Por Lucas Bertellotti
-Papá, a Diego le quiero hacer un regalo para el cumpleaños.
-Ah, ¿sí? ¿Qué le querés regalar?
-Me gustaría comprarle el longplay de Beto Orlando, hace un tiempo que lo queremos escuchar...
Salustiano Carrizo hizo el esfuerzo. Sabía del cariño que su hijo, Goyo, le tenía a Diego. Se conocían desde el colegio primario. Jugaron juntos en Estrella Roja, Tres Banderas y Argentinos. Su categoría, Los Cebollitas, era legendaria. Se habían mantenido invictos en 141 partidos. El país hablaba de ellos. Y decidió hacer el gasto, pese a que la plata era demasiado poca.
El 30 de octubre de 1976, Goyo llegó a la casa de los Maradona, en Villa Fiorito, con un paquete prolijamente envuelto y el pecho bien inflado. Escucharon las melosas y románticas canciones de Orlando una y otra vez en el enorme tocadiscos de Don Diego. Bailaron, festejaron, se rieron. Más tarde, el presidente de Argentinos, Juan Fiori, le regaló a Diego una llave para que se mudara a un departamento en La Paternal, cerca de la cancha. En unas horas, la magia que percibía Goyo desapareció. Maradona, que había debutado diez días atrás en la Primera, ya era una estrella. Se fue del barrio. Quedó él, el principal socio de Diego adentro y afuera de la cancha. El que lo llevó a Argentinos, el que lo conocía como pocos. Sostuvo por un tiempo el sueño de llegar a la Primera y tirar paredes, esta vez, en grandes estadios. Pero el llamado para convertirse en profesional nunca llegó. La espera en la tercera división fue eterna mientras su mejor amigo ya era la gran promesa del fútbol argentino. Una rotura de ligamentos en la rodilla derecha lo terminó de marginar. Y se estancó.
Hoy se estrena El otro Maradona, ópera prima de los directores Ezequiel Luka y Gabriel Amiel, que cuenta el lado B de la historia de Diego, de su amigo que creció y soñó con triunfar pero se quedó en el camino, del costado que tiene mucha más pena que gloria. Es la vida de Goyo Carrizo, el crack que no fue. Todavía vive en Villa Fiorito mientras hace alguna changa y trabaja como buscador de talentos para mantener a seis hijos. El relato, de una hora y cuarto que se escurre con demasiada velocidad, muestra con crudeza y sensibilidad el día a día de un hombre con un pasado que lo endulza tanto como lo atormenta. Las imágenes exhiben a alguien con un sentimiento de ambigüedad imposible de disimular. Por un lado, agradece haber sido el compinche de Maradona durante la infancia. Por otro, le resulta imposible preguntarse por qué no le tocó a él.
-Agradezco a Dios que a él se le dio...
-¿Y a vos?
-...En parte sí y en parte no. No pude jugar al fútbol en la A...
Sólo hay que escucharlo un par de minutos para apreciar que Goyo Carrizo, de 53 años, es un hombre de fútbol. Camina con algo de dificultad por una vieja lesión en la rodilla derecha. Tiene las piernas marcadas y musculosas. Se expresa con precisión para hablar de lo que más sabe. A sus espaldas, mientras dialoga con TN.com.ar, se entrena la categoría 90 de El Porvenir en una cancha con demasiada tierra y poco pasto. Ahí juega su hijo. Se llama Diego Armando. "El 31 de diciembre de 1999, Maradona pasaba las fiestas en Uruguay. En su momento se había dicho que estuvo diez segundos muerto (su salud estuvo muy comprometida por consumo de drogas). Entonces pensé que si un Diego Armando se iba otro tenía que venir", dice Goyo.
A Goyo le gustaría que Maradona viera la película. "Creo que le haría bien. Recuerdo mucho nuestra infancia. A mí hacer el repaso de mi historia me fortaleció mucho y creo que con él podría pasar lo mismo", comenta Goyo, que vio al exentrenador de la Selección argentina por última vez en 1997, durante un programa de Mauro Viale. "Me dijo que me respetaba y me quería mucho", comenta.
En El otro Maradona, Goyo se muestra como un personaje pintoresco y con diferentes matices. Carrizo es papá, obrero, entrenador, jefe de familia, consejero. "La idea era correrse lo más posible de Maradona. Lo que venimos a contar es la intimidad de Goyo. Lo que se busca es que el espectador sufra o se divierta con el personaje y se identifique. Su historia, su frustración, la tenemos o podríamos haberla tenido todos", dice Ezequiel Luka, uno de los directores de la película.
La película recurre a una forma de filmar prolija, cuidada y pensada. Los planos son amplios y las imágenes de la villa se lucen por la forma de ser del lugar más que por su belleza estética. La cumbia acompaña. La voz en off de Goyo es permanente. "Muchos decían que él era tan bueno como Diego. Entonces, ahí había una historia. Quisimos contarla al estilo de una ficción más que de un documental. Todo lo que pasa en cámara es real, pero la óptica es similar a la de la ficción", dice Gabriel Amiel, el otro director. La película se exhibirá a partir de hoy en el cine Gaumont y en otros espacios INCAA, donde los precios, de ocho pesos, suelen ayudar a que los espectadores se acerquen a este tipo de productos. También se presentará en varias provincias del país y ya tiene un lugar asegurado en salas de París.
Cuando Amiel comenta que se pretendió hacer una reconstrucción de la Villa Fiorito de los años 70 desde la memoria del protagonista, Goyo mira al piso. Serio, advierte que los tiempos cambiaron para siempre y ese barrio, humilde y pobre pero sano, ya no existe más. "Hoy los pibes todavía juegan al fútbol, pero antes de entrar a la cancha se toman un vino y fuman un porro", dice. Todos los fines de semana saca una silla a la calle y toma mate mientras disfruta del sol. Aclara que, pese a tener una canchita en frente de su casa, no se le ocurre mirar los picados. Le genera demasiada nostalgia. "Pobreza futbolística", define. Comenta que, en su época, las ganas de jugar no se iban. Sólo la oscuridad los detenía. Recuerda cuando con Maradona juntaba huesos por los descampados para venderlos por peso. Esa plata la usaban para viajar a los entrenamientos. "Éramos muy cargosos con Diego. Siempre le buscábamos defectos a la gente en el colectivo", agrega con una sonrisa pícara.
Dock Sud, All Boys, Independiente Rivadavia, Talleres de Mendoza y Barracas Central. Goyo deambuló en el ascenso sin ningún tipo de consolidación. Dice que la rodilla no le quedó bien, que después de la lesión, a los 20 años, nada fue igual. Carrizo habla de "la gente de Fiorito" como si les tuviera que demostrar algo, como si estuviera en falta por no haber sido grande como Maradona. "Yo vivía del pasado y el pasado no me dejaba dar un paso al costado. Entonces, retrocedía", dice. Y llora. Se muestra sensible e impotente por un destino que no puede cambiar y un tiempo imposible de recuperar. Admite que pensó en matarse. Estuvo depresivo varios años.
Nombra a William Peloche, un viejo conocido de la época de Cebollitas, como quien lo acercó otra vez al fútbol para alejarlo de los pensamientos tenebrosos. Respetado por varios coordinadores de inferiores, viaja por el país en la búsqueda de nuevos cracks y luego los lleva a probarse a diferentes clubes de Buenos Aires. Hace unos años descubrió en Mendoza a Gustavo Blanco Leschuk, de paso por Arsenal y actualmente en Rusia.
Dice que le gustaría que con el documental tome un poco más de exhibición y sea llamado para trabajar en algún club. Se elogia a sí mismo: "Yo veo bien el fútbol. Cuando lo vi a Maradona no me quedaron dudas y sólo tenía ocho años". Recuerda que lo que más le llamó la atención de la forma de jugar de Diego era las chilenas que tiraba. "Levantaba las piernas de una manera impresionante. Jugábamos en el patio de casa, chiquitito, de dos por dos, y pateaba naranjas. Parecía que volaba", dice. Goyo vuelve a sonreir. Parece disfrutar del momento. Por unos días, como nunca le había pasado en la vida, es el protagonista de la película.