Sería en vano predecir con precisión cuándo llegará. Desde la perspectiva privilegiada del ahora, del aquí, no es posible identificar un punto específico, una fecha exacta ni siquiera un periodo amplio. Lo único que se puede decir es que llegará, tarde o temprano. Los días de cabecear en el fútbol están contados.
Después de todo, el balón está rodando. La Asociación de Fútbol (FA, por su sigla en inglés) de Inglaterra ha recibido permiso de la IFAB, el órgano arcano y un tanto misterioso que define las Leyes del Juego —L mayúscula, J mayúscula, siempre— para llevar a cabo una prueba en la que los jugadores menores de 12 años no tengan permitido cabecear el balón en los entrenamientos. Si tiene éxito, el cambio podría ser permanente en los próximos dos años.
Este no es un intento por introducir una prohibición absoluta de los cabezazos. Solo es una práctica para desaparecer los cabezazos deliberados —presuntamente en lugar de los cabezazos accidentales— del fútbol infantil.
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Una vez que los jugadores lleguen a la adolescencia, el cabeceo todavía sería introducido poco a poco a su repertorio de habilidades, aunque de una forma limitada: desde 2020, los lineamientos de la FA han recomendado que todos los futbolistas, incluidos los profesionales, deben estar expuestos a un máximo de diez cabezazos de fuerza alta a la semana en los entrenamientos. Cabecear no sería abolido, no de manera oficial.
Pero es inevitable que ese sea el efecto. Es poco probable que los jugadores jóvenes que sean preparados sin ninguna exposición a cabecear ni ningún dominio de la técnica pongan mucho énfasis en hacerlo, de la noche a la mañana, en cuanto esté permitido. Habrán aprendido el juego sin cabecear; no habría un incentivo real para preferirlo. La habilidad poco a poco será obsoleta y luego vagará de manera inexorable hacia la extinción.
Desde la perspectiva sanitaria, eso no sería algo malo. En público, el argumento de la FA es que quiere imponer la moratoria mientras se investiga más la relación entre cabecear y la encefalopatía traumática crónica (ETC) y la demencia. En privado, lo más seguro es que reconozca que no es difícil distinguir cuál es la dirección general del rumbo.
Cómo afectan los cabezazos en los jugadores
Un estudio de 2019 reveló que los futbolistas —con la excepción de los arqueros— son 3,5 veces más propensos a sufrir una enfermedad neurodegenerativa que la población en general. Dos años después, una investigación similar mostró que los defensores en particular corren un riesgo todavía mayor de desarrollar demencia o un padecimiento similar más adelante en la vida. Mientras más se examina el tema, más probable parece que minimizar la frecuencia con la que los jugadores cabecean el balón es un beneficio a largo plazo.
En un sentido deportivo, también es fácil creer que la desaparición de los cabezazos no será una gran pérdida. Después de todo, el juego parece estar dejándolos atrás de una manera natural. El porcentaje de goles de cabeza está cayendo, gracias al ascenso simultáneo del análisis de datos —el cual, en términos muy generales, desalienta los centros (por aire) pues se les considera acciones de baja probabilidad— y la hegemonía estilística de la escuela de Pep Guardiola.
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En la actualidad, los equipos sofisticados hacen lo posible por no centrar el balón; sin lugar a dudas no lo lanzan hacia adelante cada vez que puedan. Dominan la posesión o lanzan contrataques precisos y quirúrgicos… y la gran mayoría de las veces prefieren realizarlos con el balón a tierra. El deporte en conjunto ha seguido sus pasos, apegándose más que nunca a la máxima más bien retorcida de Brian Clough de que, si Dios hubiera querido que el fútbol se jugara en las nubes, habría puesto una cantidad significativamente mayor de pasto allá arriba.
Por supuesto, es más que posible ver un juego de la élite —en España en particular, pero también en la Liga de Campeones, la Liga Premier, la Women’s Super League o donde sea— y creer que el espectáculo no se reduciría, ni siquiera se alteraría de manera notable, si los cabezazos no solo quedaran prohibidos de manera tajante, sino que nunca se hubieran inventado.
No obstante, eso es ignorar el hecho de que al fútbol no solo lo define lo que pasa, sino lo que pudo haber pasado y lo que no pasó. Lo determina no solo la presencia, sino la ausencia. Eso es verdad para todos los deportes, pero es una verdad particular para el fútbol, el gran juego de la escasez.
Los centros se han vuelto impopulares casi por las mismas razones que lo ha hecho la idea de disparar de lejos. Los entrenadores progresistas —ya sea por estética o por motivos algorítmicos— fomentan en sus jugadores que esperen hasta tener una alta probabilidad de anotar antes de disparar; al igual que con los goles de cabeza, la cantidad de anotaciones fuera del área está cayendo de manera evidente.
Esto ha tenido una consecuencia accidental. Un equipo que sabe que su oponente en realidad no quiere disparar de lejos no tiene un incentivo de romper su línea de defensas. No hay necesidad de presionar para cerrarle el espacio al mediocampista con el balón en los pies a 25 metros del arco. No van a disparar porque las posibilidades de meter gol son bajas.
Pero, al no disparar, también se reducen las probabilidades de encontrar la oportunidad con un alto porcentaje. La línea defensiva no se rompe, por lo tanto no se produce el hueco: el pequeño traspié, el canal que se abre brevemente en el momento de transición de un estado a otro. En cambio, la defensa puede atrincherarse más, con lo cual desafía al ataque a anotar el gol perfecto. No solo ha disminuido el acto de marcar desde lejos, sino también la amenaza de hacerlo.
Cómo sería el fútbol sin cabezazos
Lo mismo sería verdad para un fútbol desprovisto de cabezazos. La manera de defender los tiros de esquina y los tiros libres no solo sería irreconocible —nada de amontonar la mayor cantidad de cuerpos posible dentro o cerca del área—, sino la manera en la que los laterales enfrentan a los volantes, las posiciones que tienen las líneas defensivas en el campo, toda la estructura del juego.
Si vemos el fútbol como un espectáculo deportivo, es poco probable que esos cambios sean positivos. Los jugadores tal vez no cabeceen el balón tanto como lo solían hacer, pero saben que tal vez deban cabecear el balón tanto como sus predecesores de una era menos civilizada. No pueden descartar esta posibilidad, así que deben comportarse de tal manera que puedan contrarrestarla. La amenaza misma tiene valor. El fútbol todavía está definido por todos los centros que no llegan.
Si se elimina todo eso —ya sea por decreto o por falta de costumbre—, el efecto sería la eliminación de posibilidades en el juego. Reduciría las opciones teoréticas disponibles para un equipo en ataque y al hacerlo volvería más predecible el deporte, más unidimensional. Inclinaría la balanza en favor de quienes buscan destruir, en vez de los que intentan crear. Clough no estaba tan en lo correcto. El fútbol siempre ha sido un deporte de aire, tanto como de tierra.
Por supuesto que, si se encuentra que cabecear —como parece probable— pone en peligro la salud a largo plazo de los jugadores, entonces eso tendrá que cambiar y sería lo correcto hacerlo. Ningún espectáculo vale la pena un costo tan terrible para quienes lo brindan. Las ganancias superarían las pérdidas, un millón de veces. Sin embargo, eso no es lo mismo que decir que nada se perdería.