Nigeria e Irán jugaron, hasta aquí, el peor partido del Mundial. Por lejos. Y más allá de algún susto de cada lado, no jugaron a nada. No nos sorprende Irán. Es, probablemente, uno de los tres o cuatro equipos más débiles de la Copa. Lo de Nigeria, en cambio, es llamativo. Es un caso de involución alarmante. Hace veinte años, cuando Diego jugó contra ellos su último partido en los Mundiales, tenían jugadores de alto nivel ( Amokachi, Amunike, Yekini y George Finidi) y se perfilaban como una selección que, cuando superara su ingenuidad defensiva, podía pelear de igual a igual con los mejores del mundo. Y mucho más cuando llegó la segunda gran generación de futbolistas nigerianos, con Okocha y Kanu a la cabeza.
Ahora, Nigeria volvió a ser un equipo de tercer nivel. Mantiene el disparate defensivo, pero ya no lastima en ataque. Y depende demasiado de lo que pueda hacer John Obi Mikel, que juega en tantas posiciones que no termina jugando en ninguna. Contra Irán demostró que ni siquiera posee la exuberancia física que tenía en otros tiempos. Irán, se sabe, juega el Mundial porque la FIFA le otorga al continente asiático más plazas que las que merece. Es un equipo fuerte y disciplinado, pero absolutamente carente de ideas.
Cuesta encontrar un panorama más positivo para la selección. En condiciones normales, el tránsito por la primera rueda debería resultar sencillo. Y en un torneo en el que la característica principal es la fragilidad física de la mayoría de las figuras después de una temporada muy dura, llegar a las instancias finales con un equipo descansado, puede resultar una ventaja decisiva.