Dan ganas de compartir esa alegría. Porque la sabemos justificada, bien merecida. Hace poco menos de diez días, Uruguay buscaba explicaciones para una derrota dolorosa, aparentemente incomprensible. Había perdido en su debut mundialista con Costa Rica, el único equipo presuntamente débil en el grupo de la muerte. Y todavía tenía por delante a Inglaterra e Italia. Sólo transcurrieron diez días. Y hoy Uruguay está en octavos de final.
¿Cómo puede explicarse esto? Primero, por supuesto, porque volvió a tiempo Luis Suárez. Pero las explicaciones no se acaban en él. Hay un proceso serio, con el Maestro Tabárez a la cabeza, que va por su segundo ciclo mundialista y ha sabido renovar algunos engranajes sin tocar el esquema fundamental. Porque tiene cracks como Edinson Cavani, porque tiene a un león en la mitad de la cancha como Egidio Arévalo Ríos, dos centrales que ganan en las dos áreas… pero principalmente porque tiene un equipo que parece duplicarse a la hora de luchar, de correr, de entregarse por el compañero.
El tan mentado grupo no aparece sólo a la hora de compartir el mate, sino para dar batalla en cada rincón de la cancha.
Y porque detrás de ellos, hay un país. Un país chiquito, pero enorme futbolísticamente. Un país que se perdió en la nebulosa del fútbol durante varios años y que volvió revitalizado, cuando recuperó la mística de su historia, pero se sacó las torpezas y brutalidades de otros tiempos. Ahora pelean, pero lealmente. Y además juegan al fútbol. Y lo hacen privilegiando a los que más saben, a los que tienen condiciones para hacerlo.
Se ve que son un país apretado en esas camisetas ajustadas. Se ve que vinieron a Brasil a seguir construyendo la historia que comenzaron a edificar en Sudáfrica 2010. Se ve que ya pasaron lo peor, superaron la sensación de tener un pie afuera, y están más vivos que nunca. Y tengo la sensación de que ahora nadie debe querer encontrarse con Uruguay.