Maradona juega en la nieve. Ríe. Se abraza con todos. Uno se esfuerza por reconocer en esos hombres lógicamente ya crecidos en años y kilos, rostros de otros tiempos. Con algunos es sencillo. Van Basten está impecable. Pablito Aimar sigue pareciendo un chico. Francesco Toldo está canoso, pero en forma. Maradona hace chistes con todos, disfruta. Se me hace difícil reconocer a un ex jugador alto y calvo con el que Diego parece tener mayor afinidad. Soy ingenuo: trato de pensar en algún viejo compañero del Napoli… Pero no. No es un ex futbolista. Es Gianni Infantino, el presidente de FIFA. Por la complicidad que muestran, parecen amigos de años.
No voy a extenderme en el análisis sobre esta relación. Ya lo hizo el periodista de La Nación, Claudio Mauri, en una brillante y precisa columna publicada el jueves: “Hoy, Maradona es parte de una FIFA de la que abominó mientras estuvo presidida por Havelange, al que siempre se refirió como un waterpolista, y por Blatter, al que asociaba con la corrupción. Infantino fue osado, arriesgó: tenerlo a Maradona puede ser un escudo y también una bomba de tiempo. No deja de parecer un matrimonio por conveniencia, en el que más que la afinidad y el amor los une la conveniencia y el delicado equilibrio para usar y dejarse usar”.
Me interesa tratar de entender qué me pasa con Diego. Qué me está pasando con Diego por estos tiempos. O mejor dicho, desde hace varios años. ¿Por qué necesito que Diego esté del lado de “los buenos”? Digo, por qué le reclamo eso a Maradona si hace mucho renuncié a la infantil idea de que, en cada situación, es posible distinguir a los buenos muy buenos de los malos muy malos. ¿Por qué vuelvo a sentir este desencanto cuando en realidad tengo claro que lo que no debería ya es ilusionarme? Y no sólo con Diego: en todas las situaciones.
En los últimos meses circula por las redes sociales un video maravilloso: Diego, en 1984, jugando en el barro un partido a beneficio de un nene enfermo de Acerra, un pueblo cercano a Nápoles. El Napoli le había prohibido hacerlo, pero él fue igual. Y las imágenes lo muestran apasionado y comprometido, en un escenario módico y humilde, impensable para una estrella. No tengo dudas de que no hay dos Diegos. Que es el mismo. El del intransitable barro de Acerra y el del impecable césped de Zurich.
Me pregunto por qué necesito -necesitamos muchos, en realidad- que Diego sea un héroe. Por qué lo sigo necesitando si ya lo fue cuando debía serlo, como jugador. Quizá porque él es quien sigue haciendo esa promesa, la de ser un justiciero. Y algunos -muchos- le creen. Yo ya no. Lo quiero así: díscolo, entrañable, desbordado, ingenioso, errático. Lo quiero sin pretender ya mucho de él. Y no es un amor incondicional, tampoco. Dependerá de hacia dónde siga su rumbo. Porque él se empeña en ser un personaje público y estar sobre el escenario, cuando podría no hacerlo. Él se arriesga y se expone. Ojalá, entonces, que entre todas esas cualidades que lo distinguen, se impongan las más nobles.