Corría hacia un lado, con gesto adusto, repiqueteaba, y se lanzaba hacia el otro. Se ponía de pie, se ajustaba la vincha, se sacudía el polvo, y lo volvía hacer. Una y otra vez. El actor de esta película se llama Hugo Orlando Gatti. El Parque Saavedra, el set. El ticket para disfrutar de esta historia, un boleto (o colarse) en el 176.
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Cada vez que este columnista, por aquel entonces un pibe, se tomaba el bondi para ir a jugar a la pelota con sus amigos, descubría a Gatti en acción. Ya no atajaba en Boca, ni volvería atajar de manera profesional. Pero ahí estaba él, el Loco, entrenando como si fuera a jugar ese día para salir campeón.
Gatti no se había retirado. Lo habían retirado. ¿O acaso vos conocés a alguien que se haya jubilado de su gran pasión? Te pueden hacer a un lado, por supuesto. El tiempo, un error, un DT… Pero vos, no. Jamás. sobre todo, si estás convencido de que seguís siendo el mejor…
Gatti fue un personaje de época que trascendió al arquero, y al puesto. Eso de que al arco va el “gordito”, el que no sabe, el que “la agarra con las manos”, con él se convirtió en “tocuén”. ¿O acaso, aquella vez que te tocó atajar, no le tiraste una gambeta al nueve, como hacía el Loco? Fugarse de esa prisión que es el área para ser uno más, con los pies; esa fue su revolución.

Atlanta, ¡River!, Gimnasia y Esgrima La Plata, Unión de Santa Fe, y Boca, su lugar en el mundo. Fue campeón nacional, obtuvo la primera Copa Libertadores con los xeneizes, en 1977, y hasta fue campeón mundial. Por supuesto que fue parte de la Selección, jugó la Copa del Mundo de 1966, y sufrió desde afuera Argentina 1978. Pero todas esas historias son otra historia; él, el Loco, la leyenda, las trascendió.
Su acto final había sido osado y trágico. Una cagada, una gambeta que no salió, le costó un gol en contra, triunfo para Deportivo Armenio y pérdida de la titularidad, que fue para otro loco que después fue ídolo, Carlos Fernando Navarro Montoya, el Mono.
Jugar, así, a secas. Nada de jugar con los pies. El Loco jugaba. Jugaba con la pelota, jugaba con el look, jugaba con el micrófono… ¡Hasta grabó un disco!, “Las locuras del Loco Gatti”... “Porque al fútbol hay que jugarlo con música, como lo juega el Loco”, rezaba un hit, que agitaba festejos con amigos y champgane. “El Loco va derecho al Mundial”, remataba la canción. Gatti estaba convencido de que ningún otro arquero atajaba mejor.

La piel bronceada, las patas flacas, la vincha, los buzos, su amada Nacha, sus dos hijos, sus declaraciones, su posición radical bien marcada cuando recuperamos la democracia. Gatti siempre fue rock. Cuanto más se podría agregar, pero va a estar de más. Incluso su rol como columnista, desde España, esa caricatura de su desparpajo que lo ayudó a hacer viable sus días lejos del arco.
La vida ya me había puesto de frente al Loco en enero de 1987. Me tocó alojarme con mi familia, aquel verano, en el mismo hotel en el que se alojaba Boca, el del Flaco César Luis Menotti. Comíamos juntos, a un par de mesas de distancia. Para un chico, para mí, esa experiencia fue sensacional. La figurita estaba ahí, comiendo con un tubo de vino en plena pretemporada junto a Enrique Hrabina y Jorge Nicolás Higuaín. Unos años después nos volveríamos a ver. En realidad, yo lo descubrí a él, desde el 176…

¿Qué hacía Gatti ahí, solo, en el Parque Saavedra, como si nada hubiera pasado, con más de cincuenta años? ¿Por qué seguía entrenando? ¿Cómo se sentirá en el cuerpo dejar de ser? El Loco nunca aceptó esa afrenta. Ni siquiera hoy, que es etéreo y leyenda. ¿O acaso vos te vas a jubilar de tu gran pasión? Vuele Hugo, vuele alto, y siga jugando, esté donde esté.