Esta semana, el Ente Nacional de Alto Rendimiento Deportivo (Enard) dio a conocer el nuevo listado de deportistas argentinos que reciben becas, en relación -mayoritariamente- con los resultados obtenidos en los Juegos Olímpicos de Río. Los medallistas olímpicos, por ejemplo, pasaron a cobrar 27 mil pesos mensuales, cifra que será actualizada en enero. De inmediato, como suele suceder, se escucharon más fuerte las voces de los perjudicados. Entre ellos, la maratonista Marita Peralta, que dejó de cobrar los seis mil pesos que recibía.
El Enard, que cuenta con un presupuesto superior a los 45 millones de pesos mensuales que provienen de un impuesto a la telefonía celular, esta regido por la ley 26.573 y si bien existen diversas normativas que fijan las condiciones para el otorgamiento de las becas, siempre hay discusiones. Peralta, por ejemplo, argumenta que se la castiga por su actuación en los Juegos a pesar de haberse lesionado y de que existe un reparto arbitrario del dinero, a favor de algunos entrenadores y dirigentes.
No voy a entrar aquí en un análisis acerca de la legitimidad o no de los reclamos. Es posible que todos los deportistas perjudicados tengan buenos argumentos a favor de sus derechos. Y además, de algo no tengo dudas: todos hacen su mayor esfuerzo, muchas veces superando enormes dificultades para enfrentar a rivales que cuentan con muchos más recursos.
Desde hace años leo y escucho a voces inteligentes y razonables, reclamar más recursos para el deporte amateur. He estado muchas veces de acuerdo con esos planteos y no tengo dudas de que un país debe apoyar y estimular el desarrollo del deporte. Pero me cuesta sumarme sin reparos a este reclamo que suena siempre tan simpático y bien intencionado. La verdad es que tengo algunas dudas y me permito pensar en voz alta. Estamos de acuerdo en que el Estado debe apoyar el deporte, pero ¿con qué objetivo? Es evidente que el sentido de estimular las prácticas deportivas es eminentemente social e inclusivo: los chicos que hacen deporte están mucho menos expuestos a las consecuencias nefastas que ha generado en la Argentina la degradación del tejido social.
Si ése es el objetivo, podríamos pensar que hay dos caminos posibles. Uno de ellos es apostar a la creación de espacios públicos para la práctica deportiva, con condiciones de higiene, salud y seguridad apropiadas. En infinidad de zonas con graves carencias, un centro deportivo con verdadera infraestructura para recibir y cobijar a los chicos, muchas veces los aleja de peligros y dificultades. El otro camino posible es fomentar y apoyar a los deportistas de alto rendimiento para que su ejemplo sirva de espejo para los más chicos. Pero en el fondo, el éxito de cada deportista no puede ser para el Estado un fin en sí mismo: debe ser una herramienta para beneficiar a muchos.
En la Argentina, desde hace mucho tiempo que sólo hablamos del apoyo a los deportistas de alto rendimiento y hemos olvidado el fomento al espacio público destinado al deporte. Curiosamente, la cuestión del desarrollo de centro deportivos de recreación es un objetivo que parece haber quedado en manos de la buena voluntad o no de las autoridades de los municipios, y no está en la agenda de los responsables del deporte argentino. Sinceramente, siempre pensando en voz alta, no lo entiendo. Porque reducir la gestión deportiva de un país al estímulo del alto rendimiento es olvidar que el objetivo final -el que transforma el éxito individual en un beneficio de conjunto- es que el deporte sea una herramienta de desarrollo social y no sólo un motivo de festejo que pronto se olvida.