Es temprano a la mañana y no puedo hablar. No es la emoción, es el sencillo hecho de haber gritado como un psicótico durante 24 horas ayer, cuando Independiente volvió a dar la vuelta en el Maracaná. La primera vez era chico y lo vi por televisión.
Los hinchas del Rojo, o los del fútbol sudamericano en general, quizá sepamos que la copa que más queremos es la Libertadores. Pero lo de ayer tenía más condimentos.
En primer lugar por nuestra tradición copera. Fuimos el rey de copas muchos, muchos años. Después fue una copa, la misma que ganamos ayer (más una década de saqueo institucional y corrupción, claro está), la que nos llevó al mismísimo infierno. Pero no de ese del Diablo que nos identifica, sino uno tortuoso y triste. El descenso, la humillación, aprender que la grandeza no te hace indestructible y volver a primera con la cabeza gacha y el rabo entre las piernas.
Por todo esto, que Independiente llegara a una final con un equipo con el espíritu y la mística que nuestros padres, abuelos y compañeros de más edad de tribuna nos contaron que tenían los que de verdad ganaron todo, era mucho más que especial.
Otro condimento inesperado fue la violencia. Llegamos con mi mejor amigo el día anterior a la final. Caímos acá contentos por un denominador común: nuestros entornos futboleros (sean del cuadro que fueran, hasta incluso algunos vecinos albicelestes) nos habían deseado suerte. Es como si Ariel Holan, “El Profesor”, el director técnico y espiritual de este plantel , hubiera satisfecho el paladar negro de muchos hinchas del fútbol. No quiero exagerar por mi obvio partidismo en el asunto, pero es algo que me dieron a entender muchos. Se, y nos hizo querer.
Pero no acá. No en Río, la ciudad del Vasco, el Flu y el Fla. Acá nos querían matar todos, y cuando digo todos es literal, e incluye a la policía, que hizo un esfuerzo más que considerable para que eso sucediera.
Desde que llegamos la hostilidad eclipsó al eterno “tudo bem, tudo legal” que solía caracterizar a los cariocas. La madrugada y la mañana anteriores al encuentro final fueron una pesadilla para los 4000 hinchas con entrada y los 10 mil con esperanzas de conseguir lo que se pueda.
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Hubo, literalmente, una cacería. Según lo que se podía leer en distintas cuentas de torcedores flamenguistas, que la hinchada de Independiente haya venido con pretensiones de copar Río fue una declaración de guerra. Para otros foristas del “Fla” lo que desató la furia fueron algunos gestos racistas de un puñado de desforestados mentales.
Por H o por B, las calles quedaron liberadas por la policía. Y los encargados de hacernos sentir el rigor de ser visitantes fueron las torcidas que hasta intentaron meterse en los hoteles de los de Independiente que inocentemente habían salido a recorrer la noche de Copacabana.
También estaban los no-tan-inocentes, que cortaron la Avenida Antártica en un claro gesto de provocación, que obviamente no justifica la violencia consecutiva, pero que tampoco cooperaron a que reinara la paz.
Quitando el banderazo que hicimos en el Posto 4 (en donde permanentemente se nos ameazó con que una marabunta de flamenguistas estaba por llegar y la policía no iba a hacer nada), toda la previa al partido fue una pesadilla. Para todos. Las combis, ubers, taxis y colectivos te dejaban en pleno territorio enemigo en la más absoluta de las soledades.
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Había emboscadas por todos lados, se podían ver venir hinchas a lo lejos tapándose la cabeza entre escupidas, piñas sueltas, bombas de estruendo y botellazos buscando refugio en donde fuera. Entrar al Maracaná no sólo era ya ese sueño de añares. Era el alivio de saber que por lo menos durante 90 minutos, o lo que se estirara el partido, íbamos a estar “tranquilos”. Relativamente, claro.
Pero todo salió bien. Independiente empató, y con ese 2-1 que habíamos conseguido de locales, era suficiente. Todavía no puedo hablar porque tuvimos que gritar mucho: toda la previa hizo que el partido per se fuera un desahogo brutal de 4 mil almas absolutamente alocadas. Pero los gritos, además, eran más guturales que de costumbre porque hasta cuando la hinchada de Independiente pretendía hacerse oír, los organizadores del encuentro ponían música electrónica (!) de fondo.
#Independiente campeón de la #CopaSudamericana. Sumó su título internacional número 17. #TodoRojo
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Así todo, fue una fiesta. Fue un sueño. No “ganar la Sudamericana” sino vivir un maracanazo. Dar la vuelta en el coliseo del fútbol brasilero. Saborear un poco en carne propia eso que tanto escuchamos, leímos, o nos contaron. Y saber, o tan solo imaginar con inocencia, que lo peor ya pasó... y que de esas cenizas del infierno que atravesamos como club y familia, volvimos a nacer para ser el grande que siempre fuimos.
El infierno volvió a ser encantador. Y sí, ya sé, por ahí sólo sea “una copa internacional de segunda categoría”, como algunos me cascotean en los grupos de whatsapp. Y sí usted así lo considera, mejor: aproveche la oportunidad para mandarle a su hincha del Rojo amigo y felicítelo. Créame, no cuesta nada... y no sabe que contento lo va a dejar.