía tiempo.
Peter Norman, que fue subcampeón olímpico en los 200 metros de México 1968 y murió en 2006, pasó su vida atrapado en una cárcel invisible: formó parte de una foto histórica pero es como si hubiera sido un fantasma. El australiano ni siquiera pudo lamentarse de que el mundo lo haya olvidado: el mundo siempre lo ignoró. Acaso la mejor síntesis sea la estatua que se levantó en la Universidad de San José, en Estados Unidos, a principios de este siglo: Norman fue un espacio en blanco.
Debe ser uno de los triunfadores más perdedores de la historia. Fue medallista olímpico, fue australiano y fue blanco pero sobre todo fue al que nadie miró en la foto del Black Power: Juegos Olímpicos de 1968, México Distrito Federal, acaso los mejores Juegos de todos los tiempos. Todavía faltaban nueve meses para que el hombre llegara a la Luna pero los atletas que competieron en México, en cierta forma, alunizaron sobre la Tierra: el salto en largo de Bob Beamon, esos 8,90 inigualados durante 23 años, el salto en alto de Dick Fosbury (una de las revoluciones del deporte en el siglo XX) y Jim Hines y la primera vez que el hombre bajó los 10 segundos en los 100 metros. Pero lo que más quedó de México 68 fue una foto de tres hombres, aunque nadie haya reparado en uno de ellos.
Ese podio sería mucho más famoso que la carrera: Tommie Smith, el ganador, en lo más alto; Peter Norman, medalla de plata y único blanco, y John Carlos, el tercero, medalla de bronce. Atrás había quedado la final de los 200 metros cuando los compañeros de premiación de Norman, ambos estadounidenses negros, hicieron lo que nadie esperaba: el saludo de las Panteras Negras. Fue el Black Power en versión olímpica. Se convirtieron en embajadores con zapatillas de Malcom X y de Martin Luther King.
Pocos recuerdan, también, cómo habían llegado a ese podio. La final fue como si hubiesen corrido por fuera de la ley de gravedad: los 2.300 metros sobre el nivel del mar del Distrito Federal, la delgadez de su aire, convirtió a los atletas en marcianos. Fue la primera vez que el hombre bajó los 20 segundos en los 200 metros. El récord de Smith seguiría vigente 11 años y la marca de Norman continúa imbatida 51 años después: todavía hoy es el mejor tiempo nacional australiano.
Pero todo eso sería un chasquido de dedos en comparación a lo que estaba por ocurrir en el estadio Olímpico de México. Fue el 9 de octubre de 1968. Mientras esperaban la premiación, Smith y Carlos le preguntaron a Norman si creía en los derechos humanos. El australiano les dijo que sí y esa respuesta, ese sí, cambiaría su vida -para mal-. Desde entonces, y hasta su muerte, una nube de desgracia lo acompañaría sin que nadie se diera cuenta de su sufrimiento.
Smith y Carlos le preguntaron, además, si creía en Dios. Norman también les respondió que sí. Le insistieron: “Lo que vamos a hacer en el podio es mucho más importante que cualquier triunfo deportivo”. Pero el australiano estaba seguro: quería acompañarlos. Muchos años después, Carlos declararía: “Esperaba ver miedo en los ojos de Peter, pero vi amor”. Y el australiano les insistió: “Yo creo en lo que ustedes creen”.
Los hombres famosos de la foto, Carlos y Smith, afroamericanos ambos, creían que merecían otros derechos. Los dos estaban influenciados por Harry Edward, el líder espiritual de varios atletas negros. Fue por él que Karen Abdul Jabbar no participó en los Juegos de 1968. Smith y Carlos viajaron a México pero lo hicieron para mostrar su lucha al mundo, y así ocurrió. En una de las tribunas, festejando el triunfo de su marido, estaba la mujer de Smith: tenía un par de guantes negros. A veces los objetos cotidianos tienen más fuerza que una bomba. Se suponía que habría dos pares pero uno se perdió así que Norman les dijo: “Usen un guante cada uno”. El australiano no tenía nada para taparse las manos pero se prendió un pin, el del Proyecto Olímpico para los Derechos Humanos, sobre la solapa de su campera, al igual que también mostrarían los estadounidenses.
Los problemas para los tres comenzarían muy pronto, aunque el mundo sólo seguiría de cerca el grillete que pesó sobre Smith y Carlos: los echaron de los Juegos Olímpicos, la mujer de Carlos se suicidó y Smith se divorció. No pudieron volver a competir y tuvieron que trabajar de lo que fuera, lavando autos o cargando bolsas en el puerto. No es una figura retórica: fue literal. Les dejaron amenazas anónimas y les escribían insultos en sus casas.
A Norman también le pasó mucho de eso en su país pero nadie le prestó atención. Su sufrimiento fue en soledad. Volvió a Australia y lo trataron como a un paria. Lo acusaron de ser un conspirador. Su país era una Sudáfrica del Apartheid en miniatura: había quienes creían en “la Australia blanca”. Pasó a estar apestado. Lo suspendieron. Siguió corriendo y continuó cosechando récords nacionales pero ya era en vano: consiguió la marca para viajar a Munich 72 y no lo dejaron participar. Estaba proscripto para representar a su país. Querían que pidiera perdón por lo que había hecho en México, y nunca lo hizo.
Entonces Norman se zambulló en el alcohol, e intentó con otros deportes, y se siguió zambullendo en el alcohol, y probó con el fútbol australiano, y se siguió zambullendo en el alcohol, y tuvo gangrena en una pierna, y siguió zambullendo en el alcohol, y fue profesor de educación física y fue carnicero y se hizo adicto a los calmantes y esperó aunque fuera una invitación a los Juegos Olímpicos de Sydney 2000. Todavía era el mejor atleta de la historia australiana y tenía el record de los 200 metros pero nadie lo llamó, ni siquiera para participar en la fiesta de inauguración.
En esa soledad, Peter Norman, el hombre al que nadie miró de esa foto icónica, el héroe blanco del Black Power, murió el 3 de octubre de 2006, a los 64 años. A su sepelio fueron sus dos viejos compañeros de podio, Tommie Smith y John Carlos, que portearon su féretro mientras de fondo sonaba “Carrozas de Fuego”. Unos años después, en 2012, el parlamento australiano le pidió perdón de manera oficial y el día de su muerte pasó a ser considerado “el día del atleta”.
Finalmente, hace unos pocos días, el 9 de octubre, una estatua de Norman fue erigida en un parque de Melbourne. Un texto acompaña al reconocimiento que el deporte más esperaba: “La valiente postura de Peter en solidaridad con los estadounidenses Tommie Smith y John Carlos en el podio, después de la carrera, será para siempre uno de los momentos deportivos más emblemáticos de Australia, con un lugar especial en la historia olímpica. Peter Norman, te saludamos”.