Por Julián Mansilla.
Norte Grill se preparó con todo para aprovechar estas dos semanas. Puso mesas a la calle y tiene un cartel bien grande que deja claro que ofrece delivery. La churrascaría es buena sin sobrarle nada, ideal para las cataratas de hambrientos que, cerca de la medianoche, salen desesperados de los estadios. En el Parque Olímpico, los locales de comida cierran a las 24 y la puntualidad no es suiza sino brasileña: cinco minutos antes de que se cumpla la hora, ya no queda ni un empleado. Y Norte Grill aprovecha.
Me pregunto qué será de éste local y de tantos otros (y de los hoteles, muchos de ellos de gran categoría, instalados en la zona), cuando pasen los Juegos. Me pregunto que será de estos edificios construidos sobre la Avenida Abelardo Bueno. Y fundamentalmente, me pregunto qué será del Parque Olímpico, de este complejo extraordinario con nueve estadios, de los cuales sólo dos son tubulares.
Hace dos años, la revista Forbes publicó un ranking de los Juegos más caros de la historia. Y Río de janeiro aparecía con una inversión moderada en comparación con otros eventos de este tipo: 15 mil millones de dólares. Después, el apuro y vaya uno a saber qué otros manejos, elevó al presupuesto por arriba de los 20 mil millones. Y todavía no se sabe cuánto terminarán costando.
Confieso que yo tengo una opinión formada: estoy en contra de que los países pobres organicen competencias de esta magnitud. ¿No hacerlas significa que se destinará ese dinero a necesidades más urgentes? Seguramente no. Pero eso no implica justificar esta desmesura. Pero Río ya asumió la decisión y, por estas horas, lo está disfrutando. Brasil tiene una cultura “polideportiva” que impresiona y causa envidia: el público sabe lo que está viendo y no asiste a las competencias sólo por ser parte de los Juegos. Y es probable que estos estadios magníficos sirvan en el futuro para la formación de nuevos atletas. Hasta aquí, todo más o menos en orden.
La cuestión es saber en qué se transformará esta zona donde hace años estaba el autódromo de Jacarepaguá. Y en esto vuelve a aparecer la cuestión del legado. Para Londres, los Juegos implicaron la recuperación de Stratford, una zona marginada y jaqueada por la contaminación. La ciudad se amplió y ganó espacios verdes. ¿Ocurrirá algo semejante con esta “parte de atrás” de Barra da Tijuca? Es imposible decirlo ahora. Pero es evidente que el dinero invertido no garantiza nada.
En 2014, para los Juegos Olímpicos de Invierno, Vladimir Putin decidió invertir poco más de 50 mil millones de dólares con la excusa de convertir a la ciudad de Sochi en un centro turístico. Incluso, estuvo cerca de arrasar con buena parte del Parque Nacional que allí está protegido desde 1924 con tal de ofrecer los Juegos más fastuosos de la historia. Sólo la presión de organismos no gubernamentales de todo el mundo frenó el desquicio. O mejor dicho, parte de él. Porque Putin siguió adelante con el desenfreno de gastos. Y la ciudad, dos años después, no parece haber recibido ni un pequeña parte de todo lo que se le prometía en término de turistas y nuevas posibilidades de desarrollo.
Es evidente que, lejos del mar y de los puntos más atractivos de la ciudad, este complejo está lejos de poder fomentar el turismo en el futuro. El éxito del legado de estos Juegos, en este contexto, dependerá de que la zona se convierta en un sitio seguro, limpio y con espacios verdes. Algo que esta ciudad, más allá de su indudable encanto, reclama a gritos.