"No me lo pidió Guillermo, es un jugador que me gusta a mí". El presidente de Boca, Daniel Angelici, al referirse a la llegada de Ramón Wanchope Abila al club de la Ribera, desnudó con su sentencia una realidad que es moneda corriente en el fútbol argentino: si de instituciones hablamos, no abundan políticas deportivas sensatas, planes sustentables, roles definidos funcionales a una idea madre.
Hinchas que echan técnicos a gritos por creerlos enemigos del paladar negro, o de las formas de algún otro DT adoptado por ellos. Presidentes rehenes, en el mejor de los casos, de representantes, que te dan y después te sacan, antes, durante o después de un mercado. Técnicos que se piensan más importantes que todo. Jugadores mareados. Partidos malos. Todo tiene que ver con todo. Todo está desordenado.
"Me dan ganas de largar todo". Llorando, Juan Sebastián Verón, ídolo, ex jugador y presidente de Estudiantes de La Plata, describió gestualmente a esta problemática. Ni el Pincharrata, con una línea muy específica, escapa a la problemática.
La figura del mánager en esta tierra es, más o menos, mala palabra. Salvo honrosas excepciones con nombre propio, el ego criollo de nuestros entrenadores entiende al secretario técnico como a un tipo que puede interferir en sus decisiones, un potencial ocupante de su silla eléctrica. En definitiva, el enemigo. Bernardo Romeo, en San Lorenzo; Christian Bassedas, alguna vez en Vélez; o Enzo Francescoli (River), por la continuidad en el cargo; aún con vicios, marcan la cancha.
Los representantes, en otros casos, los casos malos, prestan ese servicio. Los clubes no se piensan, no piensan, y son funcionales a los caprichos de estos representantes, que utilizan a las instituciones como vidrieras para cotizar a su flota. Y cuando un futbolista se consolida, lo venden. Y no quedó más nada que una sumatoria de puntos, un recuerdo y un espacio vacío, que será ocupado por otra pieza de la tropa del omnipotente prestador de servicios.
Los técnicos también tienen su cuota de responsabilidad en este desorden. Piden, hacen, rechazan, cambian, a partir de sus estilos y humores, proyectos que no son parte de un consenso con el club que los contrata. Más bien son sus planes, que rotan como un trompo por varias instituciones. Y dejan campeonatos, a veces, o descensos. O nada. O deudas. Pero no son parte de un mapa. Son ciclos definidos, cerrados, con principio y fin, bien puntuales. No es su responsabilidad esa irresponsabilidad. El problema es más grande. Lo tienen quienes los contratan.
La política deportiva bien entendida no se limita a un gusto presidencial, al mandato que recibe un mánager, al peso vertical de un representante o al capricho de un técnico con su librito. Por el contrario, los excede a todos. Debería ser una matriz mucho más grande. Debe ser.
Política deportiva es entender al origen del club, los usos y costumbres de la ciudad que lo contiene, el estilo histórico fruto de las características de los grandes ídolos o los equipos campeones, un espejo que refleje todo esto para que elegir se limite a cambiar piezas, o nombres, todas alineadas a esa matriz. Y cumplir con los presupuestos, y paciencia, mucha, pese al humor popular, para sostener proyectos... ¿O acaso la Juventus colapsó cuando partieron Andrea Pirlo, Arturo Vidal o Carlitos Tevez? ¿O el Bayern Munich no ganará más porque se retiró Philipp Lahm? Y estos ejemplos no está vinculados al dinero. Tienen que ver con un plan. Cultura histórica, ex ídolos en cargos clave, una idea proyectada, paciencia. Y nada más.
Nombrar hoy a un club ejemplar sólo agrandaría brechas. Los hay. Y hasta se han ido al descenso, por competir contra otros clubes endeudados sin controles serios… Parece sensato el plan de desendeudamiento. Pero lo más importante de todo es que, de una buena vez, la clase dirigente entienda al contexto. Volver a las fuentes. Un club sano será un club competitivo. Un club gobernado por egos y sin roles definidos limitará la suerte de las instituciones a la suerte, la timba. ¿Alguna vez lo entenderemos?