Comencemos por una rara aclaración. Soy una rara avis: me considero más hincha de la Selección que de mi cuadro. Mucho más hincha. Mis amigos futboleros me miran con una extrañeza cercana al desprecio por esto. Como si fuera un hincha nerd. Y con las Eliminatorias tengo algo especial: no había nacido cuando la Selección se quedó afuera de México '70 pero le tengo terror a la idea de vivir un Mundial sin Argentina. En realidad, es raro, porque va a contramano de todo lo que pienso sobre el fútbol, que no debería modificarle la vida a nadie. Pero, ¿cuántos Mundiales llega a ver uno en una vida? ¿16? ¿17? No quiero imaginar que me va a tocar uno sin la Selección. No podría soportarlo.
Agrego otra confesión en línea con esto: el gol que más grité en mi vida fue el de Palermo a Perú. Aquella noche llegué a creer que Argentina se quedaba afuera de Sudáfrica y me desesperé. Por eso, aquel gol bajo la lluvia fue una de las pocas alegrías que me dio el fútbol en mi vida de adulto.
Era indispensable explicar esto para que se entienda cómo me senté a ver el partido con Chile: desesperado por ganar. Y la Selección lo hizo. Y yo, acostumbrado a escuchar alaridos de mis vecinos cuando los equipos argentinos le ganan a ignotos clubes de Sudamérica por la devaluada Copa Libertadores -partidos que muchas veces ignoro que se estén jugando-, me di el gusto de gritar yo. Y la alegría me dura, porque se me empieza a ir la angustia por la derrota con Ecuador. Necesitaba aclarar todo esto. Ahora hablemos de la Selección.
O mejor dicho, una vez más voy a comenzar hablando de Martino. Sigo queriendo creer en él. Sigo queriendo acertar con mi intuición de que es un tipo honesto, dedicado y con ganas de armar un equipo ofensivo, como suele prometer. O como me prometieron muchos colegas que Martino iba a hacer. Pero me encuentro con un equipo tan inexpresivo como el de Sabella y tan dependiente de Messi como era aquél, aunque más desconcertado frente a lo que propone el rival y mucho menos seguro de sí mismo.
Todavía no sólo no sabemos a qué juega la Selección, sino tampoco a qué quiere jugar. Hay una promesa de fútbol ofensivo y posesión de pelota que no se concreta, cambios que se demoran y un montón de problemas sobre los que no parece haber, siquiera, un atisbo de solución: Argentina tiene dificultades para recuperar la pelota, sigue sin resolver de qué juega Messi (que tuvo un primer tiempo extraordinario, intentando por todos lados), es inseguro en el fondo y sufre en cada pelota parada. Pero sobre todas las cosas, permite que el rival decida cómo va a ser el partido. Con Sabella, ya sabíamos con qué nos íbamos a encontrar. A mí, lo confieso, me parecía pobre. No, definitivamente no querría volver a eso: el título -lo confieso- es una provocación. Con Martino, seguimos en el desconcierto. Al menos nos queda la esperanza, cada vez más módica, y la sensación de que enderezó el camino al Mundial.
